CULTURA
Entrevista a Ruth Zylberman

Memoria orgánica del horror

La publicación reciente de la novela “La dirección del ausente” (Mardulce) es la ocasión para dialogar con la autora, que ofrece luz sobre algunos aspectos del libro –un viaje décadas después de la Segunda Guerra en busca de su abuelo– para analizar cómo impacta la violencia, a la manera de una bomba nuclear, en las distintas generaciones.

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Llegada. Ruth Zylberman (Pars, 1971) presentar la novela el jueves en la Alianza Francesa de Buenos Aires. | Gentileza Mardulce

Revisando un poco la historia de la literatura podría hacerse, ya que se hacen tantas cosas, una taxonomía de las distintas formas en que los escritores abordaron el tema de la memoria: está, por ejemplo, la memoria prodigiosa o absoluta de Funes, la célebre memoria involuntaria de Proust, la “memoria implantada” que aparece en algunos textos de Philip Dick, o esa “memoria encubridora” de la que habló el novelista Sigmund Freud en, por ejemplo, ese gran policial de enigma que tituló El hombre de los lobos. También, por supuesto, y entre tantas otras, está la “memoria orgánica”, corporal, y ésta es, por cierto, junto con la “memoria histórica”, la que trabaja la escritora y cineasta francesa Ruth Zylberman en su libro La dirección del ausente, cuya traducción, a cargo de Jorge Salvetti, acaba de ser publicada por Mardulce.
Se trata de una novela que se inscribe en la profusa tradición que se ocupa de la Shoah; pero, en este caso, no se aborda tanto el Holocausto en sí mismo como las diferentes formas en que éste viene impactando en sucesivas generaciones: de ahí el tema de la memoria orgánica, cuyo funcionamiento la autora explica, en diálogo con PERFIL, a través de una analogía: “Mucho tiempo después de la dramática explosión nuclear de Chernobyl, el paisaje que ha regresado, superficialmente, a su aspecto original es, de hecho, todavía radiactivo, y así es, aunque invisible y silenciosa, la memoria ‘orgánica’ de La Catástrofe, cuya radiactividad todavía vibra en el paisaje”, dice.
Sintetizando un poco, el libro cuenta la historia de una joven nacida en París dos décadas y media después de la Guerra (“la única digna de ese nombre, la Segunda”, dice la narradora) que viaja junto a su madre en busca de algún rastro de su abuelo, un judío que había estado prisionero en los campos de concentración nazis de Polonia, y al que habían dado por muerto hasta que la madre encuentra una carta del Ministerio de los Prisioneros de Guerra, en la que se anuncia que fue liberado. A partir de entonces, la narradora se reafirma en esa posición de flâneur atormentado, a la deriva, que ejercita –o se deja ejercitar por– una semiología del horror: los signos de la Guerra se le anuncian –a ella, a quien sabe verlos– por todas partes, y a través de todo tipo de significantes. Las ciudades del pasado emergen de pronto, se le imponen: por momentos se superponen a las del presente, y por momentos cada una permanece circunscripta a una geografía determinada: “La rue Daguerre no era en el fondo más que un pequeño islote perdido, una embajada circunscripta del ‘mundo de antes’”, escribe. “Del otro lado del Sena, en el ‘mundo de hoy’ (…), la gente bailaba en la plaza de la Bastille en el advenimiento de una nueva era”.
Es que el espacio, en La dirección del ausente, adquiere casi la categoría de personaje. Ruth Zylberman, que por cierto reconoce que hay en la novela algunos elementos autobiográficos –aunque, de todos modos, “la realidad de la novela es su propia realidad”–, cuenta que “la cuestión de la topografía, de la locación, es esencial en mi trabajo (libros y películas): un lugar es aquello donde la memoria, el tiempo y la imaginación se materializan. Yo crecí y viví en París: la forma de París (lo que ha cambiado, lo que ha permanecido) es una fuente inagotable de preguntas y de inspiración para mí”, dice, y cita la máxima de ese escritor maldito, Baudelaire, que supo construir una poética del espacio urbano, colocar a la ciudad en el centro de su sistema: “La forma de las ciudades cambia más rápidamente que los corazones de los mortales”, dice.
Pero el libro tiene además otros méritos. Entre otras cosas, resultan particularmente interesantes esos pasajes –que recuerdan, por cierto, a El niño con el pijama a rayas, de John Boyne– en los que la narradora cuenta la vida en el campo de concentración desde la perspectiva de la niña que fue y que, de un modo u otro, sigue siendo. La narración por momentos alcanza un nivel de pathos altísimo: “Pesia vuelve con la taza, está Sylvia al lado que nos mira siempre, ella está tendida justo al lado de nosotras, está tan delgada, pero mamá dice que no hay suficiente sopa para las cuatro. Entonces ella nos mira, delgada, delgada, y nosotros nos apoyamos contra la pared para no ver que ella nos mira, mamá nos prohíbe mirarla”.
Para Ruth Zylberman un buen libro, dice, citando a Kafka, debe ser “un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro”. Pero también afirma que nunca quiso “narrar el horror”. En realidad, según cuenta, quiso escribir “sobre el frío y sobre el miedo y, tal vez, más que nada, sobre la sensación de frío y miedo”, es decir: sobre eso que se adhiere a la memoria “orgánica”, como la llama, y se transmite de un modo u otro a sucesivas generaciones.
Durante la primera semana de agosto, la autora vendrá a la Argentina y estará presentando el libro en Buenos Aires, Córdoba y Tucumán.