Febrero en Buenos Aires sufre rapsodias de calor venidas del norte. Nunca es bueno morirse, pero la afrenta de un calor extremo que nos azotó ese día desde esa mañana anticipaba ya una descomposición indigna de aquel cuerpo animado antes por tantas gracias. Opresión, sudor, la insolencia del sol conspiran contra la elegancia hierática que todo fin representa.
La agonía imperiosa que Beatriz recorrió con lucidez supo ganar la batalla con el tiempo sin estridencias. Sus gestos medidos, su dolor inexpresado nos dejó de rodillas frente a la serenidad y belleza que pocas personas son capaces de ofrecer en ninguna circunstancia, menos en ésta, donde todo era temblor para mí. Se jugaba la vida pero no levantó la voz ni cerró los ojos. Ni el miedo ni el cine de Hollywood fueron espejos para la dimensión de heroína que adquirió al enfrentar así la calamidad y el derrumbe de un mundo. No ofreció lágrimas ni tampoco orgullo.
Bajar por las sinuosas escaleras hasta la calle fue penoso, los recuerdos eran impotentes con el Universo. Al cruzar la calle oí el eco de una canción o un tango, que vagamente entonaba palabras de incomprensión ante la vastedad del mundo. “Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando…”. Pensé que el cosmos es infinitamente grande o diminuto. Las estrellas son tan extremas como el nanogramo de un átomo de hidrógeno.
Un cigarrillo rubio nuevo en un cartel publicitario también nuevo hablaba de otro tango. “Fumar es un placer…”. Se había iniciado la infinita rueda del tiempo, donde Beatriz permanecerá siempre resintiéndolo. Todo cambia, yo no. Supe con la fuerza de la sangre que me recorre que si el amor no se dio entre nosotros, la adoración por ella recién había comenzado.