En la novela de Mary Shelley (1798-1851), el doctor Frankenstein fabrica una criatura artificial zurciendo fragmentos de cuerpos humanos. Una vez animado, ese engendro resulta digno de la soberbia y la ceguera moral del hombre de ciencia que lo concibió y ejecutó. Por metonimia, acaso por justicia poética, lectores de la novela y espectadores de los filmes que la adaptaron transfirieron al monstruo el nombre del doctor que lo creó.
Aunque en el prólogo a la edición de 1831 la autora confiesa que la idea de Frankenstein la visitó en medio de una pesadilla, difícilmente pudo prever que una interminable descendencia iba a leer como un popular relato de horror lo que intrínsecamente es una fábula ideológica. En ella, es cierto, palpita la tradición de la novela “gótica” inglesa del siglo XVIII: The Castle of Otranto de Horace Walpole, The Monk de Lewis, todo el mundo de ficción que iba a satirizar Jane Austen en Northanger Abbey. Pero no menos presentes están las ideas que en Francia le fueron contemporáneas.
Mary Shelley era hija de William Godwin y Mary Wollstonecraft, intelectuales nutridos del racionalismo del siglo XVIII, atentos a los enciclopedistas que del otro lado del Canal habían preparado la revolución. El padre, autor de Political Justice, fue un ídolo de los progresistas británicos de su tiempo; la madre expuso un temprano credo feminista en The Rights of Women.
A los 16 años de edad, Mary escapó del hogar con un hombre casado, uno de los escritores y artistas que frecuentaban el salón de Godwin: el poeta Shelley, en aquel momento más conocido como agitador libertario que por su poesía. (Su ensayo Una opinión filosófica sobre la reforma del sistema de gobierno en Gran Bretaña, redactado a principios de 1820, permanecería inédito hasta 1920).
Proscriptos socialmente, Mary Godwin y Percy Bysshe Shelley vivieron en Suiza, a orillas del lago Leman, y luego de modo itinerante en distintas ciudades de Italia antes de instalarse en un pueblo de pescadores de la costa de Liguria. Los rodeó, siempre, un fluctuante grupo de amigos: literatos, utopistas, librepensadores. El más asiduo fue Byron. Claire Clairmont, media hermana de Mary que los había seguido cuando dejaron Inglaterra, tuvo una hija de Byron que bautizaron Allegra y murió de tifus a los cinco años de edad.
La noticia llegó durante un embarazo de Mary, y alimentó pesadillas y visiones de un estado febril recurrente. Antes de los 19 años, cuando escribió Frankenstein, ya había perdido tres de cuatro embarazos. Puede especularse si la muerte de la niña dejó una huella en la sensibilidad de una mujer que no lograba dar a luz una criatura viva, de una novelista capaz de imaginar un monstruo fabricado artificialmente.
Mary Shelley enviudó a los 24 años, cuando la barca del poeta naufragó en aguas del Tirreno. De vuelta en Londres con su único hijo, en una situación económica precaria, recibió propuestas de matrimonio que le hubieran asegurado estabilidad; no las aceptó, confesó en cartas y en su diario, por no perder el apellido del poeta. Se dedicó a editar la poesía completa de Shelley y redactó varias novelas que no obtuvieron la repercusión de Frankenstein. Una de ellas, Ladore, contiene atisbos autobiográficos y retrata a reconocibles personajes del círculo de expatriados que la rodeó en sus años jóvenes.
A mitad del siglo XX, Muriel Spark reivindicó The Last Man, 1826, como novela superior. La trama narra el avance de una plaga que arrasa el planeta y deja vivo a un solo hombre. La acción ocurre en el futuro, en el año 2075, en una Inglaterra convertida en república. La peste provoca una descomposición social progresiva, los privilegiados se entregan al hedonismo y los asedian pandillas criminales que hoy parecen anticipar las de La naranja mecánica.
Aunque en varias ocasiones admitió que fueron las conversaciones escuchadas entre Shelley y Byron lo que le sugirió el tema de su obra más popular, la base de su fama, Mary Shelley estaba tan lejos de practicar el libertinaje de Byron como de creer realizables las utopías sociales de su esposo. En ambas novelas mencionadas se trasluce un fuerte escepticismo, cuán consciente es difícil precisar, ante el humanismo del padre, una profunda desconfianza de la glorificación del hombre por el hombre a la que tendía el racionalismo del siglo XVIII, una intuición profética de la catástrofe a la que conduce el optimismo cientificista. El título completo de su novela más famosa es Frankenstein, or The Modern Prometheus.
La criatura del doctor Frankenstein sería la primera encarnación del “hombre nuevo”, esa entelequia que en el siglo siguiente iban a promover, dejando un variable reguero de víctimas, tanto fascismo como comunismo. Mussolini, Lenin, el mariscal Pétain y Pol-Pot lo invocaron. En su apelación a una violencia redentora, terapéutica, puede oírse un eco de las palabras de un temprano apóstol del “hombre nuevo”: Saint-Just, “el arcángel del terror”, guillotinado él mismo a la edad de 26 años, en ese momento de la Revolución Francesa que la historia llama precisamente “el terror”. “La humanidad saldrá regenerada de este baño de sangre” había prometido. Es probable que la mujer que imaginó al doctor Frankenstein lo haya escuchado.