En literatura no hay subrayados perfectos, pero sí citas, evocaciones, homenajes, imitaciones y descaros. Pero las estanterías que hacen a su corpus, la sucesión histórica y las visiones que ha desarrollado tiemblan ante una simple pregunta: ¿quién determina qué es la buena y mala literatura? El sistema cultural por el cual una obra llega a nuestras manos es complejo y ha tenido, al menos en los últimos años, sacudones contra el letargo junto a cuestionamientos a liturgias, que van desde premios editoriales promocionales hasta bromas de escaso gusto de algún plagiario al que nadie recuerda. El uso de nuevas tecnologías (de redes sociales a e-readers) pone en escena otras formas de difusión y circulación de textos, incluso cuestiona la tradicional definición de lectura. ¿Pero el ranking de ventas destaca a la buena literatura? Veamos una experiencia en las “redes sociales”: cuán sensible resulta el tema best seller para los lectores de, por ejemplo, Twitter. Escribí en dicha red: “Stephen King ayudó a formar más lectores que todos los Ministerios de Educación”. El mensaje fue replicado, como una forma de elogio, y esto porque resulta simpático: puede aplicarse a Dickens, Joyce, Verne, como a otros escritores; a la vez, cuestiona el tedio escolar que cada uno lleva en su memoria. (¿Cuántas personas consideran que su verdadera educación comenzó al abandonar las aulas?) El resultado fue otro al escribir: “Precisaba de esa nada absoluta para volcar en el papel todo el conocimiento del mundo. ¿De quién es?”. De Barthes a filósofos y novelistas, junto con el reconocimiento de que la frase “no estaba en Google”, los lectores de Twitter no acertaban. Eso sí, la respuesta creó estupor: Federico Andahazi. Y luego, la malignidad: “¿A quién se la habrá robado?”. ¿Esto qué prueba?
Pruritos, prejuicios y cierto desprecio por el éxito de ventas. ¿Pero qué es el éxito en la literatura? ¿Existe? Las tumbas de Kafka, Poe y Rimbaud sellan toda especulación al respecto. Pero aquella frase pertenece a El libro de los placeres prohibidos; allí Andahazi juega con espejos para ocultar los verdaderos personajes: un fiscal, cuyo alegato es el recelo político por la educación del lector; y la escritura secreta, esa fórmula del estilo que permite el placer prohibido de la lectura. La parábola no es inocente: expone la fractura contemporánea donde el cruce de géneros y recursos allana distancias, lenguas, generaciones. ¿O acaso Palahniuk no actualiza los registros y tonos de Vonnegut?
La problemática de la estimación de un texto tiene en el estado de la crítica (¿periodismo cultural?) y en el estado académico (¿tesis universitarias?) dos tensiones que a su vez no remiten al campo cotidiano de lo oficial y su opuesto, sino a la compleja trama del discurso autorizado donde intercambian actores, alejándose de cualquier democracia: las voces son rumor en la neblina que representan 1.500 títulos publicados anualmente en Argentina (de los cuales, los de narrativa pueden oscilar entre 300 y 500), sumando las novedades del resto del habla hispana. Más que un “campo literario”, se construye el muro de títulos que cercan tanto lecturas como la circulación de los escritores. Este muro también es un océano habitado: en su profundidad, el silencio es el destino de la novedad, un silencio también creado por la expansión del mercado. Pero el periodismo cultural y la academia universitaria pugnan (y se completan) en una contradicción canónica. Señala Beatriz Sarlo en el prólogo a su libro Ficciones argentinas (Mardulce, 2012): “Una atropellada ambición piensa la crítica como tribuna del canon, y al crítico como juez. Ningún libro entra en el canon por una sola lectura. Hace falta más: instituciones, plazos que se cumplan, aceptación de otros críticos, públicos que se dejen convencer. La ‘teoría del canon’ carga a la crítica de intrascendencia, aunque se ilusione en denunciar su poder o se jacte de afirmarlo. El canon es perecedero, aunque tenga la fantasía del mármol de la historia literaria”. Mientras tanto, los jóvenes estudiantes de Literatura estudian las novelas de Jorge Asís, releen a un histórico best seller...
La diversidad de respuestas de los intelectuales consultados para esta nota, que giran ante tres interrogantes, deja al descubierto el denominador común de ciertas sombras. Y aquí vale un alejamiento y preguntarse por la pérdida del lugar del escritor como referente social. Lo mediático avanzó sobre la calidad de los discursos, la generación de ideas, la creatividad, al punto que varios escritores actúan como guionistas en programas de televisión. Más tarde, surgen los temores sobre qué lengua se pone en juego en tal vastedad literaria descentrada. Es que el paisaje pampeano aplana, hace invisible lo distintivo en la reverberación de la luz de lo urgente.
Entonces, ¿la crisis permanente es el momento cinético de nuestra desesperanza? Más allá de la publicidad o la crítica de cualquier origen, ¿no es la literatura una suma caótica de destinos y casualidades? A principios del siglo XX lo literario se reducía ja ciertos círculos, en poco más de cien años, la masificación educativa propuesta por Sarmiento tiene efectos sorprendentes.
Ese apasionado desdén por los valores
Es un momento de confusión, en el que las justas o animosas deidades tutelares están ausentes, dirimiendo alguna otra cuestión. Mi idea de la “performance” –estilística, escrituraria, para decirlo en términos menos literarios que jurídicos– ha quedado anticuada. El reemplazo parece ser el capricho, la zoncera plena o la falta de lectura. En fin. La parsimoniosa soberbia de nuestros mejores escritores sigue dejándonos huérfanos. Borges y Bioy elegían, de entre los escritores de la literatura moderna, contemporánea... ¡a Eric Linklater! Ese apasionado desdén por los valores, tan dandy, ha prevalecido, y a menudo se señala al idiota de la aldea, al que vendió más (o menos ejemplares), o literalmente a cualquiera como el mejor escritor. Para colmo, opiniones sin un ápice de argumentación, se adoptan y prevalecen, en la medida en que revelar un atisbo de idea y no desarrollarla se ha vuelto el más “banana” de los procedimientos.
Todavía me pregunto a qué se referían exactamente Deleuze y Guattari cuando escribieron sobre una “literatura menor”; a veces me parece un chasco de la literatura contemporánea –uno muy merecido– haber convertido al genial filósofo y a su mucho más modesto compañero de sesiones, con su oceánica laguna de lecturas, en árbitros y autoridades de una actividad ajena.
No puedo notar tendencias. Me pareció que la narrativa en castellano pegaba un salto ascendente cuando admirábamos a dos escritores tan distintos como César Aira y Javier Marías. Ahora no sé de qué se trata.
*Luis Chitarroni, Escritor y editor.
¿Existe un estilo literario dominante?
- Marcos Mayer. Creo que no; de todos modos, en general las tendencias son construcciones a priori en las que se trata de encajar todo lo que se pueda.
- Federico Andahazi. Para ser completamente honesto, siempre he estado al margen de las tendencias. Atraso varios años.
- Gabriela Massuh. No conozco “el mercado de habla hispana”, es demasiado vasto e inabarcable para mí. Aunque, si se me permite una opinión muy personal y absolutamente subjetiva, admito que mucho de lo que leo me produce un tedio infinito y me pregunto si siempre nuestra literatura fue tan narcisista como lo es ahora.
- María Rosa Lojo. Noto una preferencia marcada en los últimos años por el policial negro, por las historias duras y despiadadas. En sintonía con esto, la no ficción, la crónica, el testimonio de hechos traumáticos también son muy transitados por escritores y lectores. Y por fin, diría que la autoficción es otra de las líneas de escritura emergentes hoy con mucha potencia.
- Fernando Fagnani. No la noto, salvo en un punto: el paulatino descenso del argot en los textos. Creo que hay un efecto de internacionalización de la literatura que tiende a borrar el habla local. No es sólo una cuestión de estilo, es decir de bella escritura o de escritura seca. Al mismo tiempo, hay una saludable diversidad de registros de lo escrito. Hoy, mucho más que en otros momentos, es difícil definir un estilo argentino.
¿Quién determina qué es la buena y mala literatura?
- Marcos Mayer. En el corto plazo, la bandera de la buena literatura es levantada por la crítica. La historia es otra clase de juez, creo que más justo en el fondo. El mundo editorial suele apostar a lo que ya viene refrendado de antes como buena literatura y no se juega, salvo raras excepciones, por autores que puedan ser buenos a juicio de algún editor, pero sin certeza de ventas. Es lo lógico en un mercado que no construye autores y que no apuesta a futuro.
- Federico Andahazi. Durante siglos, quien decidía cuál era la buena literatura y cuál la mala era Dios a través de los doctores de la Iglesia. Si la literatura era buena, los libros eran declarados sacrosantos, y si eran malos, iban al temible Index Librorum Proibitorum, en cuyo caso los autores podían ser condenados a la hoguera, como fue el caso de Giordano Bruno (quien pudo haber lanzado la súplica “no me quemen, soy Giordano”). En este sentido, el canon religioso no se apartaba de la opinión del mercado: el best seller más grande de la historia continúa siendo la Biblia. Durante los últimos tiempos, la crítica ha venido a ocupar el lugar de la Santa Inquisición. Con igual arbitrariedad, son los críticos quienes deciden cuáles son los buenos y los malos libros. Ahora bien, el término “mercado” suele ser útil en otras latitudes. Hay que aclarar que en la Argentina y otros países pobres, hace mucho tiempo que no existe nada parecido a un mercado. Con unos pocos miles de ejemplares alcanza para entrar en la lista de los libros más vendidos.
- María Rosa Lojo. Tradicionalmente, la crítica académica establece distinciones entre “alta” y “baja literatura” y consagra los libros destinados a integrar los currículos escolares y universitarios como futuros “clásicos” nacionales. Pero estas valoraciones se suelen ir modificando con el tiempo. Por ejemplo, Manuel Puig, desdeñado antes por su recuperación del kitsch y de la cultura de masas, hoy es un autor canónico. Lo mismo pasó con el Quijote y con Martín Fierro.
- Fernando Fagnani. En un sentido banal, el ranking de ventas determina qué es buena o mala literatura. Se sigue un axioma simple: si vende, es malo. Esto tiene dos problemas: no siempre es cierto, y nunca implica que si algo no vende es bueno. Y aparte es un axioma reaccionario, porque supone que la mayoría de los lectores son malos lectores. La crítica, y también la Universidad, establecen no tanto lo que es bueno como lo que es valioso. A veces para un determinado campo de estudios, o para una época. Todo el problema, claro, es que establecer la buena y mala literatura es a la vez difícil e inevitable. Cada época termina consagrando autores que a veces superan el marco de su tiempo y a veces, el de varios siglos. Pienso que el elemento más fiable para valorar la importancia de un libro es el paso del tiempo. Algo hay en ciertos títulos que cien o doscientos años después de publicados siguen hablando a los lectores.
- Gabriela Massuh. Una cosa es quién la determina en la realidad del aquí y ahora; otra, quién la determina finalmente. Entre nosotros existe un canon que se rige por una línea definida por Lamborghini, Copi, Fogwill y Aira. Los que vienen después adscriben a ese canon y se consideran antihegemónicos, antiacadémicos, de izquierda, políticos y antimercado. Es una literatura urbana y porteña, un poco nostálgica de la noción de vanguardia, que todavía vive en un mundo sin fisuras, en un presente atemporal de armonías preestablecidas, como el Cándido de Voltaire.
¿Persiste la pelea academia vs. best seller?
- Marcos Mayer. Me parece que entre la academia y el best seller lo único que hay es una profunda indiferencia, sólo quebrada cuando algún autor de éxito (Soriano, Feinmann) ha reclamado ser incorporado a los programas de enseñanza de la literatura.
- Federico Andahazi. La academia es una institución reaccionaria y conservadora por definición. Hay que recordar que los académicos veían con espanto a los nuevos poetas que se negaban a cumplir con las leyes de la rima y de la métrica. Los académicos eran los mismos que se santiguaban ante la aparición de cada nuevo movimiento literario. Como siempre ha sucedido, las academias se ponen del lado del orden, igual que la policía y las fuerzas de represión. Muy bien, hay que mirar quiénes ejercen hoy el poder y ver cuál es la mano que da de comer a los intelectuales que recitan el credo. Dan lástima. Hoy no existe un enfrentamiento entre la academia y el best seller. Al contrario, el poder quiere exhibir números de adhesión en todas las áreas.
- María Rosa Lojo. Persiste sobre todo cuando se trata de autores que surgen por fuera de la academia. Si, pongamos, una novela de Ricardo Piglia está en el ranking de mayores ventas, nadie dice nada. Pero si se trata de alguien consagrado por el público antes que por los académicos, la mirada de la crítica funciona a menudo de manera prejuiciosa. El hecho es que hay tanto best sellers deleznables como textos de calidad. Estar entre los más vendidos no es en sí mismo un indicador estético, ni positivo ni negativo.
- Fernando Fagnani. Me cuesta pensar en un enfrentamiento entre academia y best sellers. Creo que son dos galaxias que coexisten, con sus propios sistemas de referencia y sus propias valoraciones. Supongo que si formara parte de alguna de las dos podría vivir ese enfrentamiento, pero al estar al margen de ambas me parece más bien un dilema antiguo. Sobre todo desde que la academia se preocupa de los géneros populares y de la circulación de los libros.
- Gabriela Massuh. No creo que la academia, en la Argentina, haya tenido demasiada injerencia en los criterios de valoración de la calidad de la literatura. El concepto de “literaturas post autónomas” de Josefina Ludmer calificó con mucha lucidez el desfasaje entre la academia y la producción literaria más allá del best seller; de alguna manera, trazó una línea de defunción entre una y otra con eso de que el objetivo de la escritura contemporánea ya no busca sentido, sino que se limita a “fabricar presente”. Allí está diciendo que la literatura, por haber dejado de serlo, es prácticamente inabordable para la academia.