Mayoritario y hegemónico durante más de una década, el chavismo modificó radicalmente el panorama político en Venezuela. La irrupción en la escena pública de Hugo Chávez, uno de esos personajes históricos irrepetibles, capaz de suscitar tanta devoción como odio, prefiguró un nuevo país, más igualitario para unos, sectario para otros. Tal fue la magnitud de ese nuevo e inopinado “ismo” de tintes nacionalistas, marxistas, cristianos y militaristas, que el país acabó polarizado en dos mitades aparentemente irreconciliables, como quedó patente en las elecciones de abril. Y aunque la literatura se impregnó en parte de esa segmentación con la aparición de autores marcadamente chavistas y antichavistas, algo mucho más relevante sucedió en las letras venezolanas en los últimos tiempos: la silenciosa eclosión de una camada de narradores de alto vuelo. A pesar de los tiempos convulsos que vive el país, o quizá gracias a ellos, la narrativa venezolana parece estar enhorabuena.
Lector compulsivo, a Hugo Chávez le gustaba airear en público sus preferencias literarias al punto que en cierta cumbre de jefes de Estado no pudo reprimirse, se acercó a Barack Obama y le endosó un ejemplar de uno de sus libros fetiche: Las venas abiertas de América latina, de su admirado Galeano. Fiel a esa pasión lectora, el comandante promocionó los libros (“la artillería del pensamiento”), y su revolución bolivariana se filtró también en el mundo de la cultura. Se creó el Ministerio del Poder Popular para la Cultura y con los años llegó a aparecer incluso una denominada red de escritores socialistas.
A pesar de esa vocación hegemónica, el chavismo, por una u otra razón, no desmanteló los cimientos de la “democracia burguesa” a la que tanto denostó de palabra. Y su rodillo político-cultural, aunque vigoroso, no desarrolló los postulados maximalistas de la Revolución Cubana. En las “palabras a los intelectuales”, pronunciadas en junio de 1961, Fidel Castro dejó muy claro a qué debían atenerse los escritores y artistas en la nueva era revolucionaria. Una célebre frase de Fidel sintetiza su idea del lugar que debe ocupar el intelectual: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. Castro no inventaba nada nuevo con ese apotegma. Como en casi todo lo que acometió, no hizo sino remedar, con un “touch” caribeño, algunas directrices ya implantadas en la Unión Soviética. Trotsky ya lo había dejado escrito en 1924 en Literatura y revolución: “Durante el período de transición, nuestra política artística puede y debe consistir en ayudar a los diferentes grupos y escuelas artísticas salidos de la revolución a captar correctamente el sentido histórico de la época y una vez haberles colocado ante el siguiente criterio categórico, ‘por la revolución o contra la revolución’, concederles una total libertad de autodeterminación en el terreno del arte”.
Para el crítico peruano Julio Ortega, profesor de Estudios Hispánicos en la Universidad de Brown, Estados Unidos, esa polarización política que vive la sociedad venezolana no se ha trasladado de una manera generalizada a la narrativa: “En Venezuela, como en todas partes, hay una división entre los escritores por motivos políticos. La política es el gran malentendido de la cultura latinoamericana. Borges se hizo conservador, dijo, porque era la única filosofía que no reclamaba pasiones. Y Vallejo fue tentado por el trotskismo, aunque pasa todavía hoy por comunista”. Ortega también observa esas distorsiones al repasar algunos casos de la literatura universal: “Los libros, digamos, son más imparciales que la política. Hay autores de derechas que escriben libros de izquierdas, y al revés. Balzac es el mejor ejemplo: creyó haber escrito para elogiar a la burguesía, pero terminó desprestigiándola. Y el peor ejemplo es Swift, que escribió su Gulliver para demostrar su poca fe en la humanidad, pero el libro terminó en manos de los niños”.
Ortega, sin embargo, reconoce que en Venezuela existen escritores fervorosamente chavistas y otros apasionadamente antichavistas: “Tengo amigos en ambos lados y trato de entender sus razones, ya que tienen argumentos debatibles. Yo he tratado de persuadir a ambos lados de que el aparato cultural estatal no es del gobierno, es de la sociedad civil. Mientras haya elecciones, el aparato de Estado debe ser social y socializado; esto es, abierto y compartido. Su producción cultural es de la sociedad, no de un partido”.
Gabriel Payares (Hotel, 2012), uno de los jóvenes narradores venezolanos con más proyección, cree que ningún ámbito de la vida venezolana ha escapado a la fractura. Pero en el caso del mundo de la cultura, precisa: “Me parece que esa condición (la polarización) es mucho más evidente en el mundo editorial que en el mundo literario como tal. Creo que existen discursos nacionales mucho más intensos que el literario para hacerse cargo de encarnar y conducir este sentimiento de escisión que hoy en día nos resulta tan inevitable”.
La fractura existe desde el momento en que los intelectuales toman partido por una u otra tendencia política. Alberto Barrera Tyzska, Federico Vegas o Francisco Suniaga, por citar a algunos de los autores más populares del momento, se encuentran más cerca de la oposición. Y Carlos Noguera o Humberto Mata (el primero, presidente de la editorial estatal Monte Avila y el segundo, de la Biblioteca Ayacucho) están claramente asociados al chavismo. La politización ha llegado hasta la concesión del prestigioso premio internacional Rómulo Gallegos. Algunos autores críticos con el poder, como Israel Centeno, han remarcado en artículos recientes que, aunque el galardón no ha perdido sus cotas de calidad, en los últimos años ha recaído en escritores con marchamo de izquierda.
Para Miguel Gomes, narrador venezolano y profesor de Literatura en la Universidad de Connecticut, la literatura se ha contagiado claramente del clima político: “No me cabe duda. Hay personas que lo quieren negar y atacan las lecturas políticas de esa literatura ocultando a duras penas una nostalgia muy pequeñoburguesa por la literatura aparentemente apolítica de la década de los 60 y la de los 80. Lo considero un grave error, porque uno de los grandes atractivos de la nueva literatura venezolana es integrar sabiamente lo colectivo y lo íntimo, tejiendo discursos múltiples, heterogéneos, capaces de albergar interpretaciones igual de variadas”.
Pero el fenómeno chavista, en opinión de Payares, todavía no se ha relatado de una forma literaria: “Tal vez porque hace falta una mayor distancia temporal, crítica y afectiva para poder procesar lo vivido, y aún se tiene la sensación de estar, como decía un famoso presentador de noticias venezolano, ante ‘los acontecimientos en pleno desarrollo’. Creo que en la actualidad se corre el riesgo considerable de volver panfleto la literatura, ya sea por afinidad o por enemistad con el proceso, y en ese sentido se escogen caminos más sinuosos, menos obvios, más oblicuos”.
Hace unos meses, se celebró en Caracas el II Encuentro Internacional de Narradores, organizado por la editorial Monte Avila, un evento institucional al que fueron invitados algunos escritores etiquetados como opositores. Autores como Ana Teresa Torres criticaron la presencia en ese foro de los narradores antichavistas, como Gisela Kozak, que protagonizó una polémica con los oficialistas Noguera y Mata. “Segundo desencuentro internacional de narradores”, tituló Torres su artículo en la revista Prodavinci, donde abogaba por no acudir a ese tipo de actos bendecidos por el chavismo. Como experto en literatura latinoamericana, Ortega asistió a ese encuentro y, aunque reconoce que los tiempos en Venezuela no son muy propicios para el diálogo, no pierde la esperanza. “Hace más de veinte años que sigo con atención la literatura venezolana, y no sólo he escrito sobre algunas de sus voces, también he incluido sus libros en series a mi cargo, he organizado coloquios sobre los mismos y sigo insistiendo en sumarlos al diálogo. Me parece un derroche que las partes en disputa no se sienten a conversar y acuerden una agenda mínima de acciones. Este es, claro, el peor momento político para ello. Pero no hay que olvidar que la política ha sido casi siempre parte del mal tiempo venezolano. Confío en que el clima se despeje”.
Poco difundida más allá de sus fronteras, la literatura venezolana ha transitado desde sus orígenes bajo la alargada sombra de otras narrativas latinoamericanas más y mejor publicitadas. Exceptuando a Rómulo Gallegos (1884-1969) y su mil veces citada Doña Bárbara y a Arturo Uslar Pietri (1906-2001), que legó una de esas novelas señeras de la literatura en español de todos los tiempos, Las lanzas coloradas, apenas hay autores venezolanos en el canon de la literatura en español. Mientras los autores mexicanos, colombianos, argentinos o chilenos, entre otros, se apropiaban de los discursos narrativos en las últimas décadas, Venezuela quedó fuera de juego ante la aparición de figuras como Borges, Rulfo, Cortázar, Fuentes, Octavio Paz, García Márquez, Vargas Llosa, Neruda o Gabriela Mistral, los cinco últimos laureados con el Premio Nobel.
Para Gomes, el problema no radica en la calidad de la producción literaria sino en la precariedad de los medios de difusión y “en la incapacidad de intervenir en los canales de legitimación simbólica del exterior”. “Literaturas mucho menos interesantes y ricas –explica Gomes– se discuten y estudian (en el extranjero) mucho más que la venezolana por las peculiaridades demográficas y los accidentes que han ido configurando las expectativas y los gustos en los centros de poder intelectual”.
Y aunque la literatura venezolana sufre todavía hoy los males de una escasa difusión en el extranjero, atraviesa, según los críticos, por su mejor momento. Así lo cree Ortega, que tiene su propio canon nacional: José Balza, Victoria De Stéfano, Carlos Noguera, Ednodio Quintero, Humberto Mata, Federico Vegas, Ana Teresa Torres, Antonio López Ortega, Israel Centeno, Helena Arellano, Juan Carlos Méndez Guedes y Gabriel Payares. “Esos autores, entre otros más –apunta Ortega–, son excelentes, distintos, inventivos y altamente legibles”.
Gomes coincide con Ortega en la selección de los valores actuales de la narrativa de su país. Y agrega los nombres de Alberto Barrera Tyzska, Gisela Kozak, Gustavo Valle y Eduardo Sánchez Rugeles. “Venezuela –apunta Gomes– ha tenido otros períodos de gran vitalidad literaria, pero éste, en particular, podría ser uno de los mejores.”