Dicen que fue Johnnes Kepler el que inventó lo que después, 200 años más tarde, William Hyde Wollaston patentó con el nombre de “cámara lúcida”. Pero en el tratado de 1611, titulado Dioptrice, el matemático alemán que se pasó su corta y enfermiza vida estudiando las leyes del movimiento planetario, un copernicano convencido, describió este artefacto que desarrolló Wollaston como un dispositivo óptico usado por los artistas para dibujar en 1803. La explicación de este desajuste, de que haya sido “inventado” dos veces, en todo caso, se puede deber a que las obras del astrónomo, personaje clave en lo que fue la revolución científica en el siglo XVII, estuvieron perdidas hasta fines del siglo siguiente. En 1632, durante la Guerra de los 30 años el ejército sueco destruyó su tumba y sus escritos, esos en los que fundamentó su visión cosmológica, redactó las famosas tres leyes de movimiento de los planetas y hasta se adelantó a la teoría de la relatividad desarrollada por Albert Einstein, perdidos. Recién fueron recuperados en 1773 por Catalina II de Rusia.
Pero lo que importa para estos fines es que la cámara lúcida permite transferir puntos de referencia de la escena a la superficie del dibujo, para la copia exacta de la perspectiva. La superposición óptica permite ver las dos escenas superpuestas, como una imagen repetida doble. Además, hay otro dato: cámara lúcida, el nombre, viene del latín en el sentido de habitación (camera) iluminada.
Esto fue lo primero que pensé al entrar a la galería donde Jorge Macchi expone Cámara traslúcida. Las dos paredes que cortan el paso de la gran sala, el vacío de ladrillos de una que replica el lleno de este material en el otro, es una copia en perspectiva en un salón inmenso que se destaca por la claridad, lo luminoso del ambiente. Con la perfección del desplazamiento que deja que la luz de uno de los muros ilumine al otro. Una estructura que bien podría haber sido dibujada con esa cámara lúcida para después desplazar su volumen. Para volverla (tras)lúcida. En el juego de palabras á la Derrida, con sus paréntesis, para armar y rearmar significado.
La obturación no es completa pero se van abriendo a los ojos que tardan unos instantes en comprender de qué va el asunto. Es eso, dos paredes complementarias, como los colores que se implican en sus pigmentos constitutivos. Doble estructura: lo abierto y lo cerrado para delicia del filósofo francés que analizó mucho y bien, el tema de la representación en Las palabras y las cosas. Según Foucault –ahora pienso con él–, para el conjunto de relaciones que puede unir, en una época determinada, las prácticas discursivas con sistemas de conocimiento formalizados, lo que se conoce como episteme y en este caso la del siglo XVI, el mundo era un espacio cerrado. Un mundo atrapado en una duplicación permanente, al que se accede por medio del lenguaje: “El mundo está cubierto de signos que es necesario descifrar y estos signos, que revelan semejanzas y afinidades. Así, pues, conocer será interpretar: pasar de la marca invisible a lo que se dice a través de ella y que, sin ella, permanecería como palabra muda, adormecida entre las cosas”, explica su autor. Algo así como si la palabra estuviera más adherida a las cosas que lo que estuvo un poco después.
Penetrar a la muestra se complica. No solo por estas dos obras antes descritas que hacen imposible el acceso a la sala, la paradoja de una exhibición, algo que no se puede ver bien y tampoco entrar de una vez, sino porque hay que cambiar el sentido de ingreso. Subir la escalera que, según recuerdo, mantenía un cartel, hasta hace poco, de “Prohibido el ingreso”. La obra “Portal”, un cierre colgando de techo a escalón, refuerza la idea impensada de la clausura. Pensé (de nuevo) en las puertas que se iban abriendo en la presentación del programa Superagente 86 (Get Smart) para que pasara Maxwell Smart, el adorable agente del recontraespionaje de inteligente apellido del genial Mel Brooks.
Por la entrada dislocada, desviada, hasta impropia, se llega a las entrañas de la galería. Macchi nos franquea el paso y nos introduce al backstage del lugar: la trastienda, los escritorios, las estanterías, al personal trabajando, al tiempo que devela su procedimiento. Tapa para que podamos ver. Los videos Himno (2018), Train (2019) y Thriller (2019), realizados los últimos dos en colaboración con el músico Edgardo Rudnitzky. Las acuarelas que interviene con líneas gruesas, ladrillos, tiras blancas (de censura) sobre unas ilustraciones eróticas japonesas, llamadas Shunga, que quiere decir, literalmente “primavera”, pero se usa para nombrar al sexo. En esa operación, la de cubrir con fajas esos dibujos, se produce un desplazamiento que Barthes reconoció como el pasaje de la imagen unaria, la representación de una sola cosa, a la aparición de un objeto secundario: “Como un escaparate que solo mostrase, iluminado, una sola joya; la fotografía pornográfica esté enteramente constituida por la presentación de una sola cosa, el sexo: jamás un objeto secundario, intempestivo, que aparezca tapando a medias, retrasando o distrayendo.” En algo así salí pensando.