Desde la torre de su castillo, a Montaigne lo guiaba una pregunta, que tenía inscripta en las vigas del techo: “¿Qué sé yo?”, y algo más o menos así también guía al escritor Daniel Link, en cuyo nuevo libro, La lectura: una vida (Ampersand), adopta asimismo la línea ensayística que inaugura el autor de los Essais: esa suerte de epistemología de la introspección donde el sujeto que conoce es, al mismo tiempo, uno de los objetos de su conocimiento.
Desde ese lugar, Link desarrolla sus ideas sobre la lectura a partir de sus experiencias personales, entre las cuales las más significativas –como siempre– parecen estar en la infancia. El futuro autor de Montserrat, novelita por entregas, nació enfermo: un neurólogo le diagnosticó daño cerebral y pronosticó que nunca caminaría. Las expectativas de vida no eran las mejores. Pero se recuperó: era “un niño moribundo que quería leerlo todo y por eso se aferró a la vida”.
Entre las lecturas de infancia, hubo varias significativas: El principito, “el primer libro serio”, Sobre héroes y tumbas, los poemas de César Vallejo. También menciona algunos libros de Sade que estaban en la biblioteca que su primo le legó antes de un viaje, aunque con una advertencia: les dijo a sus padres que no se los dejaran leer.
Naturalmente, al poco tiempo logró sortear las interdicciones.
—Los leí con una fascinación y una repugnancia que no recuerdo haber tenido con ninguna otra lectura. Lamentablemente no los leí en francés: me dicen que la experiencia de la lengua de Sade es arrebatadora. La mescolanza de filosofía y masturbación que esos libros albergan y que desencadenan creo que fue decisiva en mi elección de una carrera como Letras.
Pero tan decisivos como Sade fueron –siempre lo son– los intermediarios: Link recuerda con nostalgia a la señorita Celia, una maestra de primaria cuyas propuestas pedagógicas lo acercaron a la literatura desde una perspectiva antidogmática, y posteriormente a Anita Barrenechea y Enrique Pezzoni. “Mi libro es sobre todo una declaración pública de deudas que nunca podría pagar, porque esta clase de deudas no se cancelan”, dice, y está convencido de que sin esos intermediarios o intercesores no se puede pensar una manera de leer. “Yo leo de tal o cual modo, y eso se explica por las lecciones que recibí, que estuve en condiciones de recibir, pero que alguien estuvo dispuesto a darme: la educación es de la lógica del don”.
Desde esa lógica, y luego de graduarse como profesor en el Joaquín V. González, enseñó literatura en el secundario hasta que al poco tiempo perdió la paciencia. Más tarde Elvira Arnoux lo convocó para trabajar en el CBC, y luego vino la cátedra Literatura del Siglo XX en la UBA, la dirección de una maestría en la Untref.
La enseñanza de la literatura, dice, siempre oscila entre dos posturas: la de Humpty Dumpty, el personaje de Lewis Carroll, que tiene una visión dogmática, y la de Roland Barthes, que ve a la literatura como mathesis y plantea que eso es lo único que hay que enseñar, perspectiva a la que Platón se hubiera opuesto: la expulsión de los poetas se debe, entre otras cosas, a que a través de ellos se aprendía –y mal– sobre todas las cosas.
Pero a Link no le cae bien Platón: “El pensamiento griego es diurno, solar, apolíneo, olímpico. De allí las continuas sospechas sobre los poetas, adoradores de la luna, nocturnos, siempre al borde de las herejías autóctonas”, dice, y se afirma en la postura de Barthes:
—La literatura incluye todos los demás saberes. Pero además, la literatura es un tipo de saber que permite enfrentar todo dogmatismo, porque el texto es, por definición, un espacio de despoder, de desposesión. Al escribir un texto, un autor sabe que ese texto será leído de cualquier forma, no necesariamente como él quiera o ha previsto. Esa declinación del poder, que es el poder de la ley, es lo que la literatura conserva como su mejor tesoro. Nos parece razonable enseñar a leer la ley para que todos sepan a qué atenerse (qué penas les corresponderán cuando no la cumplan). Mucho más útil es enseñar a leer textos, porque eso permitirá, más tarde o más temprano, comprender el carácter histórico, es decir, convencional, de la ley y, en el mejor de los casos, abolir las que atentan contra el recto ejercicio de la democracia y de la soberanía sobre sí.
Al leer a Link, o escucharlo, a veces se tiene la sensación de que lo ha leído todo, como si todavía lo habitara ese niño enfermizo que lee, de algún modo, para sobrevivir.
—No, qué voy a haber leído todo. No leí el Finnegans Wake y del Ulysses leí capítulos sueltos, nunca el libro entero. Una vez cometí la jactancia de decidir que no iba a leer la sección del Paraíso de La Divina Comedia dantesca porque lo consideraba aburrido. Lecturas pendientes tengo muchas, pero cambia el ritmo. Con los años uno adopta la máxima estoica de que mejor que leer muchos libros es leer uno solo, pero leerlo bien, lentamente, saboreándolo, escuchando la respiración del que allí apenas vive, pero vive todavía.