El ruido de las cortadoras de césped empieza a ser el sonido ambiente de la zona, sobre todo los fines de semana. Siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué los vecinos desperdician su fin de semana empujando la máquina de cortar pasto o encaramados a los tractorcitos? ¿Por qué justo a la hora de la siesta, de la sobremesa de quienes no cortamos el pasto o lo hacemos entre semana? Siempre hombres. Rara vez he visto mujeres cortando el césped. Aunque ahora que digo esto me acuerdo de mi madre joven, con sus shorts de jeans ajustadísimos y una remera de breteles finos, yendo y viniendo por el terreno de la casa, comandando la máquina con sus brazos flacos y bronceados. Eran los tiempos en que estaba de moda estar doradas como peces, azotarse bajo los soles del verano, embadurnarse con empastes caseros de zanahoria o con Rayito de Sol, esa crema marrón y perfumada. A la noche, Sapolán para aliviar el ardor.
En nuestra familia agarramos color enseguida. Mi abuela Siomara era una mujer que en alguna rama de su árbol genealógico tenía sangre negra y ese gen fue viajando hasta nosotras. Mi madre, mi hermana, mi hermano, siguió con mis sobrinos que en el invierno son blancos como las panzas de las ranas, pero apenas empiezan a andar bajo el sol se vuelven marrones. No sé mucho de la familia de la abuela, de dónde venía exactamente. La bisabuela Manuela había sido madre soltera de muchos hijos; llegué a conocerla, era pequeña y morena como una pasa de uva. Me acuerdo también de cuentos de mi abuela sobre un tío suyo, Mino Gómez, bandolero uruguayo. Los hermanos de la abuela Pacho, el rengo que cuidaba caballos y fue el padrino de mi hermana aunque el día del bautismo faltó porque había carreras en el hipódromo (en las fotos hay un falso padrino); José Bertoni, el camionero; y Lolo el ladrillero, eran hombres con la piel bien oscura, pero de rasgos criollos. Cuestión que en mi adolescencia mi rapidez para broncearme era la envidia de mis amigas. Apenas disfrazado el tibio racismo: sos negrita vos, agarrás color enseguida… mientras se soplaban los hombros de piel gringa. Para mí tomar sol no era un plan. Me aburría estar echada horas enteras, un rato boca arriba, otro boca abajo… al menos cuando tocaba estar boca abajo se podía leer.
Cuando llevaba la perra a la plaza, el año pasado, me quedaba viendo a la gente que tomaba sol. Siempre me llamó la atención, cuando vivía aún en Entre Ríos, ver por la televisión las plazas y los parques porteños llenos de cuerpos tendidos sobre lonas. Cuando me mudé a Buenos Aires, verlos en vivo y en directo. Supongo que ahora con la pandemia volverá a estar de moda tomar sol, ya no por una cuestión estética sino por la falta de Vitamina D.
Pese al fastidio del ruido de las máquinas de cortar césped, lo que traen de bueno es el olor a pasto recién cortado que es casi tan lindo como el olor a lluvia. Hermoso como el olor del verano. Es, acaso, ese el olor del verano que se aproxima. El pasto que se corta en el invierno pasa desapercibido, el perfume queda afuera, se evapora en el aire helado, no llega al interior de las casas cerradas a cal y canto. Los restos se pudren bajo la escarcha y las lluvias. En cambio ahora las hebras de pasto cortado se secan casi instantáneamente. Si se corta a la mañana, a la tarde cuando vas a recogerlo, se escapan de las escobas de alambre, livianos y volátiles como mechones de pelo.