El caso de Los versos satánicos, de Salman Rushdie, prohibido en Oriente Medio en 1989 hasta hoy porque se considera una blasfemia contra la religión islámica, es quizá el más conocido pero no el único. Actualmente están prohibidos o censurados, en distintos lugares del planeta, varios libros. Por ejemplo, El código Da Vinci está prohibido en el Líbano debido a que ofende a los católicos libaneses, o las novelas de Vargas Llosa y Cabrera Infante (y varios más) en Cuba por razones políticas, como en China (entre otros libros que suelen adquirirse en librerías de Hong Kong) Cisnes salvajes, de Jung Chang –alrededor de 13 millones de ejemplares vendidos mundialmente–, que permanece censurada desde su publicación, en 1991, por su visión del régimen de Mao. En Rusia, desde 2012 están prohibidos todos los libros de L. Ron Hubbard, escritor estadounidense de ciencia ficción y fundador de la Cienciología. Del mismo modo, The Peaceful Pill Handbook (El manual de la píldora tranquila), escrito por dos médicos australianos, aunque comercializado por Amazon, en Australia sólo se puede vender en una versión reducida y con leyendas de advertencia en la cubierta porque enseña técnicas de eutanasia.
Pero entre las democracias occidentales, donde más libros se censuran en la actualidad, y no por decisión del gobierno sino por acción directa de los propios ciudadanos, es Estados Unidos. A principios de los 80 hubo un aumento tal de libros censurados en bibliotecas, escuelas y librerías que llevó a la Asociación de Bibliotecarios Estadounidenses a publicar una lista anual de ellos. Por eso mismo, desde 1982, entre el 22 y el 28 de septiembre se celebra anualmente en ese país la Banned Books Week (“Semana del Libro Prohibido”), organizada por ALA y una docena de organizaciones nacionales de editores, libreros, maestros y escritores. Algunos de los libros prohibidos más conocidos son Cien años de soledad, de García Márquez (eliminado en 1986 de la bibliografía de una secundaria en California por ser considerado “basura literaria”); Gringo viejo, de Carlos Fuentes; El guardián entre el centeno, de Salinger; Las aventuras de Huckleberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain; La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne; Moby Dick, de Herman Melville (estas dos últimas, por ser “conflictivas” respecto de los valores de la ciudad texana de Lindale), o La zona muerta, de Stephen King, entre muchos más. El epítome ocurrió en 2001, cuando una horda de padres indignados de Lewiston, Maine, quemaron públicamente cientos de ejemplares de Harry Potter y la piedra filosofal por incentivar la brujería.
No es nueva esta rabia censora en Estados Unidos. Durante los diez años de la caza de brujas anticomunista promovida por el senador McCarthy, de 1947 a 1957, se censuraron más de 30 mil libros, entre ellos obras de Thomas Mann, Einstein, Freud, Hammett y Sartre, versiones de Robin Hood o la novela Espartaco, de Howard Fast, y varios escritores –como Bertolt Brecht– y guionistas de la industria del cine –como Dalton Trumbo– pasaron a integrar listas negras.
Publicada en 1953 por primera vez en episodios en la revista Playboy, la novela distópica Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (protagonizada por Montag, un bombero encargado de quemar libros por orden del gobierno), surgió como una crítica a la censura de libros organizada por el macartismo. Tampoco en esa época, a decir verdad, la práctica era nueva: en los 30 se prohibieron El maravilloso mago de Oz, de Frank Baum, el Ulises de Joyce, Las uvas de la ira, de Steinbeck, y Trópico de Cáncer, de Henry Miller (proscripto hasta 1966). El heraldo de la prohibición estadounidense de libros es el evangelista Anthony Comstock, inspirador de la llamada “ley Comstock” contra la obscenidad, sancionada por el gobierno federal en 1873, lo que permitió a la Sociedad Neoyorquina para la Supresión del Vicio, impulsada por él, incinerar unas 160 toneladas de libros.
De cualquier manera, el siglo XX no fue especialmente una buena época para la serena existencia de los libros. En el mismo año en que Estados Unidos levantaba la proscripción del Ulises, en Alemania se llevaba a cabo una de las más grandes quemas de libros de la historia. El “bibliocausto”, como lo llamó premonitoriamente el Times, concebido por Goebbels y liderado por la Unión Estudiantil Nacionalsocialista, se realizó entre el 10 de mayo y principios de julio de 1933 en 22 universidades: miles de ejemplares fueron confiscados de bibliotecas públicas y privadas por grupos de las SA y las Juventudes Hitlerianas y arrojados a hogueras. El primer incendio de libros de autores “antialemanes” (una amplia lista: Freud, Einstein, Barbusse, Brecht, Hemingway, Kafka, Georg Kaiser, Jack London, Heinrich y Thomas Mann, Marx, Musil, H.G. Wells, Zola, Stefan Zweig, etc.) se celebró en la Opernplatz, frente a la Universidad Humboldt, en Berlín, en presencia del mismo Goebbels, y se propagó metódicamente. En realidad, la campaña había empezado el 11 de abril, en Düsseldorf, con la destrucción de libros comunistas y judíos, y terminó en 1945, si bien muchos sólo fueron secuestrados y almacenados en depósitos de bibliotecas. Todavía en 2010 la Biblioteca Pública de Nuremberg publicaba en internet una lista con nombres de judíos a los que les habían sustraído unos 10 mil libros y documentos durante el régimen nazi, para que sus propietarios o herederos los reclamasen.
Además, al poco tiempo del “bibliocausto” recrudeció la censura en la Unión Soviética. Desde 1922 existía la Administración Principal para Asuntos Literarios y Editoriales (Glavlit), que se encargaba de prohibir libros –entre otros, en 1929, Las aventuras de Sherlock Holmes, de Arthur Conan-Doyle, por promover el ocultismo–, y desde 1923 la Administración Principal para el Repertorio, que prohibía obras de teatro, pero en 1936 ambos organismos quedaron bajo el control del Comité Central, que amplió la burocracia de la oficina de censura a más de 6 mil personas. Como si no bastara, Stalin en persona proscribía libros y, de paso, escritores. En 1938, el gran poeta ruso Osip Mandelshtam, quien en 1934 había sido condenado a tres años de destierro en los Urales por escribir un poema contra Stalin, fue deportado a un campo de trabajo en Kolymá (Siberia), donde murió ese mismo año –y no sería el único–. En la Gran Purga que comenzó por entonces, aparte de otros cientos de opositores, fue ejecutado el filósofo marxista Nikolái Bujarin, un antiguo miembro del partido bolchevique. Más tarde, el régimen soviético también persiguió a escritores como Orwell (además de 1984, Rebelión en la granja fue prohibido entre 1945 y 1990), Bulgakov, Pasternak y Solzhenitsyn.
Pero hay más. El pozo de la soledad, de Radclyffe Hall, fue prohibido en el Reino Unido de 1928 a 1949 por relatar relaciones lésbicas, al igual que El amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence, desde 1928 hasta 1960. En 1931, el gobernador de la provincia de Hunan, China, prohibió Alicia en el país de las maravillas y, en 1932, Un mundo feliz, de Aldous Huxley fue vedada en Irlanda por promiscuidad sexual. En España, Franco, recién llegado al poder, emulando a sus amigos nazis y fascistas, en 1939 comenzó por prohibir (y lo haría durante 36 años más) a autores “degenerados” como Kant, Stendhal, Goethe, Balzac e Ibsen. Publicada en 1955, Lolita, de Vladimir Nabokov, fue de inmediato prohibida en Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Nueva Zelanda, Sudáfrica y Argentina. En 1960, la Justicia alemana declaró inmoral la novela de Nabokov, y en 1965 cientos de ejemplares ardieron en una hoguera en Düsseldorf. En Estados Unidos, en 1962, Almuerzo desnudo, de Burroughs, fue censurado por obscenidad, y American Psycho, de Bret Easton Ellis, fue prohibida en Alemania de 1995 al 2000 por violencia y misoginia.
Cabe recordar que el Index librorum prohibitorum, el índice de libros prohibidos por la Iglesia Católica, cuya última edición data de 1948, recién fue suprimido en 1966 por el papa Pablo VI. Desde su creación, en 1564, por Pío IV y a solicitud del Concilio de Trento, el Index prohibió para toda la cristiandad las obras –entre muchas más, sobre todo de ocultismo y magia– de Lutero, Calvino, Erasmo de Rotterdam, Boccaccio, Copérnico, Rabelais, Montaigne, La Fontaine, Descartes, Diderot, Hobbes, Spinoza, Pascal, Hume, Montesquieu, Balzac, Zola, Maeterlinck, Gide y Sartre. Entre los libros prohibidos se destacan El lazarillo de Tormes, El contrato social y Emilio, de Rousseau, algunas obras de Sade, la Crítica de la razón pura, de Kant, Rojo y negro, de Stendhal, Los miserables (censurado también por la Justicia francesa) y Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo, Madame Bovary, de Flaubert (juzgado también en Francia por ofensa a la moral pública y religiosa), el Curso de filosofía positiva, de Comte, y La evolución creadora, de Bergson. En cualquier caso, el evento acaso más espeluznante provocado por el Index fue, en 1600, la ignición de Sobre el infinito universo y los mundos junto con su autor, Giordano Bruno.
No parece exagerado afirmar que la madre, por decir así, de los libros prohibidos en Occidente fue la Inquisición, originada en 1184 en el sur de Francia (en Languedoc, Occitania) durante el papado de Gregorio IX, con el propósito de erradicar la herejía de los albigenses (o cátaros) y proteger la fe católica. Con ese objetivo, a fines del siglo XV se produjo en Florencia una importante incineración de libros y obras artísticas consideradas inmorales –la llamada “hoguera de las vanidades”–, promovida por el domínico Savonarola. En 1558, el papa Paulo IV ordenó a los inquisidores que confeccionaran un índice de libros prohibidos, el primer antecedente oficial del Index, si bien un poco tarde puesto que ya existían los índices de la Inquisición española (1551) –el primer auto de fe se celebró en Sevilla a principios de 1481, cuando ardieron en la hoguera seis acusados de judaísmo–, el de Venecia (1543) y el de Lovaina (1546). Prontamente, en 1562, el sacerdote Diego de Landa quemó los códices mayas en el Yucatán. Tampoco esto era nuevo. Las requisas y destrucciones de libros heréticos por parte de la Iglesia (como relata instructivamente el film Agora de Alejandro Amenábar, sobre la vida y muerte de la filósofa griega Hipatia de Alejandría) ya se habían multiplicado entre 379 y 395 con los emperadores romanos Teodosio I (responsable en 380 de hacer del cristianismo niceno o católico la religión oficial del imperio mediante el Edicto de Tesalónica) y Valentiniano II.
Aun antes, en una carta pascual del 367, el obispo de Alejandría, san Atanasio, mandó a los monjes egipcios que destruyeran todos aquellos escritos evangélicos que él mismo no había clasificado como adecuados y magistrales. Los investigadores creen que el códice con fragmentos del Evangelio de Judas descubierto a orillas del Nilo en 1970, unos 225 km al sur de El Cairo, adjudicado a una secta gnóstica, es parte de un libro que se perdió mediante esta técnica de destrucción masiva.
Sea como fuere, según Werner Fuld en Breve historia de los libros prohibidos, la Iglesia no inventó la pira incendiaria como destino de los libros indeseables. La biblioteca de Alejandría, fundada a comienzos del siglo III aC, no sólo pereció a causa de los incendios bélicos y los terremotos, sino también por los ataques de paganos, cristianos y musulmanes. En 642, durante el asalto y la ocupación de Alejandría por parte de los ejércitos árabes al mando del califa Umar ibn al-Jattab, éste ordenó destruir todos los libros de la biblioteca que se ajustaran o no al Corán, ya que en el primer caso eran superfluos y en el segundo heréticos. Siguiendo el razonamiento de Umar, un siglo antes del Index, en 1453 los turcos otomanos saquearon Constantinopla –capital del Imperio Romano de Oriente– y destruyeron miles de libros que no coincidían con la fe de Mahoma.
Es un viejo hábito de la humanidad prohibir e incinerar libros. La primera quema de libros en Roma la prescribió el emperador Augusto en el siglo 12 aC con obras místicas y proféticas. Según relata Diógenes Laercio, el primer libro confiscado y quemado en Grecia (y, por lo tanto, en Occidente) se remonta al siglo V aC, cuando el sofista Protágoras de Abdera fue acusado de impiedad y blasfemia por haber afirmado en Sobre los dioses que era imposible saber si ellos existían. Sin embargo, que se sepa, la primera prohibición masiva de libros en la historia, seguida de ignición y eliminación física de los adversarios de la medida, fue la ordenada por el emperador chino Shih-Huang Ti –el mismo que levantó la gran muralla– en el año 213 aC, hecho al que Jorge Luis Borges ha dedicado su ensayo Las murallas y los libros, incluido en Otras inquisiciones. Al parecer –no es la “conjetura” borgeana–, Shih-Huang Ti mandó destruir todas las obras escritas que no fueran sobre agricultura, medicina o adivinación para borrar cualquier vestigio de la doctrina de Confucio o las ideas antiguas contrarias a su régimen.
En Historia universal de la destrucción de libros, Fernando Báez, asesor de la Unesco y experto en bibliotecas antiguas, afirma que los libros son perseguidos con el fin de aniquilar el patrimonio de ideas de una cultura entera. A ello hay muy poco que agregar, salvo que, siendo así, periódicamente la cultura humana se autodestruye.