CSI: Las Vegas, tercera temporada, episodio décimo octavo. Una muchacha estrella su cuatriciclo contra un barril industrial que contiene un cadáver saponificado. Fiel al estilo didáctico de la serie, que se inscribe en la admirable tradición educativa que caracteriza a la televisión norteamericana, los primeros minutos del capítulo están dedicados a enseñarle al espectador en qué consiste el proceso de saponificación, también conocido como adipocira. La adipocira, o cera mortuoria, es la grasa que se forma cuando un cuerpo se preserva en un ambiente alcalino con mínima exposición al oxígeno. Se suele encontrar en cadáveres que han pasado mucho tiempo bajo el agua, o que han sido sepultados en terrenos muy húmedos. “Una momia de jabón”, resume la agente (y ex stripper) Catherine Willows. Más tarde, en la morgue, el patólogo forense vuelve a explicar el fenómeno y añade un par de datos de color. Dado que la saponificación previene la descomposición y preserva la fisonomía del cadáver, antiguamente se creía que era evidencia de la santidad del muerto. Por otra parte, puesto que el cloroformo que se utiliza para embalsamar químicamente (usanza típica en EE.UU.) es una sustancia alcalina, y considerando que en Estados Unidos se estila sellar al vacío los ataúdes, nunca en la historia de la humanidad hubo tantos cuerpos saponificándose como hoy día en el gran país del Norte. “Somos la capital mundial de la adipocira, USA number one”, concluye ufano el docto patólogo. Sin ánimo de criticar la valiosa lección impartida al televidente por los guionistas de la serie, me permito contribuir con un dato que el episodio omite. La adipocira fue descripta por primera vez en el siglo XVII por el médico, teólogo, entomólogo aficionado, arqueólogo amateur, coleccionista ávido, botánico entusiasta y prosista exquisito sir Thomas Browne.
El legado más duradero de Browne está en la provincia aérea de las palabras. En su afán de expresar con claridad conceptos para los que el inglés aún no disponía de voces, el médico, un políglota prodigioso, acuñó numerosos términos recurriendo al griego, al latín, al hebreo y a las otras lenguas que conocía. Entre sus neologismos se cuentan electricity, hallucination, inconsistent y muchos otros, algunos de los cuales gozaron de menos aceptación, como tollutation (el acto de deambular), inridiculous y retromingent (retromingidor es un animal que orina hacia atrás, como el mapache o el rinoceronte). El descubrimiento de la adipocira fue su único aporte a la ciencia. La descripción del fenómeno se encuentra en el tercer capítulo del Enterramiento en urnas (1658), un ensayo sobre las prácticas funerarias a lo largo de la historia. Browne parte de la descripción de un grupo de urnas sepulcrales anglosajonas desenterradas en la campiña de Walsingham, condado de Norfolk, aunque no tarda en levantar vuelo y sobrevolar la historia de la humanidad ofreciendo un pantallazo general de las costumbres funerarias desde la más remota antigüedad hasta el siglo XVII. Al referirse a las ventajas de la cremación, el médico destaca en primer lugar que la práctica nos salva de convertirnos en pasto de gusanos al tiempo que previene otras “abominaciones trágicas”, como la potencial profanación de los restos mortales y, por ejemplo, el uso de nuestros cráneos como vasijas. Otra ventaja de ser incinerado es que el fuego evita variantes desagradables de la condición cadavérica como la saponificación. Browne ilustra esto con un ejemplo que constituye el anuncio, sin duda inadvertido, del descubrimiento de la adipocira: “En un cadáver hidrópico, que llevaba diez años enterrado, encontramos una concreción grasosa producto de la coagulación del nitro de la tierra y la sal y el licor lixiviado del cuerpo, que formaba grandes terrones de grasa con la consistencia del jabón de Castilla”.
El descubrimiento de Browne pasó desapercibido hasta el siglo XX. En 1786, cuando se clausuró el Cementerio de los Santos Inocentes de París y millones de restos humanos fueron trasladados a las catacumbas, los encargados de vaciar las fosas comunes dieron con enormes formaciones de adipocira. Fue entonces cuando el conde de Fourcroy, químico y boticario insigne, describió el proceso de saponificación adjudicándose el (falso) título de descubridor de la cera cadavérica. A quién se le ocurrió utilizar los vastos depósitos de grasa humana para fabricar velas y jabón a escala industrial no lo sabemos, pero en los años sucesivos muchos parisinos tuvieron lumbre y se higienizaron valiéndose de los restos mortales de sus predecesores en el camino de la vida.
Si bien la muerte transforma a todo organismo vivo en objeto inanimado, y a pesar de que nos servimos de los despojos de incontables formas de vida para fabricar cosas (de madera y de cuero, de piel y de cáñamo, de hueso y de nácar), la noción de que el cuerpo humano no debe convertirse en bien de consumo una vez cadáver sigue siendo un imperativo categórico. La marea de la secularización y la ubicuidad de la cultura del consumo, una de cuyas consecuencias más notables es la clausura progresiva de toda esfera de lo sagrado, no llega todavía a erosionar la convicción de que el cadáver es más persona que cosa. Aun así, no obstante la creencia en la sacralidad del cadáver, celebrada en el ritual fúnebre, que nos acompaña desde que cruzamos el Rubicón evolutivo y nos desmarcamos del resto de los animales, no está dicho que no haya de desaparecer un buen día. Sin saberlo, los parisinos que en las noches anteriores al estallido de julio de 1789 iluminaron sus aposentos con velas de cera humana y se desvelaron imaginando un mundo más profano, anticiparon también ese futuro.