CULTURA
Escritores y dictadura

La herencia literaria del exilio

Marcada por la herida indeleble de la última dictadura, la producción literaria de hijos de exiliados es ya un universo con una impronta particular. Un presente que es pasado y encuentra su voz y su autonomía.

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Marcada por la herida indeleble de la última dictadura, la producción literaria de hijos de exiliados es ya un universo con una impronta particular. | GET

Cuatro décadas pasaron desde que la dictadura irrumpió en la escena política argentina para quebrar a una sociedad que continúa portando las marcas de una tragedia que, entre sus numerosas consecuencias, llevó a la diáspora a muchos de sus jóvenes y que vuelve, una y otra vez, en los hijos recuperados de quienes no vivieron para contarla.

El exilio, un estado transitorio que deviene permanente tanto para quienes decidieron prolongarlo como para quienes volvieron, se transforma en un modo –partido, desdoblado, contradictorio– de estar en el mundo, casi un no estar en ningún lado, y los hijos resultan depositarios de esa herencia, que en algunos casos transmutó en literatura. Con experiencias bastante disímiles, los hijos de esta generación producen literatura y se preguntan por una identidad atravesada por el desarraigo y una herencia política que es ajena y propia a la vez.

Así se revela en las producciones de Laura Alcoba, cuya trilogía –que comenzó en La casa de los conejos, siguió con El azul de las abejas para terminar en La danza de la araña– es una suerte de descenso a los infiernos necesario para saltar de la escritura íntima a la voz literaria; de Verónica Gerber Bicecci y la publicación de Conjunto vacío, una “instalación en el campo literario”, como lo definió la crítica de arte en su país de residencia, México, que apeló a disciplinas abstractas como la teoría de los conjuntos, el álgebra y la física cuántica para hablar de las desapariciones, tanto políticas como amorosas; de Julián Fuks y su novela La resistencia, en la que se propuso un ajuste de cuentas con la memoria familiar; de Nicolás Cabral, el autor de Las moradas y Catálogo de formas, cuyas construcciones espaciales distópicas elaboran, en un registro fantástico, escenas de la política latinoamericana, y de Carla Maliandi con La habitación alemana, que en las variaciones dialectales encuentra una forma posible de habitar ese no lugar que es el exilio.

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Laura Alcoba piensa su trilogía como un intento de hacerles un lugar a los sobrevivientes e incluso como la posibilidad, para ellos, de olvidar. ¿Podría significar una salida a la encerrona de la culpa que tortura a tantos sobrevivientes de la dictadura? “Yo creo que sí. Es una pregunta que está muy presente en todas las personas que están cercanas a otras que murieron. Creo que es diferente para quienes eligieron esa militancia. Yo no la elegí, así que por eso quizás sea más fácil hablar de este tema”.

Y aunque distingue la historia de sus padres de la propia, reconoce en la protagonista a una pequeña combatiente: “Participa, sí. En ciertos momentos se ve de ese modo, pero algunas veces se nota que tiene un traje demasiado grande para ella. No son libros escritos desde una certeza militante. Creo que el lugar de la mirada infantil es un lugar muy particular”.

Texto autobiográfico que relata episodios de la historia argentina y de la francesa, pero inscripto en un universo literario clásico.

—¿Eras consciente de la potencia literaria de la historia que querías contar?

—Intento hacer algo con una vivencia personal pero tratando de darle otro alcance. Es verdad que yo trabajo mucho los ecos, las metáforas reveladas o no, y trato de hacer un trabajo literario con el que espero alcanzar otra dimensión más allá de lo testimonial. Para mí es una nena en un momento de violencia política y la salida del silencio aparece como una forma de liberación verbal, y en ese hilo voy pegando recuerdos y lo que veo es un personaje con una trayectoria literaria.

Un personaje infantil con una percepción muy afinada, que apunta, sobre todo, a los personajes femeninos. En La danza de la araña hay un universo femenino, “sobre todo con la temática de la transformación del cuerpo”, acota la autora, y la figura, central, del padre pero desde la ausencia. En La casa de los conejos está la cuestión de cuál es el lugar de la mujer en los 70. Por ejemplo, el personaje de la “despampanante” vecina –la “bomba”, como se les decía a las mujeres sexies en esa década– habla de cómo las mujeres explotaron en muchos sentidos por esos años.

La ceremonia del mate, amorosamente descripta, quizás sea la imagen más acabada del exilio.

—Esa suerte de vida “entre dos hemisferios”, tanto cerebrales como geográficos, ¿se resuelve en algún momento o es un estado permanente?

—Es un estado permanente emocional que tiene que ver con el lenguaje, con la traducción. Yo me conecto emocionalmente con la Argentina todo el tiempo. Es esa manera de estar partida y al mismo tiempo sacar algo de esos dos lugares, creo que es lo que me define como autora.

Conjunto vacío es una novela escrita por Verónica Gerber Bicecci, una artista plástica nacida en el exilio mexicano de sus padres en 1981 que, entre sus muchos hallazgos formales, incorpora los diagramas de Venn de la teoría de los conjuntos al cuerpo del texto para hablar de las relaciones humanas: “Quería encontrar una forma distinta de escribir. Tal vez porque solo escribiendo desde fuera de la escritura (o de la literatura) iba a ser capaz de entender las cosas que quería entender”. Como esos universos a punto de estallar que configuran los personajes sometidos a la explosión del exilio y la imposibilidad familiar de tramitarlo.

—Ese vacío que son los años 70 para la memoria familiar, ese rechazo a hablar de ellos, ¿cómo lo elaboraste para transformarlo en esta “instalación literaria”?

—Creo que intenté resolver la paradoja del vacío con la estructura del libro: una serie de pasajes que se interconectan unos con otros en el tiempo y el espacio a través de estrategias que tú mencionabas, como personajes dobles, historias especulares, diagramas, planos. El libro es una suerte de colección de túneles que tratan de delinear el vacío o señalar dónde está. Creo que todas las páginas funcionan en una especie de lógica negativa.

—Borges decía que, en términos literarios, construimos a nuestros antepasados. ¿Vos cómo construiste el relato del exilio y del desarraigo que no son tuyos?

—He dicho siempre  que nací exiliada, así que el libro intenta saldar una deuda que tengo con esa historia: cómo pensar los cuerpos y las mentes en “estado de exilio”, como una condición constante, que sigue manifestándose con el paso de los años, y no como un suceso con principio y fin. Por eso, también, el libro trabaja con el exilio entre imágenes y palabras, justo para tratar de mostrar, en el lenguaje mismo, esa condición desdoblada.

—¿Cómo dibujarías tu relación con la literatura argentina?

Julián Fuks, hijo de una pareja de argentinos exiliados en Brasil, se sumerge con La resistencia en el centro de un tabú familiar, para indagar sobre el origen de su hermano mayor, adoptado por sus padres poco antes de que escaparan de la dictadura, por lo que la palabra “resistencia” adopta en la trama múltiples sentidos: “Nosotros nos resistíamos mucho a hablar de la adopción, ese fue el gesto contrario que tuve que hacer para que se transformara en otra cosa. Pero me interesaba también el modo en que esa experiencia de la clandestinidad de mis padres fue algo que se escondió bastante en casa. Por otro lado, está muy presente la resistencia del hermano a la convivencia familiar. Eso me interesaba, el resistir como fuga, un sentido más psicoanalítico, y el otro sentido opuesto, de lucha, más político”. El trabajo con la memoria, en su caso, tiene que ver con la construcción de un proceso dialógico en muchos frentes. “Eso era lo que me interesaba producir: una literatura de acercamiento al otro, a mis padres y a algunos sentidos que me convocaran a hablar del presente”.

Y como en todos los textos que abordan este tema personal y político a la vez, aparece una imagen que lo resume: la de un álbum de fotos familiares con una imagen de la madre del protagonista mirando un álbum de fotos, en un juego de cajas chinas que podría ser leído como el trabajo del narrador con la memoria familiar. “Sí, esa era un poco la idea, poner ahí una presencia metonímica del acto de ordenar el pasado y presentarlo, pero también ese pasado solo existe para mí como un discurso sobre el pasado en muchas capas”.

Un relato desolado, en una Buenos Aires vieja y gris, instalado en un espacio liminar por donde circulan ausencias que lo habitan, aparecidos inesperados, posibles apropiadores, expatriados, relatos dichos a medias, silencios, casi como una historia de fantasmas. ¿La historia política latinoamericana puede ser considerada un subgénero del terror? “Creo, por ejemplo, que mi presencia acá como personaje es una presencia fantasmática porque estoy y no estoy presente en Argentina, el ‘sé y no sé’ del protagonista, esa ambigüedad. Creo que tengo una relación con este país que no se resuelve nunca”. ¿Hay una herencia literaria del exilio? “El libro habla de una herencia completamente inconcreta que está en un nivel de la subjetividad que es inescapable. La diáspora fue tan contundente que nos convertimos en una masa de presencias y ausencias fantasmáticas y, en ese sentido, sí, hay una narración gótica. Las historias que vivimos en este continente son de terror sin que sea necesario crear esta atmósfera”.

Nicolás Cabral, que se exilió en México junto con sus padres en 1976, es el autor de Las moradas y Catálogo de formas, un tipo de narrativa que en su dimensión constructiva conjuga arquitectura y literatura, sus dos oficios, y una manera propia de abordar la dialéctica patria-exilio. “La morada, bueno, es el lugar que se habita, y habitar significa familiarizarse con un espacio. Entonces, de lo que se trata es de hablar de personajes que habitan ciertos espacios en situaciones que los han extraído de su cotidianeidad. Lo que yo quiero también es que el lector se relacione con el lenguaje de otra manera. Si uno piensa que también a través del lenguaje nos familiarizamos con nuestro entorno (y los dialectos son la expresión de esto), lo que hay son experimentos sobre esos vínculos”.

Muchos de los cuentos constituyen ficciones políticas: proyecciones futuras de tendencias actuales de una sordidez extrema que no necesariamente reflejan su lectura de la realidad: “Yo diría que la literatura trabaja la política en otros términos. En estos casos yo, posteriormente, lo que pude ver es algo que decía Kafka, que la literatura es un reloj que se adelanta, y de alguna manera lo que uno cree imaginar a veces termina pasando o muchas veces ya pasó, entonces yo creo que es más bien esa realidad la que se infiltra en el imaginario”. Uno de sus cuentos, La palabra, es una suerte de policial donde un escritor amateur encuentra en un manuscrito del profesor B. la clave de lo que lo llevó a la muerte: la búsqueda de la última palabra, la definitiva, que es la palabra “fin”. Un ajuste de cuentas con Borges o un juego desde la admiración: “Yo diría que hay un ejercicio paródico pero no en el sentido de burla, sino en el de volver a decir con otra voz lo mismo”.

Como argentino hijo de exiliados crecido en el ámbito de la cultura argenmex, cree que influenció mucho más la biblioteca familiar, donde convivían los clásicos del marxismo junto con Borges o Di Benedetto, que la historia política de sus padres. “Su generación tenía una cultura muy heterodoxa y, en algunos casos, la militancia no impedía entender que Borges podía ser políticamente lo que fuera pero que la obra había que leerla por otros motivos”. Y a pesar de haber crecido en el entorno nostálgico del exilio, “he buscado en mis libros que las marcas de época estén diluidas, que la lectura se oriente al texto más que al contexto. La idea es hacer de mis relatos una cosa desterritorializada”.

Carla Maliandi, autora de La habitación alemana, vivió sus primeros años de vida, coincidentes con los de la dictadura, en Heidelberg, una ciudad alemana de cuento de hadas donde se concentraba por esos años la diáspora filosófica latinoamericana, pequeña comunidad universitaria a la que pertenecían sus padres. Hablar de exilio para ella es reconocer que no fue producto de una persecución política, sino de una elección por parte de ellos, “aunque por supuesto fue una elección dolorosa. Acá no estaban dadas las condiciones para quedarse a vivir y trabajar tranquilos. Yo nací en Venezuela, y en esos primeros años viajamos mucho. El tiempo que pasamos en Alemania fue muy significativo, y aunque era muy chica, quedó muy grabado en mi memoria”.

Y si bien la novela puede leerse como una historia sobre el exilio, cree que esa es solo una lectura posible: “En la escritura fue apareciendo, pero no solo en la historia de la protagonista hija de exiliados, sino en casi todos los personajes que sufren en mayor o menor medida un desarraigo. No solo no están en su país, sino que no están haciendo lo que esperaban hacer o lo que los demás esperan de ellos. Hay un desarraigo que es interno antes que externo. Para explicar esto, me gusta recordar una frase que usaba mucho mi abuela para declarar su estado anímico: ‘No me hallo’; a ella le pasaba dentro de su departamento, no hacía falta salir a ningún lado”.

La dialéctica patria-exilio, en esta novela, pareciera jugarse, por un lado, en la forma de habitar las casas (o habitaciones) familiares o ajenas, y por el otro, en el lenguaje. Hay un trabajo muy preciso con los acentos y los tonos, como el espacio propio o ajeno donde se habita.

—¿Tiene que ver con tu propia idea acerca del exilio?

—No lo sé. Existe un tono en la novela, un lenguaje literario que fui encontrando a medida que avanzaba y que marcaba su propio ritmo sintáctico. Por otro lado, el tema de los acentos tiene que ver con la música que existe en el hablar de cada personaje; tal vez esa música tenga que ver con la patria. Conozco gente que se exilió durante la dictadura, y que sabe hablar perfectamente el idioma del país en el que vive desde hace ya muchísimos años, pero que jamás perdieron un acento muy marcado. Siempre me pregunté si eso no será una forma de resistencia.

Un reclamo extendido. Para los verdaderos protagonistas del exilio, el impacto de ver expuesta su historia no fue menor. Laura Alcoba, nos cuenta, escribió La casa de los conejos durante tres años sin que su madre lo supiera. “Cuando empecé a escribir no le dije lo que estaba haciendo, porque era un tema que nunca tocábamos y que no tocamos aun ahora. Para mi madre es un episodio de su vida imposible de evocar, y entonces, antes de firmar con Gallimard le pedí que leyera el libro. Después me di cuenta de que lo había escrito, en cierto modo, clandestinamente. Para ella fue muy duro. Lo leyó y lloró un montón. Para mi padre fue diferente. El se emocionó muchísimo porque sintió como un reconocimiento de su paternidad. El, de cierto modo, se sentía culpable por no haber podido cumplir su rol de padre, pero esa relación a distancia y ver cómo él, a pesar de todo, pudo ser mi padre, de alguna manera fue liberador”.

Julián Fuks cree que para sus padres la escritura del libro resultó dolorosamente necesaria. “Ellos se ocuparon de hacer del libro algo de ellos también. Igualmente, siempre tuvieron presente que La resistencia trataba estos temas con mucha sensibilidad y delicadeza, nunca fue un libro de ruptura familiar, sino de encuentro”.

Verónica Gerber Bicecci sostiene que reconstruir la época de la dictadura es casi imposible porque nadie quiere hablar de esos años. “Cuando era niña le pedí a mi abuela paterna que me contara la historia de mi familia. Entonces me enviaba cada 15 días un cuento por carta en el que fue reconstruyendo todo lo que recordaba desde su infancia. Desde luego, yo lo que quería era que me contara de los años 70. Pero cuando llegó ahí dio algún detalle muy general y siguió de largo. Le insistí en que volviera ahí, pero nunca quiso”.