Seguramente el filósofo más exótico de los presocráticos, y el que más curiosidad ha despertado en los aficionados a la historia de la filosofía y la ciencia, es Pitágoras de Samos (569- 475 a. C.), a la vez un místico y un hechicero, fundador y líder de una secta religiosa –la de los pitagóricos– y un genio indiscutido de las matemáticas. Tal vez no debería sorprender esta conjunción de mago y matemático, una contradictio in terminis para la mentalidad moderna e ilustrada. Se sabe de la existencia de una matemática mística en el Renacimiento (y aún hoy) y de una geometría sagrada en el Edad Media. Además de físicos y matemáticos, Kepler, Copérnico y Newton tenían creencias religiosas, místicas, teológicas y ocultistas acerca del número y las formas geométricas. Para Galileo, según parece, las matemáticas era el lenguaje con el que Dios había creado el universo. Hay muchos más ejemplos, y no tan lejanos en el tiempo, si bien ninguno de ellos creó una secta ni hizo milagros. En cambio, Pitágoras era un matemático capaz de hacerlos.
Al menos eso es lo que dice la leyenda, y la mayor parte de lo que se sabe sobre su biografía pertenece a ese género. Entre sus posibles maestros se menciona a Tales de Mileto, Anaximandro y al teólogo Ferécides de Siros. Aparte de los años de nacimiento y muerte, se dan por fidedignas varias fechas de su vida. Por ejemplo, se admite que a los cuarenta años abandonó Samos (isla del mar Egeo muy cercana a Asia Menor) huyendo del tirano Polícrates. Alrededor del año 530 a. C. llegó a la colonia griega de Crotona (costa oriental de Calabria), en la Magna Grecia, donde constituyó una secta religiosa que incursionó en actividades políticas y se expandió rápidamente por el sur de Italia. Sin embargo, en lo que hace a lo demás –su enseñanza, hábitos, viajes, formación místico-filosófica, brujerías, etc.– se reparte entre la leyenda y una serie de hipótesis más o menos aceptadas entre los historiadores, comentaristas y biógrafos. Sobre todo, respecto de la teoría matemática que impartió a sus discípulos más sobresalientes: los matemáticos Filolao y Arquitas de Tarento. Al primero se le atribuye el postulado de que la Tierra no era el centro del universo y, al segundo, haber instruido a Platón en los arcanos pitagóricos.
Se afirma que los iniciados donaban todas sus posesiones a la secta y, al principio, recibían las enseñanzas de Pitágoras separados de este por un velo. Estos principiantes eran llamados “exotéricos” (del griego exoterikós: “externo”) porque se hallaban en el exterior del espacio del maestro. Para atravesarlo debían transitar por varias pruebas, como guardar voto de silencio, asumir una vida ascética, practicar el vegetarianismo y usar ropajes blancos. El iniciado debía soportar una etapa de prueba de tres años y guardar silencio durante cinco, después de lo cual conseguía acceder al otro lado del velo donde, por fin, veía a Pitágoras. A partir de allí se denominaban “esotéricos” (“interior”, “íntimo”). Los desertores se declaraban muertos. La jerarquía de la secta se organizaba en dos grupos: los “acusmáticos” (de akousmatikos: “relativo a los que escuchan”) y los “matemáticos”. Los primeros escuchaban las lecciones básicas de Pitágoras, sin derecho a pedir ninguna explicación. Los segundos podían conocer razonamientos más avanzados. Estos saberes secretos se comunicaban por medio de aforismos – como las sentencias de las religiones mistéricas –, los “acusmata”, que se repetían a modo de plegaria.
El pitagorismo era una forma de vida regulada por estrictas reglamentaciones, hábitos austeros y prohibiciones alimenticias. Se admitían varones y mujeres con las mismas condiciones y la propiedad era comunitaria. Los pitagóricos eran vegetarianos pero, en apariencia, Pitágoras solo no comía ciertas partes de los animales: las entrañas, los genitales, la médula ósea, los pies y la cabeza. Los principiantes, en cambio, estaban autorizados a comer cualquier clase de carne, salvo la de buey (necesario para el trabajo con el arado) y la de carnero. La ingesta de pescado, por otra parte, era severamente regimentada. Aún más raro: estaba absolutamente prohibido comer habas, ya que la religión pitagórica relacionaba a estas legumbres con la reencarnación del alma humana, que era inmortal. El modo de vida de los pitagóricos perseguía la unión con lo divino: la unio mystica. De mismo modo que el orfismo, que proveía a los seres humanos de un origen sobrenatural al que se debía retornar en vida, Pitágoras juzgaba al alma como la parte divina del hombre.
La secta llegó a alcanzar un despliegue territorial considerable. En su momento de auge había tendido una influyente red en las ciudades más importantes del sur de Italia y Sicilia, a través de la cual sus miembros ejercían la protección mutua. Los pitagóricos usaban contraseñas para reconocerse y ayudarse en situaciones de peligro. De hecho, se relatan en la antigüedad numerosos episodios sobre pitagóricos que requieren el auxilio de sus compañeros y así logran salvarse de circunstancias adversas y riesgosas. En la Carta VII, Platón dice que Arquitas procuró rescatarlo del cautiverio que le había impuesto Dionisio II de Siracusa, en una de sus aventuras políticas en la ciudad siciliana, mediante una carta y enviando un barco, lo que confirma la solidaridad pitagórica con los amigos y la buena vecindad de Platón con los pitagóricos. El filósofo neoplatónico neopitagórico Jámblico de Calcis (siglo III) asegura que Filolao entregó a Platón diversos escritos de los pitagóricos, entre ellos el único libro que algunos estudiosos le adjudican a Pitágoras: el Discurso sagrado.
Se acepta sin grandes objeciones que el comportamiento de la secta era cerrado y elitista (los iniciados, en general, procedían de las clases altas) y que, a medida que se expandía y crecía su influencia en las poleis italianas, aumentaron las acusaciones sobre sus propósitos políticos como tiránicos y aristocráticos. En Crotona estalló una violenta revuelta popular contra los pitagóricos y rápidamente se propagó a las demás ciudades. Estos tumultos pusieron fin a la secta y posiblemente a la vida de Pitágoras en la ciudad de Metaponto, próxima a Crotona, luego de escapar de la turba. La leyenda dice los pitagóricos se habían reunido por la noche en la casa de un miembro de la secta y el populacho prendió fuego al edificio, ocasionando la muerte de Pitágoras. La secta desapareció, no los pitagóricos. Algunos miembros regresaron a sus lugares de origen y, entre ellos, como Filolao y Arquitas, hubo quienes continuaron con las actividades políticas. Se supone que todavía hacia finales de la república romana (siglo I a. C.) se podía visitar la tumba de Pitágoras en Metaponto.
Existen distintas versiones acerca de las nigromancias de Pitágoras. Entre ellas que soportaba extensos períodos de tiempo sin comer ni beber y que era capaz de estar en varios lugares a la vez. Algunas historias refieren que fue visto a la misma hora en dos ciudades diferentes ubicadas cada una de ellas a los lados del estrecho de Mesina, el cual separa a Sicilia de la península itálica. La leyenda dice que poseía un muslo de oro como señal de su padre Apolo (Pitágoras significaría “anunciado por Apolo”), y de su iniciación en el chamanismo. También era adivino y curandero. Vaticinó terremotos, vio un cadáver en un barco antes que llegara a puerto, predecía la pesca de los pescadores y curaba enfermedades y dolencias sólo con la palabra, la poesía y la música. La antigüedad está llena de relatos acerca del poder de su discurso, como expresan las distintas historias acerca de muchedumbres hipnotizadas por su palabra. De cualquier manera, la leyenda del Pitágoras brujo y chamán no dejan de ser puramente anecdótica y palidece si se la compara con el legado matemático.
El famosísimo teorema de Pitágoras acerca de los triángulos rectángulos establece que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Con certeza, no ha llegado ninguna demostración del teorema realizada por el maestro de los pitagóricos. Sin embargo, los antiguos matemáticos griegos le conceden diversas demostraciones, las cuales finalmente se exponen con prolijidad, hacia el 300 a. C., en la obra de geometría y matemáticas más importante y crucial de la historia de Occidente, los Elementos de Euclides. El teorema se halla en el Libro I, Proposición 47, en un contexto de áreas de figuras. Pitágoras vuelve a aparecer en el Libro VI acerca de las proporciones y en el X sobre las raíces cuadradas. A la Proposición 47 le sigue la 48, considerada de un gran valor lógico, donde Euclides demuestra el inverso del teorema pitagórico: si en un triángulo rectángulo, el cuadrado de un lado es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados, el ángulo que estos forman es recto.
El teorema de Pitágoras ostenta el mayor número de demostraciones efectuadas con los más diversos métodos. En la Edad Media se imponía plasmar una nueva demostración del teorema para obtener el grado de Magister matheseos (maestro de matemáticas). Actualmente el teorema se emplea en muchos procedimientos matemático-científicos, en especial en el cálculo de longitudes, áreas y volúmenes de figuras. También cuando se traza las coordenadas cartesianas en el plano y en el espacio. En todo el cálculo funcional se halla la relación pitagórica al considerar las gráficas y = ƒ(x) en referencias cartesianas. El teorema está en la totalidad de la trigonometría y, por ello, en la topografía, en la cartografía, en la navegación marítima y aérea, en la arquitectura, la ingeniería. Irónicamente el teorema permitió a los pitagóricos el descubrimiento de un tipo de número –los hoy llamados irracionales, es decir, cualquier número real cuya fracción no es ni exacta ni periódica– que refutaba la filosofía matemática de Pitágoras. Esto es, si los catetos de un triángulo rectángulo isósceles valen 1, su hipotenusa vale una cifra irrepresentable en una fracción de números enteros. Los catetos y la hipotenusa de este triángulo son inconmensurables entre sí, y como tal no se adecuan al sistema pitagórico, en el que los números son exactos.
Uno de los conceptos esenciales en el pitagorismo es la tetraktys o “década”, un triángulo de 10 puntos colocados en cuatro líneas, el conjunto de los cuatro primeros números, cuya suma daba como resultado el 10, el número perfecto. El universo numérico pitagórico no incluía el cero. Los pitagóricos definían al número de tres maneras: como una “multitud limitada”, un “amontonamiento de unidades” y una “cantidad que fluye”. Se sabe que entre siglos VI y V a. C. no distinguían los números de los puntos geométricos, a los cuales concebían como esferas minúsculas. De modo que un solo punto –la prefiguración del Uno de la metafísica– era el principio de todas las cosas y estaba privado de dimensiones, dos puntos integraban una recta y componían la dimensión 1, tres puntos no alineados eran un triángulo y generaban la dimensión 2 y cuatro puntos que no se dispusieran en un mismo plano creaban un tetraedro o dimensión 3. Así la sucesión punto, línea, triángulo, tetraedro, se transformaba en punto, línea, cuadrado, cubo. Los pitagóricos combinaban puntos en unidades superiores y de complejidad progresiva: los puntos formaban líneas y estas planos que su vez engendraban superficies, las cuales generaban cuerpos sólidos.
La matemática del pitagorismo dotaba a los números de cualidades místicas y morales. El 1 era la causa de todos los números, por ejemplo, y símbolo de la inalterabilidad aritmética (Pitágoras lo llamaba “mónada”: “uno”, “único”). El 2 –la “diada”– significaba la dualidad, la diversidad, porque de allí venía el fluir y la generación de las cosas, de modo que se lo suponía el principio femenino. El 3 era la tríada, símbolo masculino de perfección y armonía, y surgía de la relación de la mónada y la diada (1 + 2 = 3). El 4 representaba la ley universal (4 = 2 + 2), causa y efecto de todos los grupos naturales cuaternarios, como los elementos (tierra, agua, fuego y aire), los puntos cardinales o las estaciones del año, y también de la división pitagórica de las matemáticas (aritmética, música, geometría y astronomía). El 5 era el número emblemático del pitagorismo, la unión de la diada y la tríada, de lo femenino y lo masculino, la cantidad de los poliedros regulares, el centro aritmético de los nueve primeros números de la tetraktys y de sus equidistantes, es decir, 1 y 9, 2 y 8, 3 y 7, 4 y 6. En fin, el 10 conformaba el número perfecto, símbolo de la divinidad y del universo, ya que derivaba de los cuatro primeros números (10 = 1 + 2 + 3 + 4) que definían la escala musical y la armonía, y su contenido matemático aparecía como inescrutable: en él había pares e impares, números primos (1, 2, 3, 5, 7) y compuestos (4, 6, 8, 9, 10).
En el capítulo V del Libro I de la Metafísica, Aristóteles comenta las creencias pitagóricas y analiza en parte la doctrina de los números. El fragmento es la exposición sobre el pitagorismo en la que más confían los especialistas. Según Aristóteles, los pitagóricos postulaban que todos los entes que existían, la totalidad del cosmos, desde el cielo a la música, eran números. Ahora bien, estos no coexistían con las cosas sino ellas mismas –en sí mismas– consistían en propiedades y relaciones numéricas. En una palabra, los números componían la esencia de todos los seres y cosas y del universo en general. Para los pitagóricos, el devenir del mundo era simplemente (o no tan simplemente) determinado por los números. En tanto eran la realidad real, por decir así, no había diferencia sustancial entre ellos y el universo, entre el orden de este y el numérico. En este misticismo de las matemáticas, sin duda, el matemático era más bien un teólogo, un sacerdote encargado de develar todos los misterios.
De todas maneras, y aunque parezca anacrónico, esta confluencia de pensamiento mágico y matemáticas no ha desaparecido –lo que haría de Pitágoras, salvando las distancias, un contemporáneo–, y no sólo porque hay gente devota de la oniromancia de los números o de la simbología sagrada de estos. Sucede además que muchos matemáticos y físico-matemáticos, creyentes o ateos, creen como los pitagóricos que la esencia del universo y de la naturaleza es matemática. Es cierto que no llegan al extremo de la numerología mística pitagórica y difícilmente aceptarían ser identificados como místicos. No obstante, sin exagerar puede denominarse “neopitagorismo” a esa tendencia en absoluto matematizante del mundo que lleva adelante el conocimiento científico. La misma que ya el filósofo y matemático Edmund Husserl, en los años 30 del siglo pasado, criticaba en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología con incierta suerte y escasa recepción de aquellos a quienes estaba dirigida.
*Doctor en filosofía, escritor y periodista
La era del kitsch (Alción Editora) es su último libro
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