En el apunte para un relato que finalmente no escribió, William Somerset Maugham planteó la situación de dos personas que mueren a la vez en distintas habitaciones de un hotel. Los episodios están desconectados entre sí, pero sugieren una misma historia subyacente para los dueños del lugar y los periodistas, y en definitiva un misterio que no puede ser aclarado. La idea subraya el cruce inesperado de acontecimientos y personajes, una trama que a través de los géneros y de las literaturas relaciona de modo singular a los hoteles con la ficción y está en la base de grandes cuentos, novelas y canciones.
“Uno se aloja en un hotel –o emprende un viaje– con aquellas expectativas que tiene, por ejemplo, cuando se sienta a leer una novela o a ver una película: la expectativa de la novedad que encierra la misma palabra novela desde su etimología. O, más humildemente, la expectativa de una sensación de novedad o de una ilusión de aventura”, dice Eduardo Berti, compilador de Vidas de hotel, una antología que reúne textos de Antón Chéjov, Julio Cortázar, Roal Dahl, James Joyce, Ricardo Piglia, Saki y Francis Scott Fitzgerald, entre otros autores que encontraron inspiración en los hoteles, sus variantes –pensiones, albergues, hostales, residencias– y los personajes que los habitan –dueños, recepcionistas, maleteros, ascensoristas–. Un motivo literario y también una circunstancia que aporta sabor épico, o pintoresco, a la escritura de grandes obras, como El hombre sin atributos, la novela que Robert Musil compuso con una estilográfica en la Pensión Fortuna, de Zurich, o El idiota, que Fiodor Dostoievski concluyó en el Hotel de Couronne, de Ginebra.
Si los hoteles estimularon históricamente la imaginación de un conjunto amplio de escritores, como muestra la antología, la actualidad parece menos productiva a primera vista. “Es posible que la edad de oro de las novelas haya terminado, así como la edad de oro de los hoteles parece quedar paulatinamente atrás con la llegada de nuevas prácticas de turismo como los airbnb, por ejemplo –dice Berti–. Las nuevas prácticas acaban con esos ritos algo ancestrales en los que el extranjero llegaba al hotel, se registraba, entregaba el pasaporte y se ponía casi en manos de los huéspedes”. Pero queda mucho para contar.
El cuarto de la ficción. En un hotel, las apariencias engañan más que en cualquier otro lugar. Un pequeño y tranquilo alojamiento, distante de la ruta principal, puede ser la escena ideal para un crimen, como lo mostró Alfred Hitchcock en Psicosis. Pero también es una oportunidad para el goce de excéntricos y hedonistas. “La vida es corta y quiero vivirla a fondo. Por eso te recomiendo el truco de alquilar una habitación de hotel bajo un nombre falso”, dice la protagonista de un cuento de Jean Lorrain.
Entre desconocidos, resulta posible hacerse pasar por otro y representar fugazmente al personaje que se desea. La situación suele conducir a un desenlace inesperado y evocar en ese sentido la forma clásica del cuento, como en Pasajeros en Arcadia, de O. Henry, donde la cajera de una tienda ahorra durante un año para alojarse bajo identidad apócrifa en un hotel exclusivo de Broadway, “como lo hace una dama adinerada”, y descubrir que el cobrador del negocio tuvo la misma idea.
“La ficción y los hoteles nos sacan de los convencionalismos y de las rutinas, de una idea de normalidad que suele ser peligrosa”, apunta Berti. Si en él la vida transcurre fuera del orden habitual, el hotel puede ser un espacio propicio para los relatos fantásticos. La entrada a un universo donde es posible encontrar las cartas de una mujer en un alojamiento de La Plata y las respuestas de un hombre en otro de Buenos Aires, como cuenta Ricardo Piglia en Hotel Almagro.
La célebre frase de Paul Eluard según la cual hay otros mundos pero están en éste baja a tierra en los hoteles. Una puerta inutilizada, una cortina, el baño compartido, pueden ser las vías de acceso. En un texto escrito para Vidas de hotel, Pablo De Santis dice que muchos paradores le llamaron la atención, “pero los hoteles que a uno le resultan más enigmáticos son los de la propia ciudad”, y por eso son envidiables los viajeros que la visitan por primera vez, capaces de descubrir lo que la rutina volvió invisible para los habitantes. “Son los hoteles en sí mismos los que me parecen el verdadero país extranjero, las puertas numeradas de una cultura exótica”, agrega.
Los cuartos cerrados también les convienen a las historias de amor, como la que canta Leonard Cohen en Hotel Chelsea, el recuerdo de un romance con Janis Joplin, posible versión pop del amor de Paolo y Francesca en la Divina Comedia: “Sólo le diste la espalda a la gente y te alejaste/ ya nunca volví a oírte decir:/ Te necesito, no te necesito, te necesito, no te necesito/ mientras todos bailaban a tu alrededor”. El hotel es un sitio de encuentros y de despedidas: En Isella, uno de los primeros relatos de Henry James, reúne en un albergue de los Alpes a un viajero norteamericano que va en busca de su prometida y a una joven italiana que huye de su esposo, en una especie de prefiguración de Perdidos en Tokio, la película de Sofía Coppola.
Los grandes establecimientos son reflejos de la vida ajetreada y anónima en las metrópolis, sugiere En el hotel ha muerto un tal…, cuento de Luigi Pirandello, y cada puerta cerrada puede indicar una historia oculta, por lo que los cuartos de hotel también son especialmente aptos para relatos policiales. Eduardo Berti recuerda una cita de W. H. Auden al respecto: “El cadáver no solamente debe causar impacto por la muerte que significa, sino también porque debe encontrarse fuera de lugar, como cuando un perro descoloca la alfombra de un salón”. Se dice que una estadía en el Antiguo Hotel Ostende inspiró a Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo la historia de Los que aman odian, donde un grupo de pasajeros queda varado en un alojamiento durante una tormenta de arena, circunstancia en que ocurre un crimen.
Libros de pasajeros. Los escritores aportan su prestigio a los libros de pasajeros. Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway se alojaron en el Ritz de París; Vladimir Nabokov hizo del Palace Montreaux su casa; el Chelsea Hotel recibió a Dylan Thomas, Tennessee Williams, Sherwood Anderson y Allen Ginsberg, entre muchos otros; en el Hotel Roma, de Turín, puso fin a sus días Cesare Pavese. Más cerca, Borges pasaba los veranos en el Hotel Las Delicias, de Adrogué, y el Hotel Castelar preserva en Buenos Aires las huellas de un visitante ilustre: Federico García Lorca.
El huésped contribuye así a la fama del establecimiento, y éste a su vez colabora en el mito del escritor. Los cruces se encuentran también en los orígenes de la literatura argentina: José Hernández escribió el Martín Fierro para “matar el tedio” en una pieza del Hotel Argentina, frente a la Plaza de Mayo. En la ficción, sus huellas se siguen en cuentos clásicos como Hotel Comercio, de Bernardo Kordon, retrato del pequeño mundo de los viajantes de provincia en clave fantástica, o Muchacho en pensión, de Hebe Uhart, sobre las peripecias de un ecuatoriano, y en relatos de autores más jóvenes, como Habitación 22, de Ricardo Romero, ambientado en un edificio de San Telmo que fue congregación de monjas y asilo de ancianos.
A su vez, en la novela Hotel Edén (1999), Luis Gusmán revivió la historia del mítico establecimiento de La Falda, asociado a pasajeros ilustres de la ciencia y el arte y también a criminales de guerra nazis. Mariano Llinás recuperó la imagen del Boulevard Atlántico Hotel, de Mar del Sud, en su película Balnearios (2002) y el Antiguo Hotel Ostende fue escenario de otra titulada precisamente Ostende (Laura Citerella, 2011). El Llao Llao, en Bariloche, recibió a Sergio Chejfec, Gustavo Nielsen, Robertita, Edgardo González Amer, Arturo Carrera y Ariel Magnus, quienes escribieron allí los textos de Historias de hotel (2011), en una experiencia más cercana a la residencia creativa o al falansterio, según los términos de los participantes. “¿Qué es un hotel si no el lugar donde podemos obtener, casi como una sustancia, el tiempo de la vida? (Un tiempo), cuyo sentido es el reaseguro de la continuidad del mundo y de la cotidianeidad misma”, escribió Carrera.
Doble viaje. A Eduardo Berti le gusta pensar que las antologías se parecen a los hoteles. “En ellas conviven, como viajeros, autores de diferentes procedencias, edades y temperamentos: el que ocupa discretamente un espacio reducido, el muy visible, el famoso, el recién venido. Lo que las antologías posibilitan, además, es un doble viaje en el espacio y en el tiempo ya que son, en tal sentido, como hoteles donde conviven los vivos y los muertos. Con la excusa de un eje temático y a raíz de un efecto bastante ménardiano, los textos contemporáneos resuenan de otra manera al lado de los más antiguos y viceversa”, dice.
Los usos del término hotel se remontan por lo menos al siglo XII. Si los significados de la palabra preservan un núcleo de sentido, las formas de realización cambian a través del tiempo y ahora pueden explicarse en correspondencia con las transformaciones de la ficción. “Las nuevas prácticas, supongo, se vinculan con las nuevas fronteras que hoy nos rodean, así como la vieja noción de novela se ve afectada –por suerte, me permito acotar– con las nuevas fronteras entre los géneros”, señala Berti. En ese marco, “el crecimiento de los appart con cocinas posibilita que nos mezclemos con los nativos, hagamos compras con ellos en el supermercado y cocinemos o recalentemos sus platos casi como si fuéramos uno más”.
En cualquier caso, del hotel tradicional al turismo en la era de internet y canjes de viviendas en los días de vacaciones, “hay algo que perdura y que, a mi juicio, hace que el viajar y la ficción cumplan un papel parecido: el de hacernos imaginar otras vidas posibles, el de ponernos en contacto con otras realidades y mentalidades”, destaca Berti. Una recreación necesaria “en estos tiempos de xenofobia ya que, en teoría, ayuda a desarrollar un poco la empatía, a evaluar de otra manera nuestra cotidianeidad y a ser un poco menos rígidos frente a lo desconocido o lo diferente”.