En “El primer deber de los intelectuales: permanecer callados cuando no sirven para nada”, columna publicada en la revista L’Espresso el 24 de abril de 1997, Umberto Eco señaló: “Cuando la casa se quema, al intelectual solo le cabe intentar comportarse como una persona normal […], pues si pretende tener una misión específica, se engaña, y quien lo invoca es un histérico que ha olvidado el número de los bomberos”. Como reacción ante tal epitafio al “intelectual comprometido”, Antonio Tabucchi publicó, dos años más tarde, La gastritis de Platón, libelo donde la nostalgia lo derrota: debía guardar silencio. Pero en tal intercambio del fin de siglo se aprecia cierto síntoma en la urgencia por expresar lo innecesario, promovida por ocupar el espacio del pensamiento, casi síntoma de lo que hoy ocurre como viral. Entonces, si el periodismo se ocupa de lo urgente, ¿también lo debe hacer la filosofía? Y si lo hace, ¿cuál es el resultado? ¿Filosofía de la catástrofe o catástrofe de la filosofía?
Daniel Link, en su columna en PERFIL del pasado sábado 7 de este mes, “El ángel exterminador”, señala el debate en torno a la publicación de Giorgio Agamben “La invención de una epidemia”, publicado el 28 de febrero en el sitio Quodlibet.it, donde el filósofo italiano expresa: “La reacción desproporcionada a lo que según el CNR es algo no muy diferente de la gripe normal que nos afecta cada año es bastante evidente. Es casi como que, si con el terrorismo como causa ya agotada de medidas excepcionales, la invención de una epidemia ofreciera el pretexto ideal para ampliarlas más allá de cualquier límite”. Esto mereció, señala Link, oposiciones y réplicas de Jean-Luc Nancy, Igino Domanin y Donatella Di Cesare. Concluye Link: “Exposición a la catástrofe... crisis ingobernable... colapso apocalíptico... ¡Esas palabras!”. Cabe anotar: el 14 de marzo, los chalecos amarillos se enfrentaban a golpes, piedrazos y gases con la policía en las calles de París como si el coronavirus fuera un fenómeno aleatorio. Y, en paralelo, el contagio y la mortandad del virus en Italia exponían que no era una gripe normal. Lo mismo en España…
Pero el decir en torno a Agamben mostró ramificaciones de su parte, en dos publicaciones más puede leerse una defensa: “Más bien publico aquí algunas otras reflexiones, que, a pesar de su claridad, presumiblemente también serán falsificadas”. Muy llamativo esto, en primer lugar lo que publica es claro (pulcro, limpio, ejemplar) y a su vez corre el riesgo de ser falsificado (interpretado), ¿acaso los textos del filósofo corresponden a un solo carácter sagrado superando las lecturas del Corán o la Biblia? Tal misticismo y las cifras de la pandemia anulan su presencia y dejan lugar a otros jugadores.
El 22 de marzo pasado, en el diario El País de España se difundió una extensa columna titulada “La emergencia viral y el mundo de mañana”, firmada por Byung-Chul Han, a quien los editores califican en el título como “el filósofo surcoreano que piensa desde Berlín”. El sarcasmo no es gratuito hacia ese privilegio (Berlín, lejos de la pandemia en Corea) que ya Eco sugería como límite. Este ser pensante escribe allí una encendida defensa del uso de barbijo en su país (desde Berlín), y además: “Zizek afirma que el virus ha asestado al capitalismo un golpe mortal, y evoca un oscuro comunismo. Cree incluso que el virus podría hacer caer al régimen chino. Zizek se equivoca”. También: “El virus no vencerá al capitalismo”. “El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte”. “No podemos dejar la revolución en manos del virus”. Ante toda esta catarata conceptual, entre animista y profética, surge la pregunta de rigor: ¿en qué día y a qué hora ocurre la revolución?
Ante tal desvarío, corresponde citar La transparencia del mal de Jean Baudrillard (1990), que precede a todos los mencionados de manera predictiva: “Si el sida, el terrorismo, el crack y los virus electrónicos movilizan toda nuestra imaginación colectiva, es porque no son en absoluto los episodios de un mundo irracional. Es porque aportan toda la lógica de nuestro sistema, del que no son más que el acontecimiento espectacular. Todos obedecen al mismo protocolo de virulencia y de irradiación, cuyo poder sobre la imaginación es viral”. Y además: “Las modas, por otra parte, se extinguen como las epidemias, cuando han arrasado la imaginación y el virus se fatiga. El precio a pagar, en términos de despilfarro, es el mismo: exorbitante”.