CULTURA
Demonios, espíritus, telepatía, conjuros

Huellas del esoterismo y las ciencias ocultas en la literatura del río de la plata

Fantasmas, contactos telepáticos, premoniciones y levitaciones son acaso un conjunto de piezas que recorren una fecunda tradición literaria, inaugurada en la región a mediados del siglo XIX, que hoy continúa vigente. ¿Qué autores y autoras y de qué manera abordan ese otro lado de la realidad cotidiana?

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Con nombres –a nivel global– como Pessoa, Kipling y Crowley, las ciencias ocultas han desvelado a innumerables escritores en pos de una realidad paralela a la cotidiana. | WILLIAM BLAKE The Ancient of Days, 1794

En un poema titulado Mr. Sludge, the Medium [El señor Sludge, el médium], Robert Browning cuenta la historia de un falso médium que estafa a un millonario estadounidense, recientemente viudo y obsesionado con comunicarse con el espíritu de la mujer muerta. Eventualmente, Mr. Sludge es descubierto por el millonario, y este amenaza con ir a la policía en caso de que el impostor no explique su historia y las circunstancias que lo llevaron al fraude. 

Borges, en la clase N° 19 de su Curso de Literatura Inglesa en la Universidad de Buenos Aires, repasa la obra del victoriano y termina resumiendo así el poema: “Y el otro [Sludge] dice que oyó hablar de espiritismo y pensó que podía aprovecharlo, que no es difícil engañar a personas que están deseosas de ser engañadas. Que en realidad los engañados por él –sin excluir al propio señor iracundo que lo amenaza– han sido cómplices, han cerrado los ojos ante mentiras burdas”. Finalmente, el farsante muestra que llevaba las cartas de la difunta escondidas en la manga del saco y que, a pesar de todo, creía que hay algo verdadero en el espiritismo, creía en el otro mundo.

Browning es solo un nombre más que se agrega a una larga agenda de autores que se han acercado en obra y a veces en cuerpo a las ciencias ocultas: Dickens, Conan Doyle, Yeats, Pessoa, Kipling, en tierras y tiempos lejanos; Claudia Aboaf, Daniel Guebel, Mercedes Araujo, Selva Almada, Mariana Enríquez, aquí, hoy.

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Este marzo pasado, Mardulce nos ha acercado El demonio telepático, obra del narrador, ensayista y traductor argentino Diego Vecchio, que aborda la obra de uno de los grandes raros uruguayos: Mario Levrero. La telepatía, el esoterismo y la parapsicología en el escritor uruguayo, los fenómenos presentes en sus libros manifestados en la aparición de fantasmas, contactos telepáticos, escrituras automáticas, premoniciones y levitaciones, dan cuenta de que una tradición literaria inaugurada a mediados del siglo XIX en el Río de la Plata sigue vigente. Y no es extraño que estas inquietudes hayan emergido en la literatura en ese momento, “después del cristianismo y antes del psicoanálisis”, como dijera Piglia alguna vez. Vecchio, ensayista argentino ahora residente en París (donde dicta clases de literatura hispanoamericana y talleres de confección de lenguas imaginarias y espectrales) vuelve a esos orígenes y nos comenta: “El espiritismo es una religión inventada en el siglo XIX, fundada en una novedad: la posibilidad de conversar con los muertos. Hasta entonces era muy difícil conversar con los habitantes del mundo de ultratumba en la medida en que con el cristianismo, una vez que un difunto pasaba del otro lado, era inmediatamente trasladado al cielo, al infierno o al paraíso, y no existía ninguna posibilidad de retorno. Hubo que esperar a que el cristianismo se replegara como religión hegemónica para liberar las voces de los muertos”.

Por su parte, Soledad Quereilhac, investigadora especialista en la relación entre la literatura, la divulgación científica y el ocultismo de entresiglos (y autora de Cuando las ciencias despertaban fantasías. Prensa, literatura y ocultismo en la Argentina de entresiglos), hace hincapié en la posibilidad que brinda el espiritismo como ciencia científica, como posibilidad de expandir los horizontes del saber en ese período. Nos comenta que “a partir de la segunda mitad del siglo XIX, lo que en la época se englobaba dentro de las ciencias ocultas fue cobrando cada vez mayor visibilidad pública –explica–. Su proliferación como práctica y como discurso dentro del amplio espectro de discurso social es incomprensible si se la desliga del desarrollo científico en general, y del lugar de prestigio y legitimidad de las ciencias y los científicos en el siglo XIX en particular”.

Para la escritora Mariana Docampo (activa interesada en las prácticas y costumbres esotéricas, y autora de la novela Estrella negra, publicada recientemente por Leteo), en la cultura occidental hubo siempre un temor a lo oculto, pero esas “prácticas y saberes ancestrales que circularon por fuera de los dispositivos de legitimación de las creencias hoy son de fácil acceso”, agregando que hoy en día “el tarot, la astrología, las geometrías sagradas, todo está a nuestra disposición en internet, tanto si queremos aprenderlo como si queremos practicarlo”. 

Con una visión similar, en El demonio telepático, Vecchio, partiendo de una cita que Levrero le atribuye forzosamente a Freud (el epígrafe al comienzo de Fauna, de 1987: “Si volviera a vivir, me dedicaría a la investigación parapsicológica y no al psicoanálisis”), llega a la conclusión de que el uruguayo se presenta como una suerte de “Robin Hood del inconsciente que les roba prestigio a las teorías ricas (digamos psicoanálisis) para dárselo a las teorías menesterosas (digamos parapsicología)”. 

Y es que este costado siempre ha sido una especie de creatura del Barón Frankestein, un rejunte de saberes residuales, construido, como afirma Vecchio, “a partir de los restos inasimilados e inasimilables por las otras ciencias”. Algo que se había comentado una vez en boca de Hamlet: “There are more things in heaven and earth, Horatio, that are dreamt of in your philosophy” [“Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horatio, que las que sueña tu filosofía”].

Algo semejante nos comenta Soledad Querilhac: “Las ciencias ocultas son hijas directas de los grandes descubrimientos científicos y sobre todo de ese efecto de asombro frente al descubrimiento de que lo que antes se hubiera creído parte de lo mágico ahora era una realidad: el fonógrafo, los rayos X, la vida vislumbrada a través del microscopio, el manejo de la electricidad, el conocimiento del cielo y los astros. Si todo aquello –se pregunta– tan mágico, tan, a la vez, fantasmagórico, era una realidad comprobable, ¿por qué no lo sería la telepatía o la comunicación con el más allá?”.

La cuestión es que, como todo relato fantástico, las ciencias ocultas se encargan de la otredad. Por eso, para Docampo, el género literario por excelencia que dio cuenta de ese otro lado es la literatura fantástica. 

Podríamos decir que, en el relato fantástico, la otredad irrumpe en la cotidianeidad, mientras que en las ciencias ocultas, desde la cotidianeidad se busca la otredad. A esto puede referirse Vecchio cuando habla de que Levrero, en Desplazamientos (1987), París (1980), o El alma de Gardel (1996), “busca percibir una dimensión ignorada del mundo, que no se reduce a las tres dimensiones conocidas, ni se limita a una sustancia puramente sensible, ni se deja capturar en los conceptos de espacio, tiempo o causalidad”. En este sentido, el mismo Levrero escribe: “Por mis veinticinco años se había abierto en mí una puerta hacia el mundo espiritual, y poco a poco se fueron dando experiencias extraordinarias que me hicieron saber que la realidad tiene muchas más dimensiones de las que creía”. 

Algo parecido cuenta Docampo acerca de su propia experiencia: al recordar cómo fue ingresando el esoterismo en su vida y en su obra, piensa puntualmente en la visita a una médium en uno de sus viajes por Islandia; visita que, aunque no fue la primera a una médium, sí fue la definitiva. Cuando regresó, escribió Estrella negra, y al mismo tiempo comenzó a estudiar tarot, a dibujar geometrías, mandalas, practicar meditación, registros akháshicos. “Siempre hubo una inquietud mística en mi vida –recuerda–. Fui criada en la religión católica, con todo lo malo que ella tiene (el dogma, la moral, la censura) pero también, con lo positivo: una experiencia de lo simbólico, lecturas espirituales, conexión con un sentido más elevado, experiencia de la fe, y una esperanza, un sentido”. 

Argentina, habiendo nacido en el siglo XIX, contiene desde sus orígenes el gen positivista, y habiendo su literatura nacido a mediados del siglo, ha absorbido también el gen espiritista, estando ambas esferas solapadas más de lo que pensaríamos. 

Tomemos aquel pasaje de Una incursión a los indios ranqueles (1870) en que la hermana del sargento Gómez se presenta ante Mansilla al enterarse, mediante un sueño, de que su hermano había muerto: “El sueño de la hermana de Gómez había tenido lugar precisamente en el momento en que este estaba en capilla, recibiendo los auxilios espirituales. Un hilo invisible y magnético une la existencia de los seres amantes que viven confundidos por los vínculos tiernísimos del corazón”. O pensemos también en Sarmiento, para no perder el hilo de las posibilidades telepáticas que veían nuestros autores decimonónicos. En La vida de Dominguito (1886), Sarmiento escribe: “Hoy se admite la existencia del éter, que no puede ser ni imaginado siquiera, tan desleído que llena el universo, conduce la luz, la electricidad por oleadas como quieran y está por tanto dentro de nosotros mismos, como si viviéramos dentro de un mar que nos penetra y nos une al mismo tiempo. ¿Por qué no han de tocarse así los cerebros y agitarse en dos por simpatía la misma idea?”.

Algo de esa antorcha ha perdurado en el traspaso literario, y sucede que, como nos dice Quereilhac, ya pasadas varias décadas, “no era infrecuente la práctica de la hipnosis en reuniones sociales o tertulias. Vale recordar que en la novela Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal, cuya trama se desarrolla en los años 20, se narran juegos de hipnosis en la sala de las hermanas Amudsen, a la que asisten los álter ego de Borges, Scalabrini Ortiz y otras figuras”. A su vez, en los archivos de diferentes bibliotecas, la autora ha podido leer “narraciones manuscritas de sesiones espiritistas de Miguel Cané y de Ricardo Rojas; he encontrado a Leopoldo Lugones en la revista teosófica Philadelphia, cuyos artículos firmaba como “Miembro de la Sociedad Teosófica”, en la rama argentina “Luz”, y destaca que “el propio Arlt debuta en los diarios porteños con su texto Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires (1920)”.

Y si tenemos en cuenta que Miguel Cané ha escrito cuentos como El canto de la sirena (donde recoge aquel pasaje de Poe que dice: “¿Qué canción cantaban las sirenas? ¿Qué nombre tomó Aquiles al volverse entre las mujeres? Cuestiones difíciles en verdad, pero no más allá de toda investigación”); que Ricardo Rojas ha escrito, por ejemplo, La psiquina; y que Leopoldo Lugones nos ha dado, entre muchas otras cosas que vienen al caso, Las fuerzas extrañas, uno podría pensar que este período de solapamientos de saberes, de solapamientos de saberes y desconocimientos, de prácticas e imaginarios, ha sido un hervidero de narraciones fantásticas que hacen del período entre 1870 y 1910 uno de los más fructíferos de nuestra literatura. Tal como expone Quereilhac, “La literatura de estos autores y de muchxs otrxs –Juana Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla, Ricardo Rojas, “Raúl Waleiss” (Luis V. Varela)– tomó una superposición existente en la cultura de su época y a través de una lógica fantástica o de temprana ciencia ficción, potenció ese cruce, lo agrandó, lo llevó a terrenos aún inexplorados”.

Y es que, efectivamente, podríamos decir que lo fantástico y lo sobrenatural nacen como un extrañamiento en los países reformados, cientificistas e industriales. Vecchio explica: “Los dioses antiguos se han retirado del mundo y Dios ha muerto. Aparentemente vivimos en un mundo cada vez más desencantado, que reemplazó la magia por la religión y la religión por la ciencia y la técnica, en un proceso de creciente racionalización. Pero las creencias mágicas persisten y resisten conflictivamente, transformadas en saberes o ficciones literarias”. Y al final, Vecchio retoma, como Quereilhac, la figura pionera de Arlt: “La tradición ocultista que existía a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, que se deja leer en un opúsculo como Las ciencias ocultas en el Río de la Plata, que Arlt publica en 1920, se prolonga en la segunda mitad del siglo XX en textos como el Manual de parapsicología de Levrero, pero también en El jardín de las máquinas parlantes de Laiseca o Los muertos no mienten de Luis Gusmán”.

Podríamos pensar que la literatura fantástica de tópico cientificista fue uno de los medios de abordaje a aquel dilema que aqueja o que seduce a cualquier alfarero de la lengua: ¿cómo se aplica la lengua al “más allá”? ¿Cómo se ilumina la sombra sin que pierda su carácter de oculta? ¿Qué se pierde en todo esto?

Docampo no cree que haya forma de presentar fielmente la experiencia esotérica o la revelación mística a través del lenguaje: “Al traducirse a lenguaje, la experiencia disminuye. Es como regresar de un viaje maravilloso con tres palitos escuálidos. Hay un cuento muy lindo de Silvina Ocampo que da cuenta de eso, un poco en clave humorística, pero es tal cual: Los sueños de Leopoldina. Una mujer que puede traer cosas de los sueños, y trae piedritas, hojitas, pavaditas que no valen nada, en vez de traer joyas y riquezas”. Y agrega la novelista, autora de La fe, el Tratado del movimiento y V: “En mi experiencia, cuando escribía Estrella negra, era como regresar de un viaje maravilloso y luego abrir la mano y tener esos tres palitos escuálidos. La experiencia de lo esotérico es por fuera del propio proceso de la escritura literaria, y hay un regreso a esa zona, munidx de herramientas, para poder trabajar con ellas y recuperar algo de lo visto”.

Para Vecchio, es cuestión de escuchar a los demonios, no en su acepción cristiana como rey maligno, sino en su noción más antigua, a la cual se debe el título del libro, El demonio telepático. Es el daimon, mediante el cual los dioses intervenían en la tierra: “Se ocupaban de encriptar los mensajes en los sueños, gobernar el vuelo de las aves, inspirar a los profetas, y –destaca–, inspirar a los poetas. El demonio es un genio tutelar  que trae mensajes de otro mundo, el mundo sagrado, si se quiere o si se prefiere, el mundo inconsciente”. Y agrega que “escribir consiste en transcribir estos mensajes, llenos de ingenio y de chispa, que nos dicta de tanto en tanto el demonio telepático. Un escritor que desoye a su demonio telepático es un mero dactilógrafo”. 

Por otro lado, para Quereilhac, las ficciones que abordan el cruce entre la ciencia y lo oculto en el período de entresiglos no son casos de pura invención literaria, sino que “se trata de una reelaboración ficcional de materiales existentes en el plano real y en el discurso social. “La literatura construye nuevos ideologemas, donde aparecen representadas y simbolizadas de manera original tensiones que provienen del mundo extratextual, tensiones irresueltas en la cultura como la ambición de hermanar las ciencias con el más allá y los fantasmas –afirma–. La literatura de la época le da vida a ese ensueño utópico, pero también lo reviste de terrores, de desenlaces pesadillescos y de esa intensidad negra que proviene de los coqueteos con la muerte”.

Dicen que para escribir Mr. Sludge, the Medium, Robert Browning se inspiró en una experiencia personal: se presentó junto a su esposa en una sesión espiritista realizada por Daniel Dunglas Home (a quien Vecchio menciona en el capítulo IV de su libro La ciencia de los espectros) y, que al descubrir que la aparición de su hijo muerto (que por cierto ningún hijo de Browning había muerto) no era más que el pie descalzo del falso médium, se indignó rotundamente. No obstante, al final del poema, uno ve que la cosa no es tan fácil, y que no se trata de una mera crítica al espiritismo, sino de algo más profundo que reunía a él mismo y al médium, a los artistas y a los espiritistas, todos como buscadores de la verdad oculta, al comparar la sesión con una obra de Shakespeare: “Espectáculos, entretenimientos pasajeros en una cueva, y usted llega a un palacio: solo mitad real, y usted se adapta, en un sueño, muerte letárgica en vida, y sucede el intercambio de naturalezas, ¡son las carnes transfundidas en almas!”.