Una pregunta recurrente para el que ha viajado se refiere a la caducidad de la experiencia y la veracidad del lugar visitado. Por un lado, porque los lugares en los que uno estuvo mutan con el tiempo. Por otro, porque la memoria falsea escenas y recorta esos lugares hasta transformarlos en tesoros con un solo dueño. A veces veo fotos de lugares en los que estuve veinte años atrás y me recorre la sensación contradictoria de que en realidad nunca estuve ahí. O mejor dicho, que estuve sin estar, igual que un testigo. Y que esos viajes, repletos de urgencia, siempre consistieron en llegar al destino indicado –un Caravaggio o un Bacon– para ver sin mirar. Al menos ese es el recuerdo del recuerdo.
Me imaginé alguna vez encarnado en un personaje que, cerca del fin de su vida, decide repetir todos los viajes de su juventud y hacer el mismo recorrido. Después de tantos años (más de medio siglo), conserva de aquellos viajes pequeñas escenas que encastradas ilustran un estado del mundo en el siglo XX que no coincide para nada con la época de mi protagonista. Las colecciones de los museos han cambiado, y de las obras que vio bajo el imperativo que machaca la buena conciencia del turista tal vez no quede ninguna.
El protagonista emprende ese viaje como una ucronía que se vuelve distopía. Lo único que liga esa experiencia separada por sesenta años y cambios de paradigma tecnológicos es una sensación: que está en los lugares sin estar. Que la condición intrínseca del viajero es esa: transitar las ruinas de la identidad y sobreponerse subjetivamente. No importa cuán especial sea el lugar en el que está. Mi protagonista, no obstante, en medio del viaje arriba a una conclusión: ya no puede viajar solo. Lo avergüenza ser un hombre mayor sin compañía. Cuando le preguntan con quién viaja y responde “solo”, todos se sienten contrariados y atinan incluso a hacer gestos de compasión, como invitarlo a comer o acompañarlo en un paseo. El personaje, con el paso de las semanas y el creciente calor, empieza a aceptar cada tanto la piedad de desconocidos. De joven podía negar la compañía de los otros, aceptar el completo anonimato o la eufórica soledad, relacionarse con el paisaje circundante de tal manera que no hubiera, entre las obras de un museo o la maravilla de una catedral gótica, humanos de por medio. Ahora solo hay hombres que lo rodean. Eso lo hace pensar que debe aceptarlos. A diferencia de lo que sucedía tantos años atrás, cuando los que se acercaban venían a abrevar de su juventud, ahora se aproximan para ayudarlo. Y no porque necesite auxilio. Tal vez se trate de una simple e involuntaria emanación: está cerca de la muerte. Decide sacar provecho. Todos los días termina comiendo a costa de alguien y se sirve de alguna joven para que lo guíe por calles desconocidas. El problema de la orientación deja de ser un problema, siempre alguien lo devuelve a su hotel o a una estación de tren para ir a su siguiente destino. Llega incluso a aceptar dinero de un nuevo yuppie que se le acerca con un billete grande y le dice: “Buen hombre, quizás esto lo ayude a pasar el día”.
Finalizado el viaje, lo embarga una sensación de apatía. Piensa que dedicó dos meses de su poco tiempo de vida a revivir una experiencia, y que si acaso no lo hubiera hecho, nada habría cambiado. Su memoria es la de antes. Ante una ventana observa la juventud posando intensa en las nubes de un lejano verano.