¿En qué estábamos? ¿Escribiendo acerca del esfuerzo inútil de los productores de ficción por tratar de restablecer una verdad arenosa que siempre escapa de entre los dedos de los pieses, cuando lo mejor que naturalmente les sale es la mentira? Con su increíble talento oral, Adrian Giménez Hutton animaba las sobremesas de las cenas que seguían al taller literario refiriendo anécdotas que ilustraban las glorias de su vida. Había una, sobre todo, una historia que le pedíamos vez tras vez: un episodio extraordinario. Los hechos eran siempre los mismos, pero en cada nueva versión Hutton se las arreglaba para incorporar detalles, inflexiones inesperadas. La historia estaba ribeteada de humorismo y era completamente escatológica, definitivamente esfinterial.
Tanto me gustó el relato que años más tarde, en secreto homenaje, lo incorporé a mi novela Carrera y Fracassi. Entre otras, ese libro era, por lo bajo, un ajuste de cuentas con Soriano, un intento a destiempo por enseñarle a su fantasma cómo hubiera debido escribir sus novelas, y por lo alto otro homenaje insensato a mi adorado Cervantes. Como se verá, a veces tres muertos alcanzan para un libro.
A poco de publicarlo, la crítica de un diario centenario me acusó de escribir en la estela chabacana de Los Roldán, en tanto que desde las páginas orientadísimas de un órgano oficialista, el sensible comentarista confesó que él había leído su Bajtin y que entendía el cruce de lo bajo y lo alto, pero el hecho de que un personaje de novela narrara sus trastornos digestivos para levantarse a una señora le parecía demasiado. ¿Qué hace un autor que cree haber escrito un obra maestra y se encuentra con que el mundo no coincide con esa esperanza desatinada? Se las aguanta. Un día, comentando esas y otras barbaridades (torpedos del mal dirigidos a mi desinflado ego), Luis Chitarroni me advirtió:
–Encima, ahora te van a acusar de haber plagiado a Kureishi.
Como en las novelas de antes, palidecí, hice gallito con la voz:
–¿Kureishi? ¿Por qué? Si nunca leí a Kureishi.
–La anécdota de Hutton... ¡Está en un libro de Kureishi!
Por un momento, mis ojos se cerraron y el mundo siguió andando: vi el panorama del escarnio universal, las risas de todos, la acusación de plagiario (a Bucay qué le importa, escribe lo que escribe e igual sigue vendiendo, pero yo... ¡encima!). Y además, y sobre todo, se apoderó de mí la certeza de que lo que creemos que ocurre en la realidad no debería ser extraído de la literatura. Si Hutton había tomado su relato de una novela de Kureishi, todo se degradaba y empobrecía. Entonces, para no hundirme solo, dije:
–Pero si el cuento de Hutton estaba en la novela de Kureishi....¿Por qué no me lo dijiste antes de que yo sacara mi libro?
–Es que recién acabo de leer la novela de Kureishi... –me dijo Luis.
Por supuesto, como, para decirlo delicadamente, mi novela no tuvo una repercusión excepcional, ni críticos ni lectores se dieron cuenta de ese patinazo. Pero el daño moral estaba hecho. Durante meses estuve triste y algo ofendido con la memoria de Adrián, y contándole a todo el mundo el feo de ultratumba que me había hecho Hutton. Hasta que una vez, un conocido en común me dijo:
– ¿Pero vos no sabías que Hutton era amigo de Kureishi? ¡No hay dudas de que a él también le contó esa anécdota!
¿Leyó Hutton el libro de Kureishi? ¿Le contó él esa anécdota al angloindio? Lo único que sé es que, mientras yo creía estar dando un taller literario, Adrián Gimenez Hutton me estaba ofreciendo clases de literatura.