CULTURA
pascal quignard

La lectura de las letras mudas

El sello argentino El Cuenco de Plata acaba de publicar “El hombre de las tres letras”, la entrega con la que asegura haber finalizado el ciclo “Último reino”, que el escritor francés Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) iniciara en 2002 con “Las sombras errantes”, por el que recibió el Premio Goncourt de ese año. En este nuevo libro, Quignard retoma a su modo la pregunta “¿qu’est-ce que la littérature”, formulada por Jean-Paul Sartre hace setenta y seis años. Por esa razón se trata, tal vez, de sus libros más autobiográficos.

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Pascal Quignard. El libro que acaba de aparecer es la última entrega. | cedoc

En un pasaje de las Confesiones, San Agustín relata un hábito de su maestro, San Ambrosio, quien leía en silencio mientras estaba rodeado de gente. Más que a una forma distinta de lectura, frente a la costumbre de leer en voz alta, Agustín explica este comportamiento por una especie de retiro interior. También se interpretó la escena como el descubrimiento de la lectura silenciosa, que con el tiempo se haría mayoritaria. 

Pascal Quignard, en su libro El hombre de las tres letras, que acaba de publicar El Cuenco de Plata, propone ver en el asombro de Agustín más bien la confirmación de que lo escrito no es una representación de lo hablado, sino una introducción al silencio, donde la voz y la lengua están quietas. Pero Quignard alude además al aislamiento, al silencio en medio de la multitud, porque de alguna manera el que lee se retira del mundo, evita el diálogo, se fabrica un rincón quieto en el ruido del mundo. Y lo que Ambrosio buscaría está más allá del libro que lee, que lo llevará a otros libros, porque no estaría viendo las letras sino el silencio del sentido, el acallamiento de los sentidos, la tregua de la escucha, “es un silencio de los siglos sucesivos”, escribe Quignard, “que se acumula y se contrae en la penumbra de la basílica antigua”. 

Y sin embargo, en la aparente quietud del que lee se esconde una huida, una migración mental. Se parece a un pájaro, con los ojos excesivamente atentos. Quignard compara los “ojos desproporcionados de los lectores” con los inmensos de las lechuzas, pues desde la invención de las lámparas más antiguas el que lee es presa fácil de la noche: busca algo que todavía no aparece, lo que desea o acaso lo que teme, en la oscuridad. 

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Cuando uno lee, otro que no está ahí te lleva a su lugar, un fantasma, una voz desaparecida, que ahora las letras que dan vueltas, que recuerdan el giro violento de una cabeza de animal, no dejan de separar. El muerto, eso que se llama un escritor, no vuelve en la literatura, sino que rapta al que lee y se lo lleva al fondo, por una temporada, como a la chica que todos los inviernos tiene que vivir tapada, encandilada, mientras espera el renacimiento de las flores que parecen mentira en su pieza fría. Es alguien, cualquiera sin nombre, tachado antes del final del libro, que relee a los clásicos, según Quignard, que “cruza el Aqueronte, saluda a las sombras y las llama por sus nombres, manda las almas al paraíso o más bien se une ahí con ellas”. La lectora no habla pero respira, se acuerda de su nombre griego, Psique, y sabe que el cuerpo que más alegría le brinda se escapará para siempre cuando le acerque la lámpara caliente, si llega a cerrar el libro. 

“La lectura es un robo sin ruido”, dice Quignard, porque sería un acto furtivo, y las tres letras de la palabra latina fur quieren decir “ladrón”. Sin embargo, por las extrañas vueltas de la etimología y la derivación de las lenguas, en francés, vol, “robo”, también significa “vuelo”. Parecía entonces que leer era meterse en un rincón, en silencio, movido por la pasión y el insomnio y la falta de normas horarias, como un ladrón que acecha, que entra de noche en una casa ajena para llevarse algo que todavía desconoce, pero luego esa pose furtiva es una actividad felina, con los ojos adaptados a otra luz, que sale afuera o que anticipa una salida, y es también un vuelo sin ruido. Hay una zoología circular en las letras: el ave que planea en silencio puede ser acechada por el gato furtivo. Y el lector que le roba tiempo al día también es arrebatado por el libro. El objeto que buscaba en la oscuridad parece siempre al alcance de la mano, a la vuelta de la página, pero se escapa cada vez un poco más allá, como si el libro nunca fuera a terminarse; y al final, ningún mensaje le estaba dirigido, porque lo escrito no era el comienzo de un diálogo ni un llamado a la acción. 

Tanto leer como escribir son actos que hay que pensar, según Quignard, en completa oposición a la lengua hablada, que surgen de la separación del flujo del habla y de la interrupción de la obediencia y la pertenencia a la comunidad, a la familia lingüística. Por lo tanto, escribir no sería transcribir un habla, sino más bien hacer marcas en una corriente que la memoria tiñe de falsa continuidad. Se trata de escuchar un curso interior, insonoro, mientras se pasan a la mano unas incisiones o curvas y círculos que al mismo tiempo escanden esa escucha intrasensible y la impulsan a revelarse, como piedras que hacen notar la fuerza de lo que fluye en forma de burbujas y espuma. Acaso el que lee pueda entender que se le dirige un mensaje, cuando en realidad se hunde en la espuma de una voz, que nunca se pronunció, nunca atravesó el aire. Entonces, furtivo y raptado, el que clava la vista en las hojas y no mueve ningún miembro, con la lengua fija entre sus mandíbulas, se pone a escuchar el silencio mismo, el absoluto que no existe de ningún modo en la naturaleza, y que es su propio murmullo interno de repente sentido como otro. 

Por la vía secreta de una carta muda se borra toda persona en las letras que se escriben, según una paráfrasis de Tertuliano que hace Quignard, quien traduce: “Siguiendo el sendero oculto de las letras taciturnas, la literatura es el instrumento de toda la vida”. Todo lo vivo, en tanto que todo, es el objeto de la literatura, el tácito instrumento del mundo impersonal. Y sin embargo, debajo está el nombre, el placer individual, el miedo y el goce interiores, porque la deriva de las lenguas es un sueño tan arrebatador como las imágenes y los ritmos de cuentos y poemas. 

“Nadie sabe lo que es la literatura”, escribe Quignard, porque es una palabra sin origen y porque indica una ausencia de persona: nadie está hablando en las letras. Precisamente la palabra latina littera no tiene una etimología cierta. Pero ¿qué hay más allá de la letra? Quignard cuenta un episodio de Suetonio sobre el emperador Claudio, quien había condenado a alguien a muerte y acepta salvarlo a pedido de un pariente. Entonces cruza con una raya el nombre y la letra que abreviaba ese castigo último. Sin embargo, el emperador dice: Litura tamen extet! “Pero el tachón queda”, o sea que subsiste esa incisión que perdonó la vida, como la sombra de la muerte que pasó por encima del nombre. Así también, literatura puede ser tachar la tierra, hacer rayas en la superficie cualquiera del planeta que se pisa: debajo está el nombre, tal vez, pero el tachón subsiste.

También Borges, como se sabe, cita el pasaje de Agustín, en 1951. Libre de los negocios y del ruido, el lector citado por Borges prefigura la divinización del libro, que ya no es un mensaje sino un verdadero cielo, porque el que permanece con la boca cerrada es un iniciado en cosas que no le está permitido revelar. “Aquel hombre –comenta Borges– pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extraño arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin”. O sea a la literatura, escrita por todos y no sabida por nadie, donde cada destino personal es una letra o un párrafo o un verso, y la infinita extensión de las cosas escritas es el único mundo que existe.

A los creyentes, a los lectores, se les promete la resurrección, que es en verdad un retorno al mundo anterior al mundo, un ritmo previo al habla, el pulso de otra mano en lo íntimo del ahora silencioso, que percutió antiguamente, con un punzón, una lapicera o una máquina, la piel animal o la corteza vegetal, y dejó marcas. De pronto las palabras se levantan y se animan ante la vista quieta del creyente, el amante de los libros, y el nombre de nadie, de un muerto, se acerca y le ofrece su amistad, de una vez y para siempre. En eso consiste acaso el culto de los libros, la última fe de la esperanza solitaria, pues como escribe de nuevo Quignard: “La literatura reanima a los muertos en los libros”, pero también “la literatura desembruja la suerte lanzada sobre nosotros en el nacimiento”. La lectura tal vez desencanta entonces el destino que parece arrojado desde que nacemos, bajo un nombre, que siempre persiste, y aunque sea lo único que quede, solo tacharlo nos libra de su hechizo.

 

*Poeta y traductor argentino.