CULTURA
Apuntes en viaje

Ola Ale

Desde Budapest, Michael solo quería saludarme: “Ola Ale, espero que puedamos ver pronto. Te espero en Ginebra cuando quieres”. Adoro las postales.

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Ola Ale. | marta toledo

Esta semana recibí una tarjeta postal. Desde Budapest, mi amigo Michael solo quería saludarme: “Ola Ale, espero que puedamos ver pronto. Te espero en Ginebra cuando quieres”. Adoro las postales. Las he recibido y enviado por años. Incluso, aprovechando el delay propio de las dinámicas productivas del correo, me he enviado algunas a mí mismo desde distintos lugares para luego recibirlas al llegar a mi casa. La última desde Petra, Jordania, el año pasado, a escasos días de quedar estrangulado por el arsenal burocrático desatado en el ardor pandémico. Vale aclarar que esa postal jamás llegó.

Debo confesar que no soy un archivista aceitado, por ende no podría asegurar que atesoro todas, pero sí la mayoría. Entre ellas destacan dos: una que le mandé a mi madre desde Londres –retrato nocturno de la torre del reloj del Palacio de Westminster–, cuando acababa de cumplir los 21 años (la recuperé al vaciar el depto familiar luego de la muerte de mi padre; estaba en perfecto estado, en una caja de zapatos forrada que mamá rotuló “Alejandro”). La otra es de Martín, uno de mis grandes amigos de infancia, y también parte de mi juventud.

Martín dejó el país en 2004, con rumbo desconocido. Cada tanto me enviaba un mail como quien acciona el artefacto gestor para tramitar el certificado de supervivencia. Algún dato pavo, nada muy relevante. Sin embargo, en ocasiones aparecía en mi casilla uno amplificado, donde se explayaba de muchas maneras, siempre profundas, ingeniosas. No me extenderé aquí sobre el contenido de los mismos, pero puedo arrimar que en cada expresión empleaba un tono de remordimiento defensivo que la extraordinaria inteligencia de su escritura no alcanzaba a empujar hacia un segundo plano. Solo quería despegarse de lo que le había estado provocando su sombra, necesitando para ello descartar los panes de TNT que podrían haber detonado por dentro.

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(Martín creció en el encierro de la debilidad física, los pensamientos negros.)

En los primeros años de secundaria, cuando nos volvimos hermanos, leyó a pestaña quemada a Dostoievski, Melville, Rimbaud, Goethe, Dickens. Recuerdo su habitación, montada como un barco, rodeada de un acuario y una iluminación que no tenía nada que envidiarle a la naturaleza. Para entonces viajar le parecía una pérdida de tiempo, puesto que creía que la imaginación podía suministrar un sucedáneo más que adecuado a la realidad vulgar de la experiencia vivida. Los años convirtieron a Martín en una unidad atomizada: escribir y leer de manera demencial; mas luego deprimirse, recibir una herencia, hacerse millonario, viajar, desaparecer, ¿casarse? (otra postal, esta vez confusa, desde San Petersburgo), amasar la materia de su única obsesión: atacar al tiempo, a nuestro principal enemigo, si no el único. Martín buceó en la incubadora sórdida del kamikaze dispuesto a todo.

Decía: la postal partió de Cuzco el 18 de enero de 2010, desembarcó en Buenos Aires tres días después. “Ale, amigo de fierro, te pienso y te extraño. A diario. Sé muy feliz. Yo no sé si podré serlo alguna vez”. Punto. ¿Punto? Me pareció desconsiderado de su parte. Le escribí un mail al instante. Quería saber cómo estaba, qué estaba haciendo en Perú, si necesitaba que me estirase hasta allí o simplemente lo esperaba en Buenos Aires.

(Continuará...)