Desde hace al menos quince años, con unos amigos, estamos por sacar una revista de ensayo y crítica literaria. Escribiríamos sobre las últimas novedades del mercado literario, pero sólo artículos negativos, en contra. Además, deudores tal vez de la revista Literal y de la noción estructuralista de “muerte del autor”, sería anónima, nadie firmaría, no tendría director, ni jefe de redacción, ni ningún otro rango militar. Los ensayos no tendrían notas al pie. Las notas, las citas, pertenecen al ámbito de la escritura académica, y una verdadera revista de ensayo literario como la nuestra debe evitar toda inclinación institucional.
Pero en la última reunión introduje una observación que me valió, casi, ser expulsado. Planteé que, en determinados casos, deberíamos aceptar las notas al pie de página. Ese mero comentario me valió acusaciones como “reformista”, “socialdemócrata”, “alfonsinista”, y otros improperios aún mayores. Ocurre, respondí, que una nota al pie de página, introducida en el momento justo, puede llegar a tener un efecto absolutamente disruptivo, casi subversivo.
Pensaba en esto, mientras me disponía a leer un artículo de Patricia Wilson, llamado Traductores en el siglo, publicado en el más reciente número de Punto de Vista. De Wilson había leído un buen libro (La constelación del sur, editado por Siglo XXI) donde analizaba a Borges, Victoria Ocampo y José Bianco como traductores; y supuse que en este artículo retomaría esas cuestiones. Pero, inesperadamente, incluye una nota –la número 1– que disloca el texto: “La traducción tiene una dimensión antropológica nítida: afecta la vida de las personas, relaciona sujetos entre sí; su influencia no es únicamente del orden simbólico. Basta con detenerse a pensar en el llamado ‘activismo social’ en la tarea del traductor y del intérprete, cuya manifestación más radical es el papel sociopolítico in situ que les toca jugar en los pedidos de asilo, en las situaciones de migración legal o clandestina, en los casos de conflictos bélicos o aun de ayuda humanitaria”.
Luego de la nota se vuelve al texto, y el artículo desarrolla lo esperado: con gran conocimiento, narra la historia de la traducción literaria en Argentina durante el siglo XX, sin mencionar nunca más eso a lo que alude la nota al pie. Pero ya es tarde: la lectura de su ensayo queda marcada por la inclusión de esa cita, de esa irrupción, de esa referencia a lo real, por llamarlo de algún modo. La cita inesperada cambia el sentido del texto (ahora deseo que la nota al pie se transforme en artículo, en libro, quiero leer más sobre eso).
Es curioso, porque luego, en un párrafo importante, Wilson menciona a Antoine Berman, pero sin aclarar qué libro suyo está citando. Increíblemente falta la nota al pie, la nota más sencilla, la más obvia: la nota informativa. De Berman, ensayista francés especialista en historia de la traducción, leí sólo dos libros. Uno muy bueno, L’épreuve de l’étranger, donde investiga sobre el lugar de la traducción en el romanticismo alemán; y otro menos interesante, La traduction des ouvres latino-américaines. ¿Se referirá a esos libros, o a algún otro? La ausencia de la nota más simple obstaculiza mi curiosidad; y a la inversa, la inclusión de la nota disruptiva vuelve más interesante el artículo.
En Los orígenes trágicos de la erudición. Breve tratado sobre la nota al pie de página (hermoso libro publicado por Fondo de Cultura Económica), Anthony Grafton escribe: “Hace cien años, los historiadores hubieran trazado la siguiente distinción sencilla: el texto convence, las notas demuestran”. Se equivoca Grafton. Esa situación se reproduce todavía hoy en cada monografía de los alumnos de la facultad, en cada libro académico, en cada acta de congreso de literatura. Frente a ese tipo de notas al pie (es decir: el 99 por ciento de las notas al pie), nuestra revista debe estar en guerra. Pero ¡ah, compañeros de revista, aceptemos que el uno por ciento restante pertenece a las formas más radicales de la literatura!