Cuando se habla de booktubers, es decir, de adolescentes que publican videorreseñas de libros por YouTube, en general se suele afirmar que se trata de un fenómeno completamente novedoso, doxa que se sostiene con algunos mantras: “Ahora los chicos leen en comunidad”, “intercambian opiniones”, “valoran mucho más la recomendación de un par que la de un crítico o un librero”, repiten los especialistas.
La realidad es que en el pasado reciente hubo un fenómeno de características similares: el pulp. Esas revistas y novelitas baratas, hechas con la peor pulpa, cuyas aventuras y tapas rutilantes fascinaron a millones de adolescentes, produjeron efectos parecidos a los que hoy se observan en torno a las sagas de J.K. Rowling, George R.R. Martin, Lauren Kate o Cassandra Clare, entre tantos otros.
En ese entonces –década del 30 en adelante–, los jóvenes también construían su propio canon, juzgaban la obra a partir de sus propios criterios estéticos, formaban clubes (en la Argentina hubo varios, sobre todo relacionados a la ciencia ficción, de los que por ahora ningún estudioso se ocupó) y organizaban reuniones o comunidades de lectura que en algunos casos trascendían cualquier limitación geográfica: no había, por supuesto, mails, ni comments, pero sí correspondencia, y mucha: de hecho, y así como hoy les dedican más tiempo a los intercambios virtuales que a la lectura, en esa época, para muchos “dorada”, “la mayor parte de ellos le dedicaban más tiempo a la lectura de cartas de sus compañeros fans que a las revistas profesionales”, recuerda Charles Beaumont en The Bloody Pulps, un ensayito casi de culto publicado en la revista Playboy.
Desde luego, en uno y otro caso los relatos consumidos tienen ingredientes parecidos: mucha acción, aventura, suspenso, personajes sin mucho espesor psicológico con los que se puede generar una rápida empatía, una identificación exprés: doncellas raptadas por organismos tentaculares de Saturno, o por vampiros posmos muy malos que se enfrentan a vampiros buenos, metrosexuales y culposos.
Digamos que en ambos casos se trata, en definitiva, de libros cuyo fin no es estético sino económico –autores que buscan ganarse la vida escribiendo novelitas en un par de semanas–, y de los que la crítica “seria” no se ocupa, como tampoco se ocupa la escuela, lo que para un adolescente, se sabe, termina siendo un atractivo más.
“Lo que yo busco en los libros no es aquello de lo que los críticos profesionales hablan, y por otro lado nunca vas a ver a un crítico hablando profesionalmente sobre algún libro de los que yo leo”, dice Matías Gómez, uno de los jóvenes que introdujeron el fenómeno booktuber en la Argentina, pero tranquilamente lo podría haber enunciado algunos de esos lectores pulp de los años 60, quienes también, por cierto, escribían sus reseñas, que luego publicaban en fanzines, como hoy las publican en YouTube, Instagram –también están las bookstagrammers– o en distintos blogs.
Ahora bien, hasta aquí la tradición: el posible linaje o el paralelismo plutarquiano. Pero, ¿qué es lo realmente nuevo en todo esto? Más allá del uso de las nuevas tecnologías, que habilitan una socialización que ya se advertía en forma embrionaria en, por ejemplo, esos lectores pulp, lo que se observa, en principio, es el lugar que ocupan ahora estos sofisticados video-niños en la industria cultural: las editoriales no sólo les envían libros de prensa, sino también manuscritos, galeras, es decir, han aprendido a sacarles provecho a través de lo que en marketing llaman “prueba de mercado”, lo que ciertamente no debería causar ninguna sorpresa en una sociedad que le suele dar a los púberes más autoridad que a los adultos.
En otro orden, Lucas Soares, ensayista, poeta, doctor en Filosofía, analiza este “movimiento” –así lo llaman muchos de ellos– a partir del clásico de Guy Debord: “Se trata de un fenómeno que responde a una concepción más espectacular de lo literario, quiero decir: a una idea del comentario de libros como espectáculo”, dice (aunque habría que analizar si no estaba ya esa concepción espectacular de lo literario en el pulp), y agrega: “Eso es algo que no está ni bien ni mal, sino que viene a dar cuenta del signo de la época, ligado a una espectacularización de lo afectivo fagocitada por la democratización de canales de difusión que genera la web”.
En general, y si analizamos las videorreseñas en tanto incipiente género discursivo, podemos ver que suelen tener la misma escenografía –el booktuber con su biblioteca detrás– y la misma estructura (o composición, como la llamaba Mijail Bajtín): un saludo a los pares, la sensación que produjo el libro, una síntesis de la trama, que es la parte más extensa, y una opinión que comúnmente consiste en un like o un dislike, aunque en algunos casos también, hay que decirlo, se observan análisis más desarrollados que pueden referirse a la construcción de los personajes o a distintos aspectos de la trama (pocas veces, por cierto, al estilo: otro punto en común más con el pulp).
“En particular, podría decir que yo no evalúo si un libro es bueno o malo, sino si me gusta o no me gusta”, dice Matías Gómez. “Es una opinión subjetiva, porque tiene que ver con mis gustos y con las cosas que yo pueda llegar a analizar de la historia”.
En efecto, por lo general no hay argumentación razonada: lo que se cuenta, el mensaje, es la experiencia de lectura. En términos aristotélicos, no hay tanto logos como pathos, es decir, se enuncia la emoción y al mismo tiempo se intenta suscitarla. Por eso, tal vez, desconfían de quienes usualmente eligen borrar ciertas huellas de subjetividad y prescindir de sus impresiones personales –o al menos camuflarlas–: los críticos profesionales, que utilizan parámetros que son hasta opuestos a los que utilizan ellos, en cuyos videos, por ejemplo, se los ve valorar muy positivamente el suspense, o el hecho de que haya un “mensaje”, una moraleja, lo que, como se sabe, resulta aborrecible para el periodismo cultural y, en general, el mundo letrado.
“La verdad, nunca leí ninguna recomendación de un critico profesional”, dice Juli Ferraro, la booktuber que recientemente entrevistó a Beatriz Sarlo, a quien por cierto le hemos pedido que cuente su experiencia sobre ese encuentro (ver recuadro). “Si tuviera que buscar un motivo, creo que sería por la gran brecha en la edad que nos separa, y que no los conozco lo suficiente como para decir: ‘Sí, si a él le gustó, a mí también’. En cambio, cuando veo un video de un booktuber amigo, yo conozco sus gustos y me transmite algo con su experiencia al leerlo: es diferente”.
En esa dirección, Macarena Yanneli, booktuber y estudiante de Filosofía que, como Matías, se inició en la lectura a partir de Harry Potter, afirma que tampoco lee críticas profesionales, “primero y principal porque no sé dónde encontrar críticas profesionales; supongo que en el diario, pero mi vida es en y con el internet”, dice. “En internet encontré una comunidad de gente que ama lo que yo amo, y me gusta leer lo que tienen para decir. Son jóvenes como yo, que leen lo que a mí también me gusta leer y que tienen una opinión que me interesa leer o ver, y creo que eso es lo mejor del movimiento de los bloggers y booktubers. Me parece que es una cuestión de sentirse más conectado y comprender a la persona que está hablando en la crítica o la reseña”.
En cuanto al estilo de esos “videorreseñistas” –para seguir con el análisis de la videorreseña en tanto género–, podríamos decir que predomina lo desacartonado, el cronolecto adolescente, la implicancia afectiva (“Evalúo un libro, entre otras cosas, por lo que me hizo sentir mientras lo leía”, dice Macarena) y los signos paraverbales: los gestos, las miradas, los movimientos corporales –la kinésica, digamos– y las imágenes o íconos que van apareciendo en la pantalla y que no parecen ocupar un lugar tan marginal: hasta podría decirse, desde una perspectiva semiótica, que lo verbal es sólo un elemento más sin privilegio epistemológico alguno. “Ellos reseñan no sólo con palabras, sino también con gestos de gracia”, dice Soares. “A diferencia de la crítica tradicional, se trata de una prosa crítica al servicio de la imagen. Algo del youtuber Germán, pero con tics letrados”.
Sin embargo, y pese a esas diferencias ostensibles, esos discursos, el de la videorreseña y el de la crítica, tienen también sus puntos de convergencia. “Una de las cosas que me parecen interesantes es cómo ellos pueden llegar a meter algo de su desacartonamiento en la crítica tradicional”, continúa Soares. “Hay sitios como Panamá, La Agenda y otros que ya hacen un tipo de reseña más desestructurada, donde el crítico se implica más afectivamente con lo que reseña. Y quizás hay algo del estilo booktuber que ayude a airear la crítica tradicional”.
El escritor y crítico Martín Kohan, por su parte, coincide en que la crítica necesita cierta renovación (“hay mucho amiguismo, comentarios plagados de elogios huecos y por lo tanto nulos, o bien “enemiguismo”, reseñas cargadas de resentimiento hueco, y nulas por las mismas razones”, dice), pero no cree que el fenómeno booktuber pueda aportar algo: “De un buen crítico literario se espera que pueda fundamentar sus valoraciones literarias presentando sus criterios de valor, la concepción de la literatura desde la cual lee”, dice. “Sin eso, sus juicios quedan apenas como expresión de un gusto personal que, como tal, desde un punto de vista crítico, no dice nada. Los booktubers, que opinan desde el gusto personal y nada más, marcan adecuadamente esa diferencia, y es ésa, a mi entender, la exigencia implícita que nos plantean a los críticos literarios”.
Ahora bien, más allá de estas cuestiones, también cabe preguntarse cuánto hay de moda en todo esto: ¿será un fenómeno destinado a perdurar? ¿Se irá diluyendo en el fluir heraclíteo del riacho tecnológico? ¿Volverá, al igual que el pulp, como una nostalgia?
Carolina Duek, doctora en Ciencias Sociales, investigadora del Conicet, conjetura que en el futuro probablemente no perduren los booktubers como tribu urbana –si es que lo son–, pero sí el booktube como concepto. Kohan, en cambio, habla de un fenómeno efímero pero no por ello poco significativo, o indicativo de otros cambios culturales más profundos.
Pero, ¿qué tal si lo efímero es, en realidad, la crítica clásica? Lucas Soares retoma un concepto de Walter Benjamin y parece considerarlo así: “Si bien con el tiempo estas videorreseñas pueden llegar a resonar más que la crítica tradicional en términos cuantitativos (de vistas, pulgares levantados y viralización), no creo que lleguen a destronar el lugar cualitativo de legitimación que ésta todavía ocupa. Quizás en el futuro la crítica tradicional detente el lugar aurático que hoy tiene el vinilo frente a la avalancha de la música digital”, dice, y no sería extraño en un mundo que gira cada vez más hacia lo emocional, y donde esa seducción de la que hablaba Jean Baudrillard se va afirmando como la principal estratagema de la comunicación social y, en general, de las relaciones humanas, o entre Homo videns.