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Apuntes en viaje

Maleza piedra

Una leyenda harto difundida en la comunidad cuenta que con las paladas de plata que los invasores extrajeron de la colina podría haberse construido un puente desde allí hasta España.

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Maleza piedra. | Marta Toledo

Ojos gelatina apretados entre los surcos anchos del rostro duro que cede acaso al tránsito del buñuelo que se acomoda en el moflete, acullico extático que lo ayuda a enfrentar la oscuridad para que el miedo resulte menos miedoso. Hace casi treinta horas que palidece allí un poco, de cuclillas próximo a la veta que esculpe pico-pala en un rincón estrecho del corredor minero. Sin comida, apenas una botellita con agua. Antonio tiene 27 años; aparenta 70.

La excursión al Cerro Rico se propaga entre los gringos que visitan Potosí. Hablamos de una montaña que se eleva en perfecto triángulo hasta alcanzar los 4800 metros sobre la Villa Imperial de la ciudad. Mazacote marmolado con la plata parida por los dioses, carancheado por españoles angurrientos que lamieron hasta los huesos que hoy alimentan a trabajadores explotados como Antonio.

La atmósfera de horno que pesa sobre la piel como un cuerpo sólido. Serpentear el tendido arterial claustrofóbico; ofrendar a la Pachamama alcohol 96°, junto a un puñado de hojas de coca; esnifar unas dos horas el polvo denso que los condenados inhalan durante años hasta secar el pulmón con silicosis, antes de morir de cáncer; hacer explotar con desdén pavote musculosos cartuchos de dinamita, y ya. 75 pesos bolivianos el tour, e incluye guía, traslados, casco con luz, botas, mamelucos plásticos.

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Una leyenda harto difundida en la comunidad cuenta que con las paladas de plata que los invasores extrajeron de la colina podría haberse construido un puente desde allí hasta España; la misma leyenda sostiene que con los cadáveres de los fallecidos en su interior, también.

Potosí fue mi primera experiencia minera. Devastadora. Jugar al minero no me sedujo en lo más mínimo, nada más sórdido. Juré nunca más volver a caminar el simulacro.

La última vez que visité una mina fue el año pasado, cuando me estiré hasta el desierto de Atacama, el más árido del planeta, para coronar un avistaje de volcanes, lagunas de altura y salares espléndidos, jeepear sobre el filo de las dunas colosales que doran un poco más el sol. A escasos treinta kilómetros al noroeste de Copiapó se encuentra la mina San José, donde ocurrió el milagro.

El 5 de agosto de 2010 un derrumbe sepultó a 720 metros de profundidad a treinta y tres trabajadores de la compañía San Esteban. A los setenta días del encierro, escupidos de a uno por cesárea en cápsula diminuta, lograron sacar el cogote a la superficie. Jorge Galleguillos fue el número once del total de rescatados, en la que es considerada la mayor hazaña en la historia universal de la minería. Apagadas las cámaras y el fervor inicial, la mayoría de sus colegas desconectaron, sucumbieron acaso al gozo de las adicciones, consagrados a vivir la vida del loco. Él quiso administrar la suerte de otra manera.

No solo dedicó años a viajar por el mundo como testimonio orgánico de la proeza. Hoy comanda el centro de interpretación, montado en la entrada del complejo, que atesora y exhibe como maleza los principales hitos del suceso. Galleguillos parece satisfecho. Solo enciende una protesta lúcida contra la película que lo tiene como inspiración, protagonizada por Antonio Banderas: “¿Lluvia en el desierto de esa forma? Habrase visto.”