Los colores rojizos abren El matadero (1871), de Esteban Echeverría. La sangre y la lucha, la violencia, el físico, el cuerpo a cuerpo están en las primeras páginas de la tradición literaria argentina. Pero también el comienzo da cuenta de la abstinencia de carne –la cuaresma–. La escasez de carne es el disparador para buscarla.
La “guerra intestina entre estómagos” pone en escena una forma de la gastronomía local: el placer de comer va la de mano con la lucha. Los huevos del toro y los pedos del pueblo, alimentado a porotos y pescado, sin carne. Necesitamos la carne de vaca con desesperación y abuso: somos carnívoros. Y la declaración de Matasiete: “A nalga pelada denle verga”, para asistir a la violación (no consumada) del unitario por parte de los federales. La sodomía está en el comienzo. Verga y puñal marcan el despertar, por lo tanto, el placer –del comer y sexual– es inescindible de la violencia, como también se pone en evidencia en La refalosa, de Hilario Ascasubi.
¿Por qué es complejo y hasta impropio pensar el placer en la literatura argentina? La tradición caudillesca opera de modo vital: el hedonismo requiere, como condición, la autonomía, el autogobierno. Como señala Juan Bautista Alberdi en la conferencia Peregrinación de luz del día en América (1871): “Los argentinos tenemos libertad exterior –independencia– pero no libertad interior –moral, autonomía”.
Al no ser moralmente libres y precisar de libertadores –San Martín o Bolívar– y luego caudillos, jefes o duces, nos resulta por lo menos difícil gozar el placer al ser percibido como insultante con respecto al pater familias. Domingo Faustino Sarmiento triunfó conceptualmente porque comprendió esa lógica que definió a través de las categorías de “civilización y barbarie”.
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