CULTURA
apuntes en viaje

Siglo XXI: persona non grata

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. | Marta Toledo
Días atrás, leyendo un matutino, me enteré de que la Iglesia local expulsó a la Asociación de Boyscouts por dejar atrás la prehistoria y  desembarcar en el siglo XXI. Este desembarco implicó para los jóvenes y católicos aventureros acercar a su horizonte ideológico la educación sexual en colegios públicos y el matrimonio igualitario. Seguramente no esperaban semejante reacción de la Iglesia, aunque, considerando los tiempos que corren, la curia no perdió ocasión de seguir en el tren del primitivismo que hace furor en Rusia, EE.UU., Hungría o en Argentina misma, donde distintos funcionarios del gobierno nacional siguen relativizando las desapariciones durante la última dictadura militar amparándose en el derecho a opinar, como si la opinión de un funcionario tuviera el mismo peso –y las mismas consecuencias– en el imaginario popular que la de cualquier ciudadano. Putin despenalizando la violencia de género, citando antiguas costumbres culturales, a través de una legislación conservadora no hace más que adoctrinar a las nuevas generaciones, aislarlas y exaltar un gen nacionalista/patriarcal. Trump, eligiendo ministros xenófobos y construyendo muros, hace algo semejante: exaltar en el otro miserias que en realidad le pertenecen. El alcalde de ultraderecha de Asotthalom, un pueblo en Hungría, promulgó una ley para que en la urbe sólo sean aceptados ciudadanos blancos, católicos y heterosexuales. Gays, musulmanes, negros o asiáticos  no son bienvenidos, por ser portadores del virus de la  multiculturalidad. Por supuesto este caso no se da en un contexto aislado, sino en un país en el que la nueva ultraderecha europea, después de su escalada fallida en Austria y Francia, pone su esperanza de selección racial ante la figura fantasmal del refugiado.  

Me pregunto en qué momento la historia se jodió tanto, de esta manera, como para que de pronto todo lo que por un consenso tácito era socialmente intolerable y/o punible, de un día para otro, con el cambio de signo en ciertos gobiernos, suceda naturalmente y la población permanezca atónita, con la capacidad de reacción de un boxeador al que golpean cuando ya sonó la campana y la vuelta al rincón parece segura.  
 
Tal vez el caso húngaro sea paradigmático y haya que ir lejos en el tiempo para encontrar en el drama histórico del pueblo las raíces del totalitarismo por venir: ocupación austríaca, ocupación nazi, ocupación soviética. Recuerdo haber estado en Budapest cuando el país, emergiendo de las ruinas comunistas, empezaba a entrar en el capitalismo. Años más tarde, observé cómo el consumo prendía en las nuevas generaciones y desataba una especie de euforia que transformó esa ciudad imperial en un epicentro de diversión y turismo sexual para europeos del norte que volaban en aerolíneas de bajo costo por un fin de semana. Detrás de las vidrieras de locales nocturnos y zonas rojas, jóvenes húngaras, de piel blanca y ojos claros, eran exhibidas, como símbolos de pureza de Europa del Este. Sin embargo, en ninguna otra ciudad identifiqué de forma tan nítida el rastro de la melancolía: fachadas grises en monumentales edificios que parecían disecados por años de burocracia soviética y dolor. Rostros opacos que esquivaban la mirada del extranjero. Intelectuales y escritores que trataban de recuperar el trozo faltante de una historia hecha trizas hace mucho tiempo, como en la EE.UU. de Trump o la Argentina de Macri, aunque todavía no lo sepamos.  n