CULTURA
Apuntes en viaje

Salvavidas

Montado sobre un camello, detrás del jinete, un niño de 13 años que juguetea con la varilla elástica para que el animal cogotee, para que yo pierda el equilibrio y me asuste, para él matarse de risa.

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Salvavidas. | marta toledo

Absorto en el clac clac de las cartulinas plastificadas que al despegarse proponen con saludable escepticismo caminar la incertidumbre por venir, hambriento quizá de la atracción sinuosa que anida en la cúpula refulgente del teatro sombrío, multiplico la afición por las fotografías de otros tiempos, versiones distorsionadas de mí, de los míos. 

Las fotos que atesoro en los álbumes recuperan anécdotas que aturdidas se amontonan como expedientes. Hoy domingo me detengo en una que me coloca en la meseta de Guiza, en el inmenso parque arqueológico que conforma la necrópolis de Menfis. Montado sobre un camello, detrás del jinete, un niño de 13 años que juguetea con la varilla elástica para que el animal cogotee, para que yo pierda el equilibrio y me asuste, para él matarse de risa. No puedo precisar quién la tomó, pero sí qué me llevó hasta allí. Entre diciembre de 2000 y febrero de 2001 recorrí una porción considerable del norte de África: Marruecos, Túnez y Egipto, donde borboteé durante veinte días mal distribuidos; del total, dieciséis fueron en El Cairo. Una mañana espléndida, tibia, oxigenada, me estiré hasta el santuario en un auto particular que renté sin siquiera presentar licencia de conducir o tarjeta de crédito. Mi presupuesto flaco no podía permitirse demasiados lujos, así que opté por esquivar los tours guiados. Una vez allí, en las puertas del ingreso, decenas de chicos me acorralaron para ofrecerme una experiencia única, decían, pasear en camello entre las pirámides milenarias. La insistencia y la gracia de uno de ellos en particular terminaron por decidirme. Ante la respuesta a la pregunta de dónde sos, el mecanismo accionó el protocolo en el infante: “¡Argentina, Maradona!”. 

De El Cairo salí en un vuelo comercial que me depositó en el Capodichino de Nápoles. Llegué por la noche, por lo que tuve que recurrir a un taxi, algo que detesto por tratarse de un gasto innecesario. El chofer vestía suéter azul deslucido, escondía su rostro detrás de una barba espesa y lentes de lectura. Hablaba sin parar. Enseguida supo el origen de su pasajero de ocasión: “¿De Buenos Aires? ¿Lo conocés a Diego, no? Digo: ¿lo viste? ¿Hablaste con él, verdad? ¿Cómo es en el trato personal?”. Sus palabras como metralla obturaban mi posibilidad de explicarle que Buenos Aires es una ciudad inmensa, que Maradona es una estrella planetaria y por tal poco accesible, que la ingenuidad con la que dispensaba absurdos semejantes rozaba el paroxismo. 

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Una vez en el hostel, se negó a cobrarme. 

Tres días después del episodio me encontré con un amigo para seguir juntos el recorrido planificado. Esa misma noche lo invité a cenar a una pizzería que había descubierto el día anterior, y no estaba nada mal. Clausurada la farra, pasada la medianoche, nos adentramos sin proponérnoslo en un callejón oscuro y serpenteante en el que nos abordaron tres pendejos de no más de veinte años para robarnos. Uno de ellos blandía un cuchillo de mango negro, otro juraba que llevaba consigo un arma de fuego que usaría de ser necesario. Iban colocados hasta la médula. La escasa conexión neuronal los espabiló cuando nos escucharon hablar y comprendieron de inmediato que éramos argentinos. Entre los tres se miraron, balbucearon vocablos ininteligibles y nos dijeron que siguiéramos nuestro camino, pero no por ese callejón, que era peligroso. Nos acompañaron unos metros, nos indicaron por qué calle seguir y se despidieron; uno de ellos desabotonó la campera y con orgullo imperial exhibió la camiseta del Napoli.