La historia de los libros perdidos, tienen su propia historia. Éste se corresponde con el epígrafe de Alfonso Reyes con que comienza. La cita pertenece a la presentación que el escritor mexicano escribió al libro Laurence Sterne, Viaje sentimental: “Él mismo explica su vida como una serie de casualidades. La trayectoria de su vida está llena de saltos, idas y venidas imprevistas, como la línea de su pensamiento sinuoso, libérrimo y lleno de sorpresas”.
Libro perdido, de Noe Jitrik, es fiel al epígrafe. La vida contada no cronológicamente rompe con la linealidad que a veces impone el género autobiográfico. Ahí ya encontramos el primer salto.
El segundo, posiblemente en considerar que de alguna manera toda autobiografía es un viaje sentimental. Y en este libro hay, por suerte, algo que la literatura moderna ha perdido: una educación sentimental.
Podemos decir, toda autobiografía, aunque perdida, es un viaje. Muchos de los episodios transcurren en coche. La conversación es grotesca porque uno los supone pasando por una gruta y la etimología los lleva del género a la geografía, nunca al paisaje. Como aparece en el texto: “Y por cierto, la de mis temblores frente a una situación insólita, tan difícil de entender como el paisaje”.
Hay un ejercicio de la discreción del autor casi desde el título: Libro perdido. Marcas (apenas) autobiográficas. No es una historia de vida, no se trata de un libro autobiográfico, tampoco una novela, sino un poco de todo.
Con esto entiendo que el autor dice que, en cualquier recuerdo, memoria, autobiografía, hay algo de la vida que se pierde y que un libro, en ese sentido, es siempre un libro perdido.
Los lentos tranvías y Libro perdido se cruzan entre sí como dos viajeros, Uno lento, en tranvía, como lenta es la infancia, aunque pase rápido; otro como una especie de historia de la carreta, donde un hombre y una mujer, Noé y Tununa, andan por la ruta. A veces, el dramatismo que impone el exilio hace que la escena cambie dramáticamente de un lugar a otro.
Podría concordar con el autor y decir que es cierto, no es una historia de vida, pero si una brújula, un mapa. El exilio afecta la vida, que no es solo la existencia vital, sino la lengua, la amistad, los olores, las calles queridas.
El autor lo sabe, y creo que la discreción responde a eso. Por eso, en el epilogo de Los lentos tranvías, escribe: “Se emplean fórmulas del tipo en aquellos tiempos, o nunca olvidaré esa piel mientras viva”, de inmediato desmentidas, “porque aquellos tiempos no podrán nunca reaparecer ni representar como fueron vividos o transcurridos, ni mi padre podrá reaparecer tal como fue, ni esa piel volverá a estar en ninguna parte salvo por su ausencia”.
Quizás una autobiografía perdida es la presencia de una ausencia. Es la incapacidad de representar vivamente algo de verdad: “En realidad, siempre lo vivido permanece intocado, invulnerable en su química de estampa, tal como está almacenada en mi cerebro; podría por ello volver a escribir sobre los mismos núcleos y siempre se trataría de algo nuevo, de un laborioso rodeo de un eterno recomienzo, porque la estampa es inasible, estática, es como una fotografía que solo yo, en el mejor de los casos, puedo llegar a ver en su sepia, en su pátina.”
Entonces la pregunta pertinente es: ¿de qué se trata? Fácil decirlo. Me gusta que la escritura sea enroscada a la manera de un recuerdo. Sí, vivimos enroscados en los recuerdos: por eso el epílogo anuncia aquello de que de la vida escribimos lo que se ha perdido. Solo podemos espiar nuestra vida través de una cerradura –la escritura. La llave de esa puerta no se tuvo ni siquiera en el momento de esa misma vivencia. Esas tonterías que relatamos.
El texto “Llaves” de Libro perdido es ejemplar. Las llaves pueden ser la de un ghetto que viene desde que nos descubrieron en 1492.
En el relato de ese viaje a Gerona narrado en el Libro perdido –me gusta el título elegido por Noé, porque al haberlo perdido ya no es de él, sino de cada lector que lo encuentre–, dice: “Creí ver, en las puertas de esas casa, las cerraduras y, en ellas, en un efecto lumínico instantáneo, me pareció que brillaban las llaves con las que las habían cerrado por última vez, en el mes de agosto de 1492, antes de meterlas en los bolsillo y conservarlas durante centurias, pensando acaso que algún día regresarían y recuperarían esas paredes tan amadas, de ese país que les había hecho olvidar una mítica Jerusalén a la que algún momento habrían de regresar o que había constituido su efectiva, pero dudosa Jerusalén. Sentí que la figura de la cerradura, el golpe del exilio...”.
Lo extenso de la cita no está para justificar una argumentación, sino porque hay frases que, como diría Vallejo, son un golpe. Esta lo es.
Este libro es una llave, un mapa, una brújula, pero son todos instrumentos que solo están para ser usados al revés.
De pronto aparece una ruta. Un ranchito. De pronto pisamos el suelo y hay nieve. Bueno el primer texto del libro. “Caminata”, fechado en 1998, narra exactamente eso, una caminata por un pueblito de Córdoba, como dice la zamba.
El segundo es “Regresos”, fechado 1986. La vuelta del exilio. Donde cuenta el último encuentro con su hermano, en México, en 1978. El plural ya indica más de un viaje. Un viaje de ida y vuelta, como rezaba el título de aquel libro de György Konrád.
Pero quiero volver a ese 1997, a ese viaje a Gerona: “Me fui de Gerona con esa imagen de la cerradura, que sintetiza, me parece, una historia en un instante, poner la llave, hacerla girar, sacarla, guardarla en la bolsa, mirar la puerta, darle la espalda e iniciar una marcha que no cesa todavía, pero no es la que ahora estamos haciendo nosotros en dirección a una memoria que no queremos perder o, más bien, a la que queremos acercarnos”.
Borges. En un poema hay un verso: “No habrá nunca una puerta./ Estás adentro”.
“El aleteo de Benjamin”: en Portbou, donde Walter Benjamin se quitó la vida. Allí todo recuerda más al temblor que al temor. Una escueta placa recuerda al filósofo alemán. La muerte, como otras cosas, quizá contar la vida, impone una discreción; como dice Mallarmé, la tumba exige de inmediato el silencio.
En el prólogo a El frasquito un libro tan proclive a ser leído en esa clave confesional, escribí: “El estilo siempre le impone un límite a la confesión”.
Graham Greene dice en La infancia perdida que aprender a leer es una llave que abre una cerradura. Lástima, debería haberla puesto en su uno de los tomos de su autobiografía, Vías de escape o Una especie de vida.
Tu libro, querido Noé, es una llave. Un libro perdido, siempre lo puede encontrar otro. En este caso, fue mi caso. Gracias.