El futuro voyeur casi no mira por la ventana. Es mediados de la década de 1930, la Gran Depresión, y los barrios obreros estadounidenses, como este gueto checo de Pittsburgh, todavía son inhumanas concentraciones de mugre y miseria. ¿Para qué asomarse? Es mejor soñar: desplegar sobre la cama una incipiente colección de recortes de estrellas cinematográficas, tratar de exorcizar la angustia con la ilusión de fama y riqueza, ordenar y mezclar las escenas y probablemente pensar: “ Habría que volver a barajar”.
Andrew (1928) aún se apellida Warhola, y es sólo el más chico de tres hermanos varones (los otros son Paul y John), hijos de Andrej, minero y albañil que abandonó el este europeo poco antes de la Primera Guerra Mundial, y Julia Zavacky, quien pudo llegar recién en 1921 con el fantasma de una niñita muerta.
Casi no mira. O mejor dicho: estos años no merecerán mayores registros cuando se haya convertido, a partir de los 60, en el identificador, manipulador y reproductor en serie de íconos de los años dorados del consumo de masas estadounidense. Cuando, fruto de un error en una presentación, sea Warhol, sin la “a”, más norteamericano. ¿Qué tanto pueden importar esas privaciones frente al derrame de billetes hacia la base de la pirámide social? ¿Cómo podría ignorar ese ex niñito pobre, devenido durante diez años en ilustrador de Vogue y The New Yorker, vidrierista de Tiffany y premiado publicista de la cool Nueva York, el valor de la imagen a la hora de provocar añoranzas? Vale, vende, importa más la feliz fiesta del consumo masivo que empezó en los 50. La condición del pop art, del que él se convirtió en producto-emblema.
Así que cuando Warhol sea ya ese personaje extravagante, eterno Peter Pan gay debajo de la peluca plateada y los anteojos negros, cuando se haya consagrado como el artista en serio de la trivialidad, la aplanadora de la búsqueda de estilo y el valor de una obra original, el mezclador de alta, baja y media cultura, el regente del mítico estudio The Factory (celebrities, sexo, drogas y The Velvet Underground), y publique Mi filosofía de A a B y de B a A (1975, reeditado aquí por Tusquets en 2006), empezará por recordar su historia desde más adelante, desde sus posteriores convulsiones de verano, una por cada año, desde los ocho hasta los diez. Hablará de las crisis (“ baile de San Vito ”), el reposo, la radio, el muñeco de Charlie McCarthy –como el que usaba el ventrílocuo Edgar Bergen– o los chocolates Hersey Bar para cuando terminara su libro para pintar.
Empezó a estudiar arte en el ’45. Justamente el año en que murió su padre. Contó que no lo veía mucho. No tanto como a su madre, que pasó el duelo haciendo flores de papel, un motivo que empezó a pintar en el ’64, cuando ya había podido llevarla a vivir con él en Nueva York. En sus telas, y después en obra gráfica, la supuesta carga inofensiva se transforma. Los pétalos gigantes son de colores estridentes. Más que belleza acogedora, un disparador de extrañamiento. Frente a Warhol, obra y personaje, suele aparecer la ilusión de libertad. La idea de que uno elige. Un poco, el simulacro que esconde todo anuncio publicitario. Pero en verdad las caras de los astros del cine, las revistas, la política y la intelectualidad, los juegos cromáticos que distinguen significados y hasta algunos de sus comentarios de extremada apariencia trivial no siempre dejan espacio para la pura (y placentera) frivolidad. ¿ No chillan sus Maos decorativos: “ Así edulcora el sistema”? ¿ No dicen las fotos borroneadas de Jackie Kennedy en el funeral de su esposo presidente que el dolor también es un producto comercial? ¿ Y de qué hablan los rostros caricaturescos de Greta Garbo, el Tío Sam y Superman, todos juntos en la serie Mitos (1981), como rastros de la ausencia de jerarquías que dejó el pop art?
Andy llegó a Nueva York en 1949, con el diploma de cursos de arte del Instituto de Tecnología de Carnegie, en Pittsburgh. Contó que compartió sótanos hasta con “diecisiete personas” y que fue la “pena” de un editor de Harpeer’s Bazaar ante la cucaracha que se escapa de su portafolios durante una entrevista la que lo ayuda a entrar al mundo de medios top.
Su primera muestra, dibujos inspirados en obras de Truman Capote –amigo con interferencias–, fue en el ’52. Pero fue durante los 60 cuando se centró en las serigrafías sobre tela, la desmitificación de la pintura y el artista. Pasó de Dick Tracy a imágenes de los mass media. Se cuenta que en el ’61, en la galería Leo Castelli, vio una muestra de Roy Lichtenstein que le gustó tanto que decidió correrse de la historieta. Llegaron las latas de sopa Campbell’s, Elvis, Marilyn y los primeros Disasters. Y las películas, que lo atraparon por un rato .Y las obras gráficas, que permitían difusión más amplia. Todo desde The Factory, por donde –a partir del ’63– desfilaron desde Judy Garland hasta Los Rolling Stones, una celebración con las Cincuenta personas más hermosas y la contracultura, las anfetaminas, plástica, música, películas, cualquier cosa considerada “joven” y “moderna”. Incluso Valerie Solanas, quien, tras aparecer unos segundos en una película del estudio, le disparó y lo mandó al hospital (donde Richard Avedon fotografió las cicatrices que le marcaron el pecho).
Los 70 fueron para Warhol los años de los retratos, incluso por encargo (Silvester Stallone, Mick Jagger y hasta el sha de Persia) y las Oxidaciones, producidas mediante orina de invitados, método de creación colectiva que ya había experimentado. Los 80 trajeron al artista visitas a la Mona Lisa, De Chirico y Joseph Beuys, La Ultima Cena, Los judíos del siglo XX, más sopa, más flores, los mitos y una serie de animales en extinción. A mediados de los 70, en Mi filosofía..., había escrito: “ Tan sólo una pequeña obra… menor… menor”.
Warhol murió el 22 de febrero del ’87, tras una operación de vesícula, y convocó a dos mil personas en una sola misa en la catedral de St. Patrick neoyorquina. Hoy, mientras brotan homenajes (en la Berlinale y en Nueva York), su obra más cara, un Mao realizado en el ’72, costó 17.376 millones de dólares. Mucho más que sus proféticos y democráticos quince minutos de fama. Y fue post mórtem.