Con o sin estadísticas precisas, el cálculo no tiene muchas posibilidades de error. De las 200 personas que fueron a interesarse por la Academia del fracaso de Marta Minujín y Agustín Merello, por lo menos 180 ya se habían baqueteado por los laberintos de La Menesunda, allá en 1965. La diferencia es nimia; apelando a un parangón cinematográfico, podría decirse que si La Menesunda fue, en la carrera de Minujín, su período Cecil B. DeMille, la Academia apenas logra encaramarse al estatus de El fusilamiento de Dorrego (el de Mario Gallo, primer film argentino de 1908)”, escribe Enrique Raab, el 28 de septiembre de 1975 en La Opinión, un artículo sobre la Academia del fracaso. Con una verdad no meramente fáctica y comparación entre diferentes culturas como una suerte de pedagogía, procedimientos que María Moreno reconoce con inteligencia en la obra de este periodista, Raab le objeta la falta de actualidad a la Academia, mientras que considera a La Menesunda su antecedente exitoso. Es muy duro con la pieza que por esos años mostraba Minujín. No encuentra derroche, la desmesura y la extravagancia que había sabido ver en el evento, como llama al happening, en el Di Tella algunos años antes.
El gran despliegue que organizaron Minujín y Santantonín, junto con los artistas Floreal Amor, David Lamelas, Leopoldo Maler, Rodolfo Prayón y Pablo Suárez, sólo fue posible como parte de la culminación del proceso de modernización del arte y la cultura que, a mediados de los años 60, llegó a su esplendor. Esta ubicación temporal atiende sólo a la historia del arte, y en todo caso no pretende lanzar una hipótesis de futuro. Esa que la mismísima Marta Minujín promueve con la reconstrucción de La Menesunda en el Museo de Arte Moderno en la actualidad.
Comparar este período de la artista con el fulgor, la grandilocuencia, la sensualidad, el erotismo y el éxito de público del realizador de Los diez mandamientos es dar en la tecla. La que Raab sabía apretar en su máquina de escribir para producir grandes momentos culturales. Porque en esa asociación está la cifra de cómo el arte pop es, justamente, popular. No la contracción, la onomatopeya, la referencia gringa, sino el cúmulo de emociones que anidan en lo masivo. Que es provocativo y desafiante. En todo caso, no responde a un estímulo conyuntural: es un tiempo fuera del tiempo. Algo como alcanzar una forma de eternidad y trascendencia. Esa que tanto se les atribuye a algunas manifestaciones del arte. “Yo no tengo edad –dice Minujín–, mi arte no tiene edad. Soy más de vanguardia que la gente joven”.
El cuidadoso archivo de reconstrucción para poder atravesar el pasillo que alguna vez estuvo en la calle Florida hace cincuenta años, subir escaleras, aparecer filmado en unos televisores en blanco y negro, saludar a una pareja que está en la cama, darse un masaje con una masajista, ser maquillado, introducirse en un intestino, girar hasta el mareo en una plataforma, meterse en una heladera con frío y todo, atravesar pisos inestables realizados con gomas, papeles, ventiladores, sonido ambiente, olor a frito, confirma que la pieza tiene que ser igual a sí misma para conservar su potencia.
“Haría una Menesunda en 2006 –propone en una nota de ese año–, con situaciones cambiantes que descoloquen al espectador: caés por un vacío, sentís cosquillas, aparecen rayos láser, te convertís en un tronco. Sería más divertida que la anterior, para que el hombre goce de sí mismo.”
A la salida está la calle San Juan. El ruido del tránsito, las veredas sucias y las paredes con los afiches con las caras de los candidatos para las elecciones de 2015 hacen intuir que, por suerte, cambió de idea