Que el lenguaje es un objeto de disputa y que el uso que hagamos de él esté signado por normas que a veces compartimos y otras veces no, es algo que no es novedad. Los españoles impusieron en América Latina un idioma a través de la violencia, y cada vez que usamos esta lengua recordamos esa violencia. En la segunda mitad del siglo XIX España intentó una segunda conquista a través de la invitación que hizo a intelectuales sudamericanos a participar de la Real Academia de la Lengua (RAE). Juan María Gutiérrez, el primer crítico literario argentino y en esa época rector de la Universidad de Buenos Aires, rechazó esa invitación, y sus razones las hizo públicas en Cartas de un porteño: polémicas en torno al idioma y a la Real Academia Española; allí explicaba que si bien entre los objetivos de la RAE estaba “fijar la pureza y elegancia de la lengua castellana”, en esta parte de América “cultivamos la lengua heredada, y de ella nos valemos para comunicarnos nuestras ideas y sentimientos, pero no podemos aspirar a fijar su pureza y elegancia, por razones que nacen del estado social que nos ha deparado la emancipación política…”.
Siempre que se intenta modificar la lengua y sus usos, la RAE aparece como un obstáculo. Hace 20 años el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez propuso “jubilar la ortografía”, pero fue ridiculizado. Y hace poco, cuando se le consultó a la RAE por el lenguaje inclusivo, un directivo respondió que “el lenguaje es un ecosistema y si lo alteramos repercute en todo el equilibrio general”.
Aclaremos: el lenguaje inclusivo consiste en hacer un cambio gramatical de género y cantidad para aludir a un conjunto de personas. Por ejemplo, según la normativa vigente, el plural masculino “nosotros” es correcto y no deja fuera a nadie; pero para movimientos feministas, académicos preocupados por la evolución de la lengua y escritores, esto no es así. De hecho después de una toma feminista en una universidad privada en Chile, dentro de los petitorios de los estudiantes para levantar la toma estuvo el uso de este lenguaje en trabajos de pregrado. La noticia de que la exigencia había sido aceptada recorrió los portales trasandinos, pero luego el rectorado salió a desmentirla. En este punto cabe la pena preguntarse si es disparatado hablar de “nosotres” y “todes”.
Cecilia Palmeiro, escritora, integrante del Colectivo Ni Una Menos y académica, explica que la demanda por este lenguaje viene de hace décadas, impulsada principalmente por el activismo Lgbtq (lesbianas, gays, bisexuales, transgéneros y queers): “Se usó en un primer momento el @, luego la x y ahora se usa la e, que resulta más conveniente porque se puede usar más cómodamente en el lenguaje oral, a diferencia de las otras opciones”. Para Palmeiro esta forma es antiidentitaria y contrasta con el desdoblamiento que se hizo, por ejemplo, del femenino y el masculino (“argentinas y argentinos”) durante el gobierno anterior, pero más allá de eso “resulta importante que la lengua exprese las transformaciones sociales y las potencie a la vez”. La demanda actual se ha visibilizado gracias a “la articulación del movimiento estudiantil con el feminismo que se masificó”; si eso no hubiera sucedido, según esta escritora, no tendría la repercusión ni la atención que los medios le dispensan al tema.
Una opinión similar, pero con matices tiene Karina Galperin –académica de la Universidad Torcuato Di Tella–, quien aclara de entrada que no le gusta llamar a este cambio gramatical como “lenguaje inclusivo”, “porque mete los cambios en la lengua en el marco de ciertas luchas políticas”. Para ella, es la lengua la que se ha ido ajustando a los cambios de la sociedad. Es innegable que “si no fuera por el aumento de la presencia de las mujeres en la vida pública, estos cambios no estarían prosperando, y de ahí que entiendo que le resulte incómodo a un sector de la sociedad”.
En este gran cambio gramatical, según advierte Galperin, han confluido varios grupos con intereses distintos: feministas, escaparle al binarismo sexual y personas como ella que buscan más precisión en el lenguaje, y es que en un aula llamar todos, cuando más de la mitad son mujeres, es impreciso. El problema entonces no es que el lenguaje sea sexista, sino que “el lenguaje tomó forma en una sociedad donde los varones figuraban en un lugar mayoritariamente central”, es decir el lenguaje nombraba a esa realidad sexista, cosa que ha cambiado. ¿Pero hay chances de que este cambio se asiente definitivamente? Según ella, la única chance que tiene es que se convierta en un uso, “pero me temo que nos estamos apresurando, porque este lenguaje lo habla poca gente, y en circuito reducido; hay que esperar que se vaya extendiendo a la prensa, a la academia y finalmente se verá si es incorporado o no por la Real Academia Española”.
Marina Yuszczuk, escritora y una de las editoras del sello Rosa Icerberg (que publica solo mujeres), dice que desde hace seis años en el suplemento Las/12 de Página/12 usa la terminación x para indicar el plural en las notas, básicamente por indicación de sus editoras. En cuanto a los escritores y lingüistas que se oponen al uso del lenguaje inclusivo señala que Sarmiento hace casi un siglo y medio propuso un cambio radical en el lenguaje y escribió “sus libros según esa nueva grafía (cambiando j por g o i por y). Me acuerdo de la sensación salvaje al leer sus Viajes, la misma sensación de basurita en el ojo que tenemos ahora frente a la e o la x. Esa molestia es comprensible, pero no justifica la reacción conservadora: es la misma molestia frente a cualquier cambio, y éste es un momento particularmente dinámico de la lengua”. Para esta escritora, es fundamental abolir la noción de que lo masculino es neutro, “inscripta en el uso de la o, y que tiene su correlato literario en la idea de que las experiencias de los varones son universales mientras que las del resto (mujeres, homosexuales, travestis, trans) son particulares y menos valiosas”.
Una posición un poco más distante tiene Leonora Djament, directora editorial de Eterna Cadencia, para quien “la lengua refracta, condensa, revela, intensifica –y también anticipa– los intereses y conflictos sociales”, por eso le parece que deben ser pensadas “todas estas expresividades que llamamos lenguaje inclusivo, pero que son mucho más: se trata de creación, ocurrencia, acto. Y, más que ‘incluir’, tiende a desarmar límites, fronteras, géneros (tal vez con la esperanza de que ya no haya adentro y afuera)”. En cuanto a si publicaría un texto escrito en este lenguaje, cree que no se puede contestar hipotéticamente: “No creo que exista la corrección política o literaria dentro de la ficción. Cada texto, cada universo literario, propone o crea una lengua única, propia. La literatura no tiene que someterse o subordinarse a ninguna exigencia exterior sino que dice en su libertad y dice siendo libre”.
¿Pero qué sucede en otros países? Hace un tiempo en España se publicó la Guía para la utilización de un lenguaje no sexista. La idea era generar un documento inclusivo en el ámbito laboral, y surgió primero como un proyecto de investigación en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Participaron Patricia García, Liisa Hanninen y Malena Mangas. Precisamente ésta última desde España dice que le gustó la oportunidad de poder aportar buenas ideas, “de ofrecer soluciones (a veces sin necesidad de torturar el lenguaje) y de defender la idea de que el sexismo puede aparecerse incluso más allá de la manera de expresarse por escrito”. Se trató, entre otras cosas, que a la hora de que cuando una empresa ofreciera ofertas de trabajo privilegiara el desdoblamiento de género (“ingenieros e ingenieras”) para no excluir a las eventuales postulantes mujeres.
Esta guía fue oportuna en su tiempo, pero ahora es la hora de avanzar, porque, como afirma Mangas, el castellano correcto no es inclusivo en sí: “En español, los colectivos plurales son masculinos. Pero lo cierto es que, efectivamente, tenemos un idioma capaz de sortear ciertas expresiones que dividen a quienes, por una parte, se niegan a seguir empleándolas por considerar que desdibujan a la mujer y, por otra, a quienes defienden el uso correcto del lenguaje”. En lo concerniente al uso de la e, como española le parece “realmente chocante, pero también sé que ciertos términos que hemos normalizado a este lado del Atlántico suenan abominables allá. Nuestras ‘juezas’, ‘presidentas’ y ‘ministras’ también han recibido de ustedes bastantes críticas y muchas burlas”.
Para ella, el lenguaje es para entenderse y si la terminación e cumple esa función, es el camino correcto.
Desde Uruguay y ante el interrogante de si escribiría un texto con lenguaje inclusivo, la escritora Natalia Mardero responde afirmativamente, porque “el lenguaje es dinámico y cambia constantemente. Quizás no lo notamos a simple vista porque sucede lentamente y se va metiendo de a poco entre nuestros lazos comunicacionales”. A su modo de ver, el problema con el lenguaje inclusivo es que “hay personas que lo sienten como imposición. Y claro, algo de eso tiene, de reclamo, de trinchera política, de denuncia. Al final el problema no es del lenguaje, sino lo que deja en evidencia –la invisibilización de las mujeres en tantos ámbitos”. Y esto no se soluciona cambiando una letra por otra, aunque por algún lado hay que empezar: “A los fundamentalistas, a los puristas de las palabras y amantes de la RAE lo que más le molesta en el fondo no es tanto lo que propone el lenguaje inclusivo, sino de dónde proviene y su intención”. Cecilia Palmeiro complementa señalando que estas transformaciones no deberían “policiar la lengua al estilo RAE. Se trata de liberar, y no de imponer reglas”. Y quizás aquí reside el quid del asunto: no se trata de crear otra RAE, se trata de no reproducir las mismas lógicas que han marginado o excluido a partes de la población, y de crear así, no solo un lenguaje más preciso, sino uno en donde quepamos todes, incluso los que no están de acuerdo del todo con el uso de este lenguaje.
Lenguaje inclusivo y feminismo, Alejandro Boverio. Filósofo y ensayista. argentino.
La lengua es, sobre todo, movimiento. Dispersión y proliferación. Acaso hablar de “la” lengua, en singular, sea un error. No hay, en sentido estricto, solo una lengua. La multiplicación de lenguas es algo intrínseco al lenguaje como tal. Para referirse a esto, Ludwig Wittgenstein creó la noción de juegos de lenguaje. Tal concepto pretende poner de relieve que el lenguaje está entrelazado esencialmente con prácticas, lo que él denomina formas de vida. Podemos decir, junto con el filósofo austríaco, que hay tantos juegos de lenguaje como formas de vida.
Cualquier pretensión de reducir la lengua a una normatividad única es, cuanto menos, una pasión inútil. O estaríamos frente a una lengua muerta, que es el equívoco que comete el modelo lingüístico saussureano para pensar el lenguaje. Lo mismo sucede con las instituciones que toman todo uso renovador como uno “incorrecto”: las academias de la lengua son por naturaleza profundamente conservadoras.
La actual ebullición del llamado lenguaje inclusivo da cuenta de este inagotable proceso que es el devenir de la lengua. Negarlo implicaría negar una forma de vida, negarlo sería un acto fascista. El riesgo, del otro lado, es el de absolutizar ese otro lenguaje, volverlo normativo. Lo revulsivo que un lenguaje puede resultar para las formas establecidas de la lengua, como lo es el inclusivo, se puede convertir en conservador cuando pretende volvérselo lenguaje totalizante. Si uno piensa, por ejemplo, en el lunfardo, se dará cuenta de que su vitalidad siempre ha pasado, justamente, por su estar en las orillas, por ser lo otro de lo instituido, por ser maldito.
Cabe preguntarse qué futuro tendrá el lenguaje inclusivo en nuestro contexto más inmediato. Difícil es profetizar al respecto, pero lo que sin dudas podemos decir es que su suerte estará atada a la forma de vida con la que está entrelazada, y en la actualidad ella tiene un nombre: feminismo. El destino del lenguaje inclusivo está, entonces, ligado al del feminismo. Pero no solo a propósito de la relación de fuerzas que tal movimiento despliegue en la sociedad, sino fundamentalmente del modo en que continúe elaborando sus conceptos y prácticas de normatividad, de sexualidad y de poder.
Lenguaje y realidad, Rafael Gumucio. Escritor chileno, autor de Milagro en Haití.
Incluir es sinónimo de convocar, aunar, llamar a todos en un lugar en que todos se sienten cómodos. Quedan pocas dudas de que el lenguaje inclusivo no es nada de eso. Es un lenguaje que incomoda, incluso a quienes intentan usarlo, porque lo hacen justamente para hablar en otro idioma que el dominante. Es, para bien y para mal, un lenguaje exclusivo, exclusivo de una comunidad de hablante que se reconocen en él en contraste con otros hablantes. En sí esto no tiene nada de malo, la mayor parte de los aportes sintácticos y de vocabulario han nacido de lenguajes exclusivos e incluso excluyentes: el lunfardo para no ir más lejos.
Estos códigos de tribu nunca han pretendido, sin embargo, sustituir el habla común, porque su poder nacía de no ser común, de ser propio. Nacían en la calle, la cárcel, el pasaje, el patio, o ese otro patio y cárcel que es hoy por hoy internet. El lenguaje inclusivo nace en cambio de la academia americana. Una academia que ha inventado una calle y una cárcel y un patio artificial, que nunca logra del todo calzar con la calle, la cárcel y el patio real, en parte porque niega la idea de que algo llamado realidad exista, o que esa realidad importe fuera del lenguaje
Es quizás lo único que me preocupa del lenguaje inclusivo, la idea que subyace en sus autores de que “el lenguaje crea realidad”, una versión new age del concepto de Martín Heidegger de que “el lenguaje es la casa del ser”. Una idea que poco o nada puede convivir con el marxismo o el liberalismo en que el feminismo y el movimiento de liberación homosexual funda sus bases. Para este voluntarismo lingüístico es poder. Un poder dividido en amigos y enemigos, exactamente al modo en que lo dejó pensado el jurista alemán Carl Schmitt. El feminismo posmoderno, como el izquierdismo y el derechismo posmoderno, tienen del lenguaje y el poder, y del poder del lenguaje, una visión que lo enraíza directamente con dos únicos pensadores legibles del Tercer Reich. Los destinos personales e intelectuales de Heidegger y Schmitt enseñan que, nos guste o no (a mí me gusta), la mayor parte del tiempo es la realidad la que crea lenguajes y pocas veces al revés.
En otros idiomas, mangas. Una de las autoras de un libro fundante.
Malena Mangas, una de las autoras de la Guía para la utilización de un lenguaje no sexista, señala que este mismo debate está ocurriendo con otros idiomas: “En alemán, las ofertas de trabajo aparecen desde hace años desdobladas (Redakteur/In), y en inglés están revisando incluso palabras básicas como pueden ser las profesiones que acaban en –man (chairman= presidente, se tiende a introducir chairperson). Cada uno tiene sus obstáculos y sus particularidades”.
En Francia ocurre algo similar a lo que sucede en los países de habla hispana, pero con un sesgo mayor, ya que a fines del año pasado el primer ministro, Edouard Philippe, ordenó prohibir en los textos oficiales el lenguaje inclusivo: “Más allá del respeto del formalismo propio de las actas de naturaleza jurídica, las administraciones dependientes del Estado deben adecuarse a las reglas gramaticales y sintácticas, principalmente por razones de inteligibilidad y de claridad”. Y la Academia Francesa de la Lengua fue aún más lejos, alertando que “ante esta aberración ‘inclusiva’, la lengua francesa se encuentra ahora en peligro mortal”. Sin duda el debate es transversal a todos los idiomas, lo que revela que efectivamente ha ocurrido un cambio social, del que el lenguaje debe dar cuenta de alguna manera.