No deja de ser extraño que un país con una inflación de 94,8 por ciento anual, en el que cuatro de cada diez niños pasan hambre, todos los medios de comunicación estén pendientes durante horas y horas de un juicio penal. Aunque en el mismo no se juzgue un hecho cualquiera: ocho jóvenes mataron a patadas a otro joven a la salida de un boliche. Mientras tanto, en solo tres semanas, un millón de personas acudió a un cine para ver Argentina, 1985, película que reconstruye un proceso entablado y sentenciado… hace cuarenta años.
¿Por qué esta obsesión argentina por la justicia? Cuando alguna mente enfebrecida decidió autobautizar la dictadura implantada el 24 de marzo de 1976 como Proceso de Reorganización Nacional, seguramente no previó las repercusiones kafkianas que abría. Es que la novela póstuma de Franz Kafka publicada en 1925, tuvo un eco en estas tierras. El protagonista de El proceso, Joseph K., es enjuiciado por señores innominados, condenado por cargos que nadie le formula a través de una sentencia que nadie le lee y ejecutado en una fantasmal escenografía suburbana. Joseph K. reflexiona sobre su propio asesinato: “¡Como a un perro!”. Y la última frase del libro dice: “Era como si la vergüenza debiera sobrevivirle”.
La equivalencia de estas pesadillas kafkianas con la Argentina de nuestro Proceso me agobiaba en aquellos comienzos de la década del 80, en Barcelona. Escribí sobre ello y llevé mis divagaciones a la oficina donde se editaba El Viejo Topo. La reuní en mi primer libro, que titulé El poder carnívoro(1985).
Todo es distinto hoy, los tribunales tienen luz y sonido, reglas claras, los acusados conocen sus derechos, la sociedad practica la libre crítica. Y sin embargo, esa imagen del tribunal al cual todos debemos someternos, los valores que encarna, los símbolos que la rodean aún nos perturban, y detrás de la figura de la diosa con los ojos vendados aparece una y otra vez la pregunta candente: ¿qué es la justicia?
Hipótesis: el corazón de la vida en sociedad es el monopolio del uso de la violencia por el Estado y su ejercicio sujeto a reglas. De la manera en que el Estado juzga el crimen trata la política. A partir de allí se conforma la sociedad. Un crimen violenta esa ley absoluta, perturba esa noción primaria sencillamente porque alguien se arroga la facultad de disponer sobre la vida de otro. A veces, es fluida la frontera entre la crónica policial del diario y la crónica política. El crimen, postulaba Foucault, es mímesis degenerada de la historia.
La literatura sabe de tales tinieblas. Las convocaba aquel Shakespeare cuyas obras claman crímenes o presagios de crímenes. También el Dante que narra en el Canto V del Infierno el fin de Francesca de Rímini a manos de un uxoricida ¡que es también fratricida! Para no traer a cuento la glacial, torrentosa confesión de un asesino que compuso Albert Camus en El extranjero o las andanzas del dúo homicida que rescató Truman Capote en las páginas del New Yorker. En Villa Gesell algo muy perturbador sucedió a la madrugada, hace tres años. El proceso lo revive. Es cierto que la televisión espectaculariza la legalidad, a veces de manera burda, promoviendo por ejemplo un linchamiento mediático de los acusados. Pero la fascinación que ejerce el crimen es superior a la degradación de su tratamiento.
¿Cómo resolvió la Argentina la perturbación profunda que provocan los crímenes? Cuando, en 1906, irrumpió el Petiso Orejudo (Cayetano Santos Godino, de 10 años, asesinaba bebés perforándoles el cráneo con un clavo), la sociedad se vio frente a una noción hasta entonces desconocida: un niño podía ser un asesino perverso. No estábamos preparados para eso. No existían instituciones psiquiátricas infantiles (ni siquiera para adultos), la legislación no contemplaba los delitos cometidos por menores. El monstruo precoz arriesgaba la vindicta violenta. De una manera u otra, la sociedad resolvió el desafío, y tras idas y vueltas Godino murió de viejo en la Cárcel del Fin del Mundo. En 1909 un inmigrante ruso llamado Simón Radowitzky asesinó en plena avenida Callao al jefe de policía, Ramón Falcón. El asesino, atrapado, se salvó de la pena de muerte por ser menor. Recluido, sobrevivió a sevicias durante más de dos décadas y finalmente recibió un indulto presidencial. En 1922 el Estado no supo resolver una cuestión social, las protestas de obreros rurales en la Patagonia. Un coronel de la nación fusiló sin proceso a mil quinientos de ellos. Este asesino con uniforme fue a su vez asesinado en la calle y el asesino del asesino fue asesinado en la cárcel.
El Estado dejó impune el bombardeo de Plaza de Mayo en 1955, hecho quizá sin parangón en el mundo (muchas ciudades fueron bombardeadas y algunas destruidas desde el aire, pero en guerras, y ninguna por aviadores de la misma nacionalidad). Esos pilotos navales, jamás juzgados, fueron ascendidos en su fuerza. Uno de ellos, quizás el último sobreviviente, murió durante la pandemia. Si bien había alcanzado altas graduaciones en el arma, solo lo despidió en la prensa un suelto del Yacht Club de San Isidro. La repulsa de la sociedad hacia la masacre lo había alcanzado, invisibilizándolo. Es que aquel crimen caló hondo en la conciencia de un país que durante las siguientes décadas se bañó en sangre.
Tras la Guerra de Malvinas, la sociedad intentó resolver los delitos de lesa humanidad cometidos contra miles de hombres y mujeres por los golpistas de 1976. Lo hizo apelando a juristas que habían sido juristas del régimen al que condenaron. El film de Santiago Mitre sobre ese proceso liberó múltiples miradas que hoy revisan lo sucedido.
El crimen de Villa Gesell es paradigmático del mundo de la imagen omnisciente: el homicidio de Fernando Báez Sosa fue filmado tantas veces y desde tantos ángulos que más que peritos legistas el tribunal necesita montajistas cinematográficos que armen la cronología fatal.
Todos somos filmados a toda hora. Quizás el precedente de la criminalística cinematográfica fue el asesinato de John Fitzgerald Kennedy hace sesenta años. La filmación del presidente alcanzado por el disparo mientras recorría las calles de Dallas desató miles de pericias y reconstrucciones para determinar de dónde había venido la bala asesina y así identificar al matador.
El paroxismo homicida de los grupos fanáticos viene manchando al fútbol desde hace muchos años. Las estadísticas que compila la ONG Salvemos el Fútbol indican la cifra de 342 muertos en las canchas. El martirio de Fernando Báez Sosa me recordó el de Emanuel Bono, el hincha de Belgrano que durante el clásico cordobés jugado en el estadio Kempes de Córdoba el 17 de abril de 2017, fue acusado de ser hincha de Talleres. Lo arrojaron al vacío desde lo alto de la tribuna. Las cámaras del estadio registraron el hecho en el que también hubo múltiples culpables. El principal, Sapito Gómez, fue condenado a 15 años, y otros cuatro a penas menores. Al cadáver de Emanuel Bono, tendido en la tribuna de abajo, le robaron las zapatillas. El partido se jugó normalmente.
El dolor solo sirve si permite comprender. Que el crimen se naturalice como banalidad del tedio mediático estival no agrega nada a la finalidad pedagógica de la justicia. Tanto la repetición hasta el hartazgo de escenas inconexas sobre la madrugada del crimen como las condenas verbales contra los homicidas de Villa Gesell formuladas por opinadores o presentadores son irrelevantes como formadores de conciencia. Para pedagogía basta el artículo 79 del Código Penal: “Se aplicará prisión de ocho a veinticinco años al que matare a otro”. Mientras los hechos de Gesell reviven una y otra vez en las pantallas, otros jóvenes ya fueron muertos a patadas a la salida de boliches.
*Escritor argentino.