En un poema emblemático, Marianne Moore se pregunta: “¿Qué son los años?”, para desandar en los tiempos vividos, o donde los vivimos, una respuesta a tamaña pregunta de la vida adulta. Por eso resulta una feliz excusa poder celebrar los días vividos –los de la vida que aún pervive en la letra escrita– para erigirlos en homenaje. El 21 de mayo, el poeta Héctor Viel Temperley hubiera cumplido 80 años. Aún resuena su voz en la sala que, a fines de 2012, evocaba su obra y su figura a 25 años de su muerte.
Excusa feliz, cuando de poesía que pervive se trata. Y más cuando esos versos son leídos a contrapelo del tiempo de escritura y engrandecen la imagen de quien, sin lugar a dudas, se ha convertido en un insoslayable. La edición tan oportuna de la Obra completa de Héctor Viel Temperley (que ya ha visto su reedición en Ediciones del Dock) ha configurado uno de esos hechos que merecen subrayarse: la posibilidad de rescatar a un poeta desconocido para toda una generación sub 40. Aquel volumen que vio la luz en 2003 permitió descubrir una serie de libros inhallables, adicionándolos a esas dos piezas finales que a diez años de su muerte, en 1987, el editor Carlos Pereiro había decidido dar a la luz: Crawl y Hospital Británico. Los sub 40 de finales de los 90 descubríamos a un poeta mayúsculo con dos piezas que siguen siendo como un masazo en el medio del sentido y la retórica, que además elevaban a la categoría de mito a quien había abonado, al decir atinadamente por Tamara Kamenszain, una “lírica terminal”. Entre esos versos-mantra, “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis” y “Mi madre es la risa, la libertad, el verano”, hay un espíritu que ya lo ha vuelto clásico, hay una música de estatura lírica incomparable.
Héctor Viel Temperley nació en Buenos Aires el 21 de mayo de 1933. Su obra poética se inicia tempranamente (en estos tiempos en que “joven” es aquel que aún roza la adulta cuarentena) y en verso clásico: Poemas y romances, de 1951, donde aparecen ciertos tópicos vitales y espirituales que no abandonaría a lo largo de más de treinta años de producción continua. Ajeno a los círculos más cerrados de la poesía porteña, conservando un estado periférico, decidió construir una obra silenciosa, apartada, pero que a poco de dejarse leer despertaba la admiración y el reconocimiento de los maestros. A aquel opúsculo del 51 le siguieron otros tres –El arma, Tres ejercicios y Poemas con caballos–, que fueron recogidos bajo este último título en 1956. Le siguieron: El nadador (1967); Humanae vitae mia (1969), donde empieza a vislumbrarse una libertad compositiva por demás sugerente; Plaza Batallón 40 (1971), una especie de mapa poético, guía del indómito viajero; Febrero 72 - Febrero 73 (1973), una forma de la localización, de la marca y la huella, que tan singular y fundamental va a ser como ejercicio de memorabilia en su último libro; y los maduros: Carta de marear (1976), Legión extranjera (1978), Crawl (1982) y Hospital Británico (1987), escrito a la luz de sus últimos días en ese edificio de Parque Patricios.
Cuando hablamos de su ajenidad con el medio, cuando no de una ausencia o un borramiento, el dato más flagrante es el silencio. Así, podemos rastrear en diarios y revistas y poco hallaremos. Por eso la entrevista que el entonces poeta e incipiente narrador Sergio Bizzio le hizo en julio de 1987 para la revista Vuelta Sudamericana, “Viel Temperley: estado de comunión”, constituye una perla. Porque parece imperioso escuchar la voz “real”, doméstica del poeta: “No hice ningún movimiento para acercarme. No estuve en ningún grupo. Siempre huí a las presentaciones”, puntualiza. Y se define a sí mismo: “Seré un místico, un poeta surrealista, cualquier cosa, pero no religioso”.
La recurrencia a las imágenes del cristianismo católico, las invocaciones a los ángeles y la presencia de Dios también hablan de un poeta ajeno a las modas y los modismos, en el centro espiralado de su época, y lo convierten en una rara avis entre los contemporáneos: un poeta místico acriollado. “Un día, le pedía a Dios, con lágrimas:/ Carajo, estate siempre así conmigo/ como ahora./ A vos sí/ te pido que me quieras”, y es ahí donde el éxtasis de la comunión se hace presente, colgando de la boca la hostia del poema. Porque en estado de gracia somos los lectores los que comulgamos en su viva voz. Y en ese espacio casi inédito de la poesía argentina del siglo XX, Héctor Viel Temperley da la comunión a una nueva camada de poetas que bebieron otras aguas benditas. Por eso, leerlo es homenajearlo, completo, nadando a cielo abierto –“respira el cielo”– por su obra, que está indudablemente más viva que nunca. Porque, como concluye aquel poema de Marianne Moore, “Esto es mortalidad,/ esto es eternidad”.