CULTURA
Fuentes Cortzar

Historia de dos que soñaron

Embajadores de la literatura latinoamericana del siglo XX, tanto Fuentes como Cortázar son la prueba fehaciente de una sólida tradición literaria. Adelanto del libro que explora las relaciones entre los autores y sus países.

Adelanto. Tapa del libro de próxima aparición que indaga en la fructífera relación de dos gigantes de las letras latinoamericanas.
| J.T.

Entre las múltiples anécdotas que testimonian los encuentros culturales entre México y la Argentina, ninguna me resulta tan elocuente como la relatada por Edgardo Cozarinsky en su mítico Museo del chisme, que transcribo con deleite: “Entre 1936 y 1938, Alfonso Reyes fue embajador de México en la Argentina. Notorio ladies man, el gran escritor y erudito se enamoró apasionadamente de una actriz porteña, popularísima en el teatro de boulevard y más tarde en el cinematógrafo. Para la diplomacia de la época, esa desaprensión era censurable y el embajador fue advertido de su imprudencia por el ministro de Relaciones Exteriores de su país. Observó la discreción pedida durante unas semanas y volvió luego a su vida habitual. Una segunda advertencia llegó muy pronto; la siguió un nuevo período de recato y un nuevo regreso a la indolencia. Un tercer, definitivo mensaje, apuró la conclusión. Su forma habría sido la de un telegrama como sólo un presidente puede enviar a través de los servicios telegráficos normales: Reyes, la embajada o la puta. Cárdenas”. Este testimonio, amén de abonar los pasillos de la picaresca latinoamericana, mueve a pensar de una manera en la que poco suele repararse entre el contacto de dos culturas, dos personas o dos naciones: una fascinación auténtica y voluntad de diálogo con y por el otro, o para decirlo con Hans-George Gadamer, “el lenguaje sólo tiene su verdadero ser en la conversación, en el ejercicio del mutuo entendimiento”. La historia política y cultural entre México y Argentina se ha visto robustecida por intereses comunes y un relación de correspondencia fecunda y solidaria. En el aspecto político, el apoyo del Estado mexicano fue una realidad para numerosos intelectuales y profesionistas sudamericanos que tuvieron que abandonar su país durante la última dictadura, encontrando en México la posibilidad de trabajo y un hogar, lo que nutrió los horizontes culturales mexicanos –sobre todo universitarios– propiciando un contagio que al día de hoy sigue rindiendo sus frutos.

En el ámbito artístico los puntos esenciales han sido la música, la plástica y los profusos laberintos de la cultura popular; sin embargo, el contacto más evidente y notable –descontando desde luego las relaciones promiscuas entre el tango y el bolero, tema de un ensayo paralelo– ha sido el que atañe a la literatura, donde Buenos Aires y la ciudad de México supieron ser, durante buena parte del siglo XX, las capitales editoriales del idioma.
Entre los múltiples escritores interesados en una y otra realidad –Octavio Paz fue un lector entusiasta de Enrique Molina y Alejandra Pizarnik así  como Borges lo fue de Reyes y Arreola– pocos fueron tan constantes en sus pasiones correspondidas como Carlos Fuentes con Argentina y Julio Cortázar con México, un diálogo permanente que Luisa Valenzuela –testigo y protagonista de una época dorada– ha sabido condensar en las páginas de Entrecruzamientos, suerte de álbum personal en el que a través de una lectura complementaria de ambos autores y sus diversas circunstancias logra, desde la intimidad y el afecto, trazar el perfil de una época que puede ser leída a través de los recortes de su memoria, en un collage que deja ver los puentes y las relaciones entre dos de las escritores más célebres de América Latina, figuras tutelares de un mundo que ya no existe y a no dudarlo los últimos ejemplares de su especie: temperamentos con vocación universal.

El libro, aunque más preciso sería decir el álbum, repasa distintas aristas de Fuentes y Cortázar, sus puntos de convergencia –ambos nacieron en un país que no era el suyo– disidencia –ahí donde uno descuella como novelista otro lo hace como cuentista– y las relaciones que tuvieron uno y otro respectivamente, tanto con México como Argentina. En ese sentido y por la manera de organizar los materiales, Entrecruzamientos puede ser leída bajo la lógica de una cámara de maravillas relatada por una narradora diligente: más había una voz que había una vez.

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Por ello mismo, resulta fascinante saber que la pasión de Cortázar por México –que atraviesa su obra en textos canónicos como Axolotl o La noche boca arriba– es muy anterior al fenómeno masivo que suscitaría Rayuela en la patria tricolor, donde cuando menos dos generaciones de lectores mexicanos se entregarían devotos a su figura y a su prosa. A finales de los años treinta, Cortázar soñaba con conocer una tierra en la que, según sus palabras, “ha vivido (pese a las encontradas tendencias de los gobiernos) una juventud llena de ideales, trabajadora y culta, que apenas se encuentra en Buenos Aires. Me gustaría poder apreciar por mí mismo si todo lo que me han contado de México es cierto: desde las pirámides aztecas hasta la poesía popular” Corría el año de 1939 y por razones materiales no realizará su sueño sino hasta 1975, cuando fue entrevistado por el poeta Eduardo Lizalde (la entrevista puede cotejarse por YouTube).

Caso contrario fue el de Carlos Fuentes. Hijo de diplomático que pasó el final de su adolescencia golfeando por Buenos Aires, luego de haber vivido en Chile y los Estados Unidos, acá aprendió tango, pateó la noche y se hizo hombre.

En un texto nunca publicado en español, “How I started to write”, Fuentes confiesa: “En Buenos Aires perdí mi virginidad. Vivíamos en un edificio de departamentos en la esquina de Callao y Quintana, y después de las 10 am, nadie excepto yo y una hermosa dama checa, cuyo esposo era un productor de cine, estábamos allí…Nos hicimos muy felices mutuamente. También muy desdichados: eso no era la libertad del amor, sino su variante libertina: nos amábamos a escondidas. Yo era muy joven para ser un verdadero sádico. Por eso tuvo que terminar”.

Fuentes siempre profesó una irredenta pasión por Buenos Aires, ciudad que le pareció, hasta el final de sus días, “la más hermosa, sofisticada y civilizada de América Latina” y se aficionó a las orquestas de tango de Canaro, D’Arienzo y Aníbal Troilo. Años después describirá de esta manera a la reina del Plata: “Buenos Aires es una ciudad única: no se parece a nada porque es de todas partes. Buenos Aires es una ciudad española pero también italiana. Es ciudad judía, rusa y polaca. Es ciudad de putas francesas y padrotes que las acompañan. Es la ciudad del tango y el tango sólo se parece a sí mismo”.

Por su parte Cortázar, verdadera máquina de producir asombros, al margen de pasar una temporada en las playas del Pacífico mexicano –lugar de ensueño de donde brotará el onírico e inconseguible Cuaderno de Zihuatanejo– describirá como nadie algunos de los encantos del primer puerto del continente, una leyenda en sí misma de donde provenía la familia de Fuentes: “Qué cosas pasaban en Veracruz. Llegados de noche al hotel Mocambo, del que se hablará en su momento porque un cronopio puede olvidarse de cualquier cosa menos del hotel Mocambo, nos fuimos mi mujer y yo con loables intenciones gastronómicas… En vez de hoteles hay quienes prefieren la sociología y en ese caso yo propongo ir a un lugar cercano a Veracruz y que contesta al inquietante nombre de Mandinga. No sólo hay los mejores camarones de la galaxia, sino que con un poco de oído se harán descubrimientos sorprendentes”. En Mandinga el argentino se mostrará sorprendido por las coplas de los decimeros –suerte de payadores de la costa– que improvisan al vuelo con un nutrido rosario de obscenidades y procacidades que divierten a todos y no asustan a nadie, dando ocasión de reflexiones peregrinas al cronopio.

Pero las relaciones no se agotan ahí (de hecho, más bien nunca). En 1975 Cortázar escribió el argumento de Fantosmas vs. los vampiros multinacionales, que sería un éxito de kioscos publicada por el periódico mexicano Excélsior, vocero líder de la época. A su vez Fuentes, siempre interesado en definir las realidades circundantes a su paso, expresará con arrojo: “el espacio mexicano es cerrado, celoso y autocontenido. En contraste, el espacio argentino es abierto y dependiente de lo foráneo: migraciones, exportaciones, importaciones, palabras. El espacio mexicano fue sacralizado cientos de años atrás. El espacio argentino espera por su profanación horizontal”.  

La simetría entre ambos es tan cabal que alcanza incluso sus puntos flacos. Para nadie es un secreto que tanto los últimos años tanto del argentino como los del mexicano estuvieron marcados por un declive de lo que fueron sus mejores momentos; el compromiso político de Cortázar toca algunos de sus textos, dándoles un sesgo ideológico que sólo demuestran que se trataba de un hombre de nobleza absoluta (empero su último libro, Deshoras, cuenta con al menos tres cuentos formidables). El caso de Fuentes también atestigua una sima: el consenso es general al respecto de que su obra novelística se cierra con la publicación de Terra nostra en 1975 (a título personal prefiero al Fuentes cuentista, al estupendo autor de Los días enmascarados, Cantar de ciegos y Agua quemada).

Si bien para la crítica literaria y cierta parte de la comunidad lectora, la obra de ambos se ve ensombrecida por el mito que los circunda y aún por su desempeño en los años finales, considero injusta y sobre todo escasa de miras la opinión que no calibra su importancia como embajadores culturales. La relevancia de Cortázar y Fuentes no puede reducirse a sus libros: su legado vivo es también la proyección que supieron darle a América Latina en el mundo entero; la capacidad de hablar de tú a tú con los principales polos de la cultura y demostrar que desde el subdesarrollo y la carencia es posible construir literatura de la más alta factura.

La deuda que tenemos con ambos personajes alcanza para redimir a los que escriben en el presente, clausurando complejos atávicos y planteando otros desafíos y vastos horizontes que un latinoamericano medianamente consciente está obligado a observar.

Volver a la obra de estos autores puede ser una vacuna contra el abuso de la ironía cretinizante, el clasemedierismo espiritual y la mediocridad campante en la mayor parte de la literatura latinoamericana del presente, con la renovada certeza de que es posible escribir a hombros de gigantes.
Una heredad, una crítica y una esperanza cuyo próximo entrecruzamiento natural será la inminente Feria Internacional del Libro en Guadalajara.

 

Encuentros

Luisa Valenzuela

Julio Cortázar, Carlos Fuentes. Al argentino lo conocí en México, al mexicano en París, lindo entrecruzamiento, pero ¿qué importancia pueden tener las precisiones geográficas cuando el primero nació en Bruselas y el segundo en Panamá y sin embargo, encarnaron el espíritu de la Argentina y de México respectivamente, países que les corrían por la sangre no sólo gracias al origen familiar, sino también a causa de una pasión a la que supieron serle fiel a lo largo de sus vidas, residieran donde residiesen?

Cuando digo que los conocí hago referencia al momento en que estrechamos las manos o nos unimos en un abrazo amistoso. Porque conocer, a un escritor, se lo conoce en su imaginación, en su fantasía, en los sueños y desvelos que vamos poco a poco descifrando en las páginas de sus libros. Hay una intimidad allí, una relación que se entabla entre quien ha escrito y quien lee, no siempre superable por el encuentro personal. Salvo en casos como el de estos hombres, que en carne y hueso resultaron ser tan magnánimos y magníficos como en sus páginas impresas. Cada uno en su estilo, el introvertido y el extrovertido, el centrípeto y el centrífugo, pero con sorprendentes convergencias. Por eso me he lanzado a la aventura de tratar de narrar cómo los vi, cómo los leí y los sigo leyendo, a Carlos Fuentes y Julio Cortázar, norte y sur de una brújula orietándonos por los mejores caminos de lectura (…)

¿Fue en 1975 o fue en 1976, nefasto para los argentinos, cuando por fin pude conocer personalmente a Julio Cortázar? Lamento no haber llevado jamás un diario de esos temas importantes, a lo largo de los años sólo fui anotando en vagas y dispersas libretas mis vagas y dispersas divagaciones sobre el misterioso acto de escribir o más bien la ansiedad por no estar escribiendo, como si escribir fuera un mandato insoslayable. Y fui anotando mis amores, más los frustrantes que los felices porque, al fin y al cabo, ¿para qué sirve un diario íntimo si no es para echar pestes y quejarse a lo bruto?