CULTURA
Apuntes en viaje

La vida silvestre

Mientras la gente iba llegando y hablábamos de esto y aquello, vi que un ratón, otro más pequeño que el de la mañana, trataba de entrar en la casa. Era un ratoncito gris, muy simpático.

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La vida silvestre. | marta toledo

La mañana empezó enrarecida. Apenas salieron, los perros empezaron a dar vueltas alrededor del deck, olisqueando, se metieron, salieron sin novedad, siguieron hurgando los alrededores del container, abajo, metiendo el hocico, escarbando. Me eché en el suelo a mirar con ellos alumbrando la profundidad con la linterna del teléfono. Nada. Una colonia de hongos raquíticos, casi transparentes, que me asustó porque pensé que era un bicho. Nada más. Oscuridad, tierra, el olor a moho que hay en esa distancia breve entre el suelo y el piso de metal. Sin embargo los perros no dejaron de buscar, nerviosos. De a ratos se olvidaban y volvían a sus asuntos: el manto negro del vecino que siempre los tiene muy ocupados sobre todo porque los ignora. Pero de repente abandonaban sus puntos de vigilancia contra el cerco que separa los terrenos y volvían al deck. Pensé que sería una iguana. Hay varias y como ya subió la temperatura empezarán a salir. Pensé que en cualquier momento el bicho se hartaría y les pegaría un zarpazo o un coletazo en los hocicos curiosos, que saldrían gimiendo e irían a frotarse las caras en el pasto para aliviar el ardor.

Cerca del mediodía la gata trajo un ratón en la boca. Logré que lo soltara, el animalito estaba vivo pero tenía algunas mordidas en el cuerpo. Fui a buscar algo para agarrarlo y devolverlo a las malezas que crecen entre la calle y la casa, pero entre que fui y volví la gata lo agarró de nuevo y se lo llevó abajo del deck. No sé qué pasó después. Pero en los siguientes patrullajes los perros no salieron con el pequeño cadáver así que me imagino que escapó o la gata se lo comió. Es más probable lo primero: estos gatos cazan pero no tienen hambre.

Con el correr del día los perros se olvidaron del misterio o el olor del intruso habrá ido amainando. Seguro era la iguana, que ya se habría ido.

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No hubo luz por varias horas así que yo también me olvidé del asunto y me fui a leer al sol: La telepatía nacional, de Roque Larraquy y Meteoro, de Julián López. Una novela deliciosa, graciosa, irreverente y lejos de los lugares comunes, como La comemadre. Y el libro de poemas tan esperado, tan contundente y amoroso: cuando es poesía, fue lo primero que pensé luego de leer los primeros poemas: cuando es poesía.

A la tarde volvió la luz y con la luz las obligaciones. Estoy harta de ver mi cara en el Zoom.

Ya a la tardecita me conecté de nuevo para dar un taller. Mientras la gente iba llegando y hablábamos de esto y aquello, vi que un ratón, otro más pequeño que el de la mañana, trataba de entrar en la casa. Era un ratoncito gris, muy simpático. Como estaba todo cerrado no pudo entrar y se fue. Por suerte los gatos ya estaban adentro.

Terminó la clase, de noche. Mientras se hacía la comida, volví a sentarme a ver algunas cosas en la computadora. La luz de afuera estaba encendida. De pronto vi que algo salía muy lentamente de abajo del deck: una comadreja con la mitad del cuerpo malherido, arrastrando sus patas traseras. Se detuvo un momento y miró hacia la luz. Los ojos brillantes, tal vez afiebrados por la cercanía de la muerte. Volvió apenas la cabeza y después siguió andando como pudo, perdiéndose en la oscuridad. Qué noche más triste: allá afuera la comadreja muriendo. Acá adentro yo, sin poder hacer nada.