Unidos y separados por la misma lengua, el continente americano hispanohablante es la historia de una incomprensión y una aventura que se desgarra entre la esperanza y el fracaso a partir de sus gestas independentistas. Enfrascados en violentas luchas intestinas que perduran hasta la fecha, el peso del subdesarrollo –siempre una cuestión de método, nunca producto del azar– funge en nuestras repúblicas como un tormento conocido que en sus momentos más felices ha sido la música de fondo que promete en sus tañidos la buenaventura de tiempos mejores: en los dominios del arte, pero sobre todo en los de la literatura, el siglo XX ha sido la edad de oro de América Latina.
Aunque a la distancia la historia de las disputas intelectuales se ofrece con la misma intensidad de una película muda o un almanaque olvidado, para que una visión estética se imponga sobre otra son necesarios enfrentamientos y pugnas, inquinas acres y golpes bajos: la literatura es una práctica estética que deviene práctica política, para bien, para mal y para peor.
En ese sentido, el reconocimiento de Sur como la revista liberal y cosmopolita más importante del siglo XX hispanoamericano es categórico, no sólo por el tiempo que se mantuvo en órbita sino por su carácter de formador de formadores y por haber sido la primera en señalar un sendero, nunca impoluto como quisieron sus fundadores pero tampoco mezquino, como señalaron sus detractores. A través de un sólido trabajo de nivelación Sur consiguió, cuando las distancias eran gigantes, dialogar de tú a tú con Estados Unidos y Europa casi en igualdad de circunstancias, apuntalando un cosmopolitismo que no sólo se nutría de la avidez del pensamiento americano (la expresión es de Alfonso Reyes) sino de las raíces propias –criollas, mestizas y precolombinas– que han sabido darle rostro a la expresión americana. Si ahora vemos más lejos, no cabe duda, es porque estamos parados a hombros de gigantes.
En tiempos como los nuestros, en los que las redes sociales han abaratado las condiciones y las circunstancias del debate y la formación intelectual acusa estragos estructurales, resulta perentorio volver a la tradición para saber que hasta hace no tanto fuimos otros: un territorio promisorio que no sólo alimentó los más nobles delirios de José Martí, José Enrique Rodó y José Vasconcelos, sino que supo ser un punto de mirada para comprender y desentramar el sentido del mundo. Por las páginas de Sur pasó buena parte de las inteligencias más sensibles de Occidente ensanchando un polifónico evangelio: un pueblo cultivado es un pueblo libre, y un pueblo libre es un pueblo sano.
“Hemos nacido en las dos extremidades del mismo país que se extiende a lo largo de más de medio continente”, sostuvo Victoria Ocampo alguna vez refiriéndose al caso de México y Buenos Aires. Con la publicación de México en Sur. 1931-1951 el Fondo de Cultura Económica, a través de una selección realizada por Gerardo Villadelángel Viñas, pone al alcance de las nuevas generaciones algunos de los momentos estelares en los que la presencia mexicana alimentó las páginas de Sur, en un diálogo potente y fecundo que de distintas maneras, sobre todo empobrecidas, continúa en el presente, puesto que otro elemento que ha crecido a la par de la interconectividad digital entre los países ha sido una mutua y desganada ignorancia.
La historia de México en Sur se remonta a 1931, cuando Alfonso Reyes, quien había llegado como primer embajador de México en Argentina para el período de 1927 a 1930, conoce a Victoria Ocampo a la que, según cuenta la leyenda, le traducía al español rioplatense los versos de Baudelaire con galantería y lubricidad. A Reyes la dama argentina le causaría una gran impresión, como puede cotejarse en su diario del 17 de octubre de 1927: “Victoria Ocampo, diosa colosal, volante, en manto de plata, como un Rubens sin carnes flojas, en esta catarata de síes”.
Procedentes de un origen patricio cultivado –otro animal extinto– compartirán la francofilia y el temperamento ecuménico de una cultura universal que se dejará ver desde los primeros números de la revista, en la que será decisiva la presencia del regiomontano.
Posteriormente, la publicación recibirá colaboraciones de Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Antonio Castro Leal, Daniel Cossío Villegas y hasta sor Juana Inés de la Cruz, pero la presencia mexicana cobrará un impronta decisiva con el ofrecimiento de José Bianco a Octavio Paz en 1938 para escribir una reseña sobre un libro de Villaurrutia: Nostalgia de la muerte. La intimidad entre Paz y Bianco, como lo demuestran las cartas del mexicano al argentino comentadas por Guillermo Sheridan en el dossier del número 765 de los Cuadernos americanos, es elocuente: Paz le tuvo una gran estima no sólo personal sino sobre todo literaria (Bianco, a su vez, fue amigo íntimo de Elena Garro). Los textos recogidos en el tomo contienen, al margen de poemas y un puñado de reseñas, un texto neurálgico para comprender la trayectoria intelectual del Premio Nobel mexicano; se trata de “David Rousset y los campos de concentración soviéticos”, un texto de denuncia que lo enemistaría con Neruda y la mayor parte de la izquierda política de entonces. Ese texto, que no pudo publicarse en otro lugar de América Latina, vio la luz en Sur, lo que perfiló de manera contundente y resuelta su talante liberal en momentos decisivos.
En este punto es conveniente hacer una pequeña observación. Pese a las discordancias internas, en evidente que una revista se juega un proyecto de escritura colectiva, donde filias y fobias encuentran sintonías y suprimen desavenencias por fines ulteriores, tanto estéticos como políticos (por ello Paz apuntaba: “Cuando los escritores quieren salvar al mundo, siempre se les ocurre fundar una revista”). Para las generaciones que nos ocupan, la importancia de la lectura y la literatura era muy otra, que hoy nos resulta fechada (no deja de sorprender lo rápido que se devaluó la figura del intelectual; hasta hace poco aún marcaba agenda, hoy la palabra no sirve ni como insulto). Pero lo verdaderamente impresionante es que entonces se jugaba algo más sintomático, a todas luces fascinante: la literatura como un acto de fe, algo en lo que podía creerse y alimentaba (hoy, si algo queda, son apenas los acólitos de un dios inexistente o, peor aún, magros testigos de Jehová adoradores de sí mismos).
El libro como objeto es una belleza, puesto que intenta reproducir de manera facsimilar los contenidos de la revista. Por ello es prudente verlo más como un objeto de consulta a la manera de un revistón (la inclusión de publicidades, precios, tipografías, anuncios y negocios de la época le da al volumen un tono absolutamente encantador).
Como señala el antologador, el libro reúne “los textos publicados por autores mexicanos y por aquellos que desde lindes particulares tematizaron nuestra geografía física, cultural y espiritual a lo largo de dos décadas”. Habría sido deseable un índice onomástico y una tabla de asiduidad en las publicaciones, pero imagino que tal herramienta para la consulta crítica se habría interpuesto con la idea de presentar el libro como un gran número de Sur dedicado a la patria tricolor.
Los contenidos son variados y sugestivos. Aparece Cortázar y también uno de los momentos más altos de Villaurrutia (“la muerte toma siempre la forma de la alcoba/ que nos contiene”), ensayos esenciales de Reyes sobre la circunstancia americana y aun sobre Goethe y Mallarmé. Se publica un sugerente artículo sobre Cantinflas a cargo de María Rosa Oliver y no son pocas la suculentas excentricidades: revisar una revista como Sur es como tener una antorcha junto al cofre del tesoro.
En opinión de Ivonne Bordelois, una de las sobrevivientes de lo mejor de aquellos mundos, “el aporte más relevante de Sur fue la actitud de diálogo activo antes que de escucha sumisa con respecto de las grandes literaturas contemporáneas. Sin refugiarse en folclorismos o nacionalismos estrechos, Sur abrió un dial magnífico sobre la totalidad del escenario mundial contemporáneo”.
Tiene razón; ya que si bien, como se ha señalado alguna vez, tanto el nacionalismo (México) como el cosmopolitismo (Argentina) son dos caras del sentimiento provincial ante la vida, el diálogo pleno entre dos realidades distintas pero complementarias está llamado por fuerza a ensanchar la mirada y multiplicar los dones: una América Latina vertebrada, como llegó a suceder en los instantes más altos de nuestra mutua historia editorial, abre la posibilidad, al menos teorética y seguramente literaria, de aspirar a una salud.
Alfonso Reyes, que algo supo de viajes, libros, esperanzas y países, lo dijo con esmero: “Cuando Argentina y México están juntos Latinoamérica se abraza, se funde y avanza”.