CULTURA
Apuntes en viaje

Lancha cactus

Entonces las luces vivas de las casas quedan atrapadas detrás de ese cerco que las vuelve intermitentes y delgadas, apenas si llegan al río convertidas en reflejo.

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Lancha cactus. | Marta Toledo

Intento repavimentar el ciclo de imágenes en loop, pero a juzgar por la voz de ese hombre-péndulo, presiento el abandono de inmediato. Irene baja los párpados, ríe la otra risa cuando reaparecían entre el humo los hombres mostrando las palmas, señalándole ramitas venosas. En cualquier caso prefiere silabear en su ranchito y observarse el borde de los dedos, dedos algunos indibujables en el infinito iridiscente; inmóviles dedos enraizados al silabeo. Se observa, persiste. Sabe y silabea. Está esculpida por la desazón, la acuosidad todavía más extensa que el papel arrancado, programada a la desesperación.

Buscando la evasión a mi destino, logro ver un punto luminoso que me enceguece e intento por todos los medios sensibles repelerlo. Me siento inútil, fuera del nido y entonces temo degradarme hasta quemarme por completo. El llorar ineludible se alista para proceder, pero una tos repentina me espabila.

Entrelazado el organismo con el cactus, tironeado apenas por un reflejo pálido que sin embargo de manera elástica y ascendente consigue desintegrar lo que aún queda de razón. El motor de la lancha está apagado. El espejo de agua encendido. Todo lo que acontece de aquí en más recupera en cierto modo el pulso vital.

Marcos se quita las gafas y respira hondo, lo más hondo posible hasta deshacer el grumo de las vísceras y palidecer un poco, el cerebro expuesto al blanco diente; más bien sepia. Con gestualidad sintomática, los ojos glaseados, imprime en el rostro un tenue repertorio onírico, rictus boquiabierto, salvajemente forzado. Ha parado de llover y el viento de la borrasca no sólo parece más viento sino que arrastra consigo el olor de la legión fétida. Bajo un océano de nubes, en medio de aquel crescendo de zozobra etcétera, sus pómulos están húmedos e hinchados por el llanto. Sofoca un hipo de dolor.

La lancha sigue río abajo. Seguimos. 

Los disparos de los cazadores de la tierra firme resuenan como una abrumadora descarga y disipan definitivamente las nieblas del cabeceo. De la alameda se desprenden manojos de pájaros, como expulsados por un maleficio, partiendo hacia el cielo, desorientados; y las aves toman rumbos distintos para buscarse luego, en un punto de la ancha avenida, para encauzarse, fundirse en un manto de picos, alas y cuerpitos emprendiendo el camino juntos, escapando de aquel sonido, irreconocible para ellos, aunque demasiado fuerte como para soportarlo.

El alarido metálico de los caranchos estremece.

A cada lado del río se esparce un denso tejido vegetal hecho de juncos, sauces, sarandíes, ceibos. Entonces las luces vivas de las casas quedan atrapadas detrás de ese cerco que las vuelve intermitentes y delgadas, apenas si llegan al río convertidas en reflejo. Los muelles de las casas, algunos de ellos despedazados por el agua o por la desidia, se suceden conforme el descenso. Las pocas lanchas que por allí pasan –por la hora, es tarde- pliegan a su paso la placa mansa que fabrica jorobas líquidas que rompen en la orilla. Es uno de los pocos sonidos que se acercan, junto al bicherío del entorno y el aleteo tartamudo de Irene que ha decidido abandonar la lancha para desplomarse sobre el lecho caldoso del río que nos contiene como troncos. Activa cada tanto las aspas para elevar el cuerpo, cogotear para rescatar aire en dosis. No pide ayuda, no la necesita. Está bien así, fundidas las lágrimas en el cuerpo líquido que la contiene. Hace la plancha, uf, ahora sí está serena, la osamenta en el nirvana, blabla, dejándose llevar por la curva dinámica, la contención vital de la placenta primaria. El río que todo lo traga y reconvierte: la mierda, los rulos, la mugre, los muertos, y también la angustia.