CULTURA
Entrevista a Pablo Farrés

Mitología interior

Desde hace diez años, Pablo Farrés viene publicando una obra anómala, un flujo de escritura descomunal. Tal vez, y por ahora, tenga solo un grupo de seguidores que leen y releen sus ocho novelas, lectores que aguardan con morbo supersticioso la siguiente. Algún día ya lo habrá leído el mundo en todos los idiomas. Ya ni siquiera se hablará de Farrés, sino de “lo farresco” como una propiedad para describir las cosas. Entrevista en profundidad con un escritor fuera de serie.

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Entrevista a Pablo Farrés. | PABLO CUARTEROLO

—Con El punto idiota, tu breve novela publicada en 2011, se inaugura la publicación en papel de lo que hoy es “la obra de Farrés”, más de 2.100 páginas; ocho novelas en papel, más una en formato digital, La lengua del otro (Bulk Editores y Oficina Perambulante). ¿Cómo fue este proceso de edición? 

—No hay libro ni publicación que no sea un modo colectivo de producción. Si existieron esos libros es porque hubo editores que entendieron algo que acaso ni yo entiendo, y a la vez hubo lectores que cada vez hicieron posible el siguiente libro. 

Noté un giro hacia la intensidad y la extensión en las últimas: Las pasiones alegres, El libro del buen olvido y Las series infinitas. ¿Qué más ocurrió?

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—A mí me gustaría escribir un libro de diez mil páginas, uno que se vuelva impublicable, que se pierda en el murmullo del mundo. Seguir la deriva de la letra. Pero eso también sería hundirme yo mismo en lo informe, y al caos de lo informe le tengo miedo, entonces retrocedo, necesito darle un orden narrativo e inventarle la ficción de un principio y un final. El producto son esos libros, pero cada vez parecen ir más lejos. El título de Las series infinitas de algún modo deja entrever esa deriva.     

—Tu forma literaria es la de ideas, en cada uno de tus libros distintas ideas se expanden, incluso se agotan para volver sobre sí mismas. ¿Cuál sería el hilo conductor entre todos ellos?

—No lo sé, pero ese no saber supone una política de la contingencia y la incerteza. Más allá de eso, o quizás por eso mismo, a un libro solo le pido que haga magia. El problema es que no hay verdadera magia que no surja del horror. Al fin y al cabo, la magia es la suspensión de una causalidad, el quiebre de una regularidad, por eso magia y horror son dos caras de lo mismo. Existir parece un acto de magia pero no se puede acceder a ella sino es a través del horror, como si la vida solo resplandeciera a través de su contracara. Volviendo al principio, creo que mis libros recorren esa contingencia e incerteza de la que hablaba. De algún modo desarman los artificios de la identidad –política, subjetiva– para señalar un afuera, pero ese mismo es el afuera de lo humano. 

En Las series…, el negro africano Bakunin es un rockstar revolucionario, cito: “¿pretendía con su Batallón de Sidosos hacer otra Campaña del desierto o del Desierto su campaña? ¿La africanización de la Argentina, la argentinización de África?”. Que resulta plantearnos: ¿por qué hacerle esto a los africanos? ¿Acaso podemos colonizar a alguien si somos peor que un castigo? Que es también pensar en El escritor argentino y su tradición, pero huérfano de territorio, abandonado, sin referencia histórica y espacial.

—La mejor respuesta a la tesis borgeana fue la de Osvaldo Lamborghini: “Cuando Rimbaud dice me voy, hay que entender que se viene; lo que pasa es que con el afrancesamiento uno lee que Rimbaud se va y por identificación uno se está yendo con él. No, vos no te vas con él, estás acá esperándolo”. Es la contracara de Borges. Uno plantea el camino de ida hacia la universalización, el otro señala el camino de venida hacia la singularidad del margen. Pero siguiendo la tesis de Lamborghini, para llegar a donde estamos tenemos que pasar por África y ahí perdemos toda orientación. El sida fue la africanización del mundo. África se nos volvió nuestra verdad. Puso en juego la relación entre el virus y lo humano y le devolvió a Europa su política de colonización. De algún modo, el sida fue la colonización de occidente por otros medios. La novela homologa virus y lenguaje, el virus y lo humano. Ambos se transmiten por contagio, ambos determinan nuestro modo de vivir y a la vez nos ponen en relación con la muerte. En ese sentido, el funcionamiento de la lengua es el de un virus. En la sangre de occidente corre la sangre sidosa de África, pero en la lengua de occidente habita también el lado oscuro de lo innombrable para esa lengua. Entonces la literatura y el virus se vuelven cuestiones políticas porque ya lo eran desde el principio. Lo cierto es que en la actual sociedad del contagio y la inmunización, tarde o temprano un virus se vuelve una entidad metafísica, y dadas las cosas, a fuerza de paranoia tendremos que volvernos místicos. Ante esto, la novela nace de una pregunta concreta: ¿cómo se combate aquello que te hace vivir al costo de matarte? Y a la vez ¿cómo se celebra aquello que te mata dándote vida? 

También me sorprende el comienzo de Las series…: una mujer que se sale de sí, pero hasta en la enunciación del narrador, porque es invadida por los otros, hombres múltiples, algo que recuerda las mujeres metamórficas de H.G. Giger, el creador de Alien. El nivel de angustia que genera es apabullante, una víctima mortuoria.

—El virus que protagoniza la novela tiene la característica de arrastrar en el contagio toda la cadena genética del agente transmisor hacia el receptor –como si la subjetividad del primero se desplazara hacia el segundo–. Pero en cierto sentido, todo virus es un alien que se nos mete dentro hasta fusionarse con nuestra propia existencia. En ese punto, el enemigo somos nosotros mismos. Cuando el virus se entrelaza con glóbulos y células, el hecho de portarlo no se diferencia de tener dos manos, dos piernas o un cerebro. Somos el cerebro que nos habita y somos el virus que nos vive. Pero de fondo, lo que un virus y un alien o el virus como alien viene a revelarnos, es que éramos nosotros el alien, nosotros mismos el virus. Al menos, siempre es otro el que habla por uno, otro el que vive lo que nos excede. Por eso el tema es político, porque excede al sujeto y pone en juego la comunidad de vivientes. La única salida que encuentran nuestras sociedades es la inmunización, es decir, la aniquilación de todo lazo comunitario. Ante ello, se abren todo tipo de preguntas. ¿Cómo se piensa la política cuando el drama es biológico? ¿Cómo ir más allá de la mera administración de la vida y la inmunidad contra el otro? 

Pero “esta mujer”, también, es una pasajera de otra pesadilla, una que sugiere que todo deseo es algo así como un implante, el mandato de un engaño, algo que convierte la existencia en una pérdida de tiempo absoluta, una extinción siniestra a manos del discurso ajeno.

—La mujer de la novela se enamora de un hombre que es muchos hombres, pero este hombre en concreto nunca aparece como tal, sino ya siendo siempre otro. A eso lo arrastra las mutaciones del virus. Entonces la paranoia acerca de quién es ese hombre se vuelve cósmica. En las sociedades del contagio, cualquier virus hace juego con la paranoia. La paranoia determina el modo de relacionarnos. Cualquiera puede ser el que venga a arruinarlo todo, incluso la persona que tenés al lado. Es la invitación paranoica por excelencia, ¿querés saber cuál es el origen del contagio?, siempre tenés que ir más allá y recorrer una serie potencialmente infinita, como una novela en la que la trama es lo menos importante. Digamos, una novela en la que lo que importa es la forma en que se da ese desplazamiento hacia lo inacabado. 

A raíz de una nota que estaba escribiendo me encontré con el título de una novela de Tahar Djaout, escritor argelino asesinado en 1993 por fanáticos islamitas: La invención del desierto. Justamente, un grano de arena es todo el desierto en Las series…, y eso encierra la paradoja de la literatura argentina en este siglo: la desertización de la literatura ni siquiera es una invención, sino una forma de abandono, tal vez una traición por adecuarse a formas del mercado tan turbias como carentes de entidad, una simulación, una farsa...

—Sí, la figura del desierto aparece de distintos modos. El desierto en Ruanda, el desierto pampeano, el desierto subjetivo que queda cuando el virus se lleva el interior de un personaje hacia otro. Es una figura rara la del desierto. Uno nunca sabe exactamente dónde comienza ni dónde acaba, qué grano de arena es el comienzo del desierto y qué otro el final. Ni siquiera Sarmiento lo tenía claro. Pero así funcionan las enfermedades, incluso el lenguaje y la propia subjetividad: ¿dónde comienza, dónde termina? Lo difícil es que cuando uno se hace la pregunta acerca del origen, ya está en medio del desierto. Es lo que nos pasó desde Sarmiento en adelante, pensamos que finalmente habíamos alcanzado la civilización y de pronto nos encontramos en medio del desierto. Lo que queda entonces es la historia de ese espejismo, el de lo político y el de lo humano.

¿Cuáles fueron las lecturas farresianas que ocurrieron durante la escritura en estos once años publicando? Literatura de aquí, del desierto; literatura de allá, en otras lenguas.

—Con los años Pynchon, se me volvió una lectura constante. Descubrir a Mircea Cartarescu fue un acontecimiento. No menor es el asombro con Thomas Ligotti o Steven Millhauser. Después me pasa algo raro con el australiano Greg Egan, es el peor escritor del mundo, pero tiene las ideas más brillantes sobre el posthumanismo que hoy se puedan leer. En comparación, Ted Chiang o Ken Liu quedan reducidos a pedagogos medios cursis. También hubo lecturas que me ayudaron mucho con la composición del libro: Mark Danielewski y Rega Nagarestani. Pero por estas pampas también me encontré con la literatura de Ariel Luppino, José Retik, Ever Roman, Francisco Magallanes y entonces veo un mapa de escrituras y búsquedas que nadie puede omitir. Recién editados, sumo también los libros de Agustín Conde de Boeck, Nigredo, que es hermoso, y El colapso de lo posible de G. Guerber.     

El negro Bakunin en Las series…, su negrura africana y sidosa complotando contra todos, ¿no es acaso una respuesta a la traición del Martín Fierro? Matar a ese negro, decía Borges, fue matar a todos los negros del país.

—En la idea de Borges, hay algo del platonismo con el que tanto le gustaba jugar. Pero me parece que el problema no es el arquetipo. Acaso ya ni siquiera nos importa saber qué es el Hombre. En todo caso, lo que debería importarnos es qué hacer con todos los cadáveres que dejamos en el camino hacia el Hombre. Y sí, es cierto, la revolución de Bakunin tiene algo de respuesta a Fierro. Es el sabio negro contra el sabio blanco. Bakunin es el negro africano que nos trae el virus como bendición, y usa el sexo y la violación como armas de guerra. Es la consumación de la biopolítica: el contagio del virus como industria militar. Es la política de guerra que se dio en África entre los hutus y los tutsis. Usaban el sida y las violaciones masivas para demoler al enemigo. Ante la inmunización administrada por la política moderna, la revolución como contagio generalizado. No estamos tan lejos de eso. Cuando no te queda otra cosa más que tu cuerpo infeccioso, es el cuerpo mismo la mejor arma de guerra.   

Un síntoma cultural argentino de estos once años es la desaparición mediática de los escritores. No digo que sean necesarios, pero al revés de lo que ocurre en otros países, aquí se los ignora. ¿O acaso “la sociedad” desafía al presente con una mirada hacia adelante, como si el futuro es lo único que importa? Porque la lectura siempre es sobre algo del pasado, el acto mismo de escribir, una protohistoria de posibilidades. 

—A veces me parece que nunca salimos del Horror atávico que retorna y se repite bajo diferentes oropeles. Vivo en La Matanza, esa es una declaración de principios, pero también una constatación de que en el horror cotidiano se juega algo del retorno de lo arcaico. Germán Prósperi lo trabaja muy bien desde la filosofía y el cruce con la literatura. En literatura tendemos a verlo todo en términos de una sucesión que mira hacia el futuro desesperada de novedad, por eso una lectura que sigue el mapa de la simultaneidad lo trastorna todo. Necesitamos un Aby Warburg, un A-tlas Mnemosine de las letras. En este sentido, el Phobos Arcaico y el Posthumanismo parecen encontrarse en el presente. El horror del origen y el horror del final fundidos en un mismo punto, el ahora.  

Si hay algo que se destaca en tus libros es la transformación del tiempo literario. El tiempo, si se me permite, adquiere formas oblongas –no como en los relojes de Dalí–, sino como si esos mismos relojes perdieran la forma de tales. El mecanismo que pierde la cadena sigue funcionando, pero a la vez pierde toda función como mecanismo, se hace fantasma… En Mi pequeña guerra inútil, también en El Reglamento, y ahora con más énfasis.

—La imagen de un reloj al que se le acabaron las pilas, pero sigue funcionando igual, es perturbadora. Más allá de eso, el tiempo no deja de ser nuestro enigma. Lo que nos hace vivir y a la vez nos mata. Lo cierto es que la literatura se condena a la sucesión y por ello mismo el tiempo es su forma. Es lo que hace posible el discurso y la narración, pero por ello mismo se oculta debajo de todas las palabras y se escapa para hacerse nada y silencio. Por eso el tema por excelencia de cualquier novela es el tiempo. Es lo que queda como lo innombrado, pero es lo que la novela muestra en la forma. En La biblioteca de Babel, Borges tematiza la totalidad de las combinaciones posibles de las letras, pero el tiempo como forma de esa combinación permanece indecible. Acaso la Biblioteca es la forma de la eternidad, pero cuántos tiempos son posibles en la eternidad, cuántas formas de sucesión y cuántas formas de narrarnos a nosotros mismos.

 

Pablo Farrés: el gran escritor argentino

Agustín Conde de Boeck

La afirmación del título es tan ociosa como tentadora. Ya hemos pasado la época en que la veleidad de estas frases canonizadoras podía tomar desprevenido a cualquier transeúnte. La escribo para llamar la atención sobre algo quizás más profundo, porque es probable que hoy ya entendamos que más que jerarquías, la literatura invoca constelaciones.

Desde hace diez años, Pablo Farrés viene publicando una obra anómala, un flujo de escritura descomunal. Tal vez, y por ahora, tenga solo un grupo de seguidores que leen y releen sus ocho novelas, lectores que aguardan con morbo supersticioso la siguiente. Algún día ya lo habrá leído el mundo en todos los idiomas. Ya ni siquiera se hablará de Farrés, sino de “lo farresco”, como una propiedad para describir las cosas.

¿Qué clase de persona está leyendo en este momento a Farrés? (No me atrevo a preguntar cuántas, por miedo a cualquier respuesta, sea cuantiosa o precaria.) Me interesa saberlo. Me interesa conocer qué tradición selectiva se está construyendo alrededor de la lectura de obras como Las pasiones alegres o Las series infinitas, qué alianzas virtuosas están erigiendo sus nuevas liturgias. Creo que desentrañar tal biblioteca subterránea nos permitiría la constitución de otra conciencia, una percepción plástica, acaso expandida de lo que la narración y la vida pueden llegar a ser.

Desde su primera publicación, El punto idiota, a la más reciente, Las series infinitas –cúspide de este monumento de ontología deforme–, Farrés escribe desde La Matanza y desprende gran parte de sus tramas de un gran proyecto originario, obra fantasma titulada, precisamente, La Matanza. Arquitecturas desmesuradas y extrañas, inasimilables por su capacidad para construir una mitología interior basada en una sola premisa narrativa espeluznante: pensar en lo peor que pudiera pasar y, luego, ir más allá.

Las islas Malvinas como cerebro capaz de perpetuar alucinatoriamente la guerra inútil, un niño criado como perro que desbancará el sistema literario argentino, una compañía que pone en circulación el implante neuronal capaz de licuar la realidad en una gran pesadilla esquizofrénica, la madre de un hijo desaparecido a la que le crece un pene, una necrófila intriga planetaria y metafísica para hacer circular el virus del sida… Horror cósmico, descodificación de los grandes traumas infecciosos de la cultura argentina… Con cada novela, Farrés monta un gran teatro de la crueldad para el que la literatura argentina quizás nunca llegue a estar del todo preparada. En el futuro se recordará cómo –cuando todos los hierofantes y leguleyos de la cultura debatían ociosamente sobre la vanguardia y el mercado, sobre la posibilidad o imposibilidad de una literatura política–, Farrés estaba escribiendo. Con feroz desarticulación tóxica de la ciencia ficción y repertorio de degradaciones grotescas, su escritura avanza en espiralada aceleración hacia el colapso total de lo humano. 

Leerlo es una de las experiencias más oscuras y luminosas que puede deparar la literatura. Debemos atender la exigencia de esta obra cumbre, ciclópea.