Vidas del poema es un relato sobre el poema y sus estados, su origen, sus lenguas y modos, y sus picardías, pero es también una secuencia de prosas que se ensamblan con dibujos que no testimonian ni reflejan, no ilustran, sino que forman con los textos una única luz que no mide su distancia porque sencillamente la desconoce. El libro es la consecuencia extraordinaria de la reflexión, la maestría lírica, la fuerza estética y la amistad. Allí nos llevan Guillermo Saavedra y Eduardo Stupía, a todo lo que le depara a la lengua ese cuerpo irredento que la extraña y la renueva, al que llamamos poema.
Es una “biografía del poema” y una “historia conjetural, arbitraria de la poesía”, dice Saavedra en diálogo con Perfil, pero todo volcado a lo que el autor de El velador imagina como la “continua peripecia” del poema, un decurso que lo condujo desde “su intimidad con la música y el canto, a la sola palabra dicha de viva voz, buscando su propia musicalidad; de la oralidad, a la página; de las formas circunscritas a la métrica regular y la rima, al verso libre; de la exigencia de referencialidad, a la disolución del sentido”.
Porque se trata del poema vamos a leer un recorrido por las formas, los géneros, las retóricas, los tiempos, un movimiento constante de formas y sentidos que abre allí, en el origen del mundo, en la forma en que el poema se desprende de la poesía y lo hace porque es una voz. El dueto Saavedra-Stupía, sin desentenderse de la tradición normativa de la poesía, de todo lo que hace a su progresión y sus disputas, trae otro problema, porque el tema no es la poesía ni el poeta, sino el poema, y es por allí, por esa incisión, que abre el libro.
Saavedra sugiere que ese “discernimiento es el que hizo posible este libro”, ya que “cada poema es un hecho vivo, eventual e inesperado, un momento de particular intensidad de la lengua que, como tal, puede ser percibido, discriminado y ponderado”, pero la poesía, en cambio, “es una entidad abstracta, una suerte de a priori, una condición de posibilidad de todo poema pensable, sobre la cual ninguno de nosotros sabe demasiado”.
Una biografía del poema, entonces, pero que en esta edición cuidada que presenta Cienvolando vamos a leer en el diálogo entre los textos de Saavedra y los dibujos de Stupía, una amistad que tuvo consecuencias estéticas anteriores notables y que ahora, en Vidas del poema, muestra la luminosidad de una conversación en la cual cada parte reverbera con su luz para fundirse en la otra y hacer que vayamos de los dibujos a las prosas o de las prosas a los dibujos, en una cinta continua.
Stupía sostiene que hay que explicar este libro “en la maquinaria de la amistad”, en una “zona común originaria” que tiene un “fuerte ingrediente conceptual y de intercambio de experiencias lingüísticas”. Fue durante una visita habitual de Saavedra a su taller cuando se produjo este acontecimiento que leemos en el libro, en el que los textos encontraron la comunión con una serie de monocopias en acrílico sobre papel que estaban allí, parece que a la espera del encuentro.
“A él le sobrevino la diáfana certeza de que esos trabajos míos entraban en asombrosa sintonía con el espíritu y la forma de esa operación peculiar que él estaba desarrollando en estas Vidas del poema. Le parecieron inmediatamente conectivos, conectados”, cuenta a este diario Stupía, uno de los artistas plásticos más notables de la Argentina, para quien, en este libro, “texto e imagen son entidades irreductibles e intransigentes, más allá de los incontables ejemplos de feliz conyugalidad entre ambos”.
Aquí las zonas de sentido, como lo piensa Stupía, “ocurren o, en todo caso, se instigan” sin surgir de una “deliberación”, porque el poema es el protagonista y es, además “una suerte de personaje lábil e incorpóreo”. Un personaje con una “entidad de vacuidad fisionómica” que cuando la tarea fue producir piezas nuevas “operaba en mí como una dínamo equivalente a ese impulso sin nombre que promueve la motricidad generativa de toda pieza gráfica”.
Una dinámica, asegura el artista, que se define en “el diseño de la doble página, con el poema en la parte superior de la página par y el dibujo en la inferior de la impar”, lo que organiza, con la irrupción de espacios blancos, “una suerte de bisectriz diagonal para la lectura, y una rara paradoja vinculante: como sucede cuando acabamos de ver una luz y movemos la vista para ver otra cosa y, durante algunos segundos, queda la huella de lo ya visto en la retina, el poema se lee en el dibujo y el dibujo se ve en el poema, como el pliegue de un fantasma bifronte”.
Un encuentro, una alianza, menos un contrapunto que un diálogo continuo, algo que tributa en las vidas de la amistad, donde los dibujos, considera Saavedra, “parecían estar esperando a mis textos y los textos parecían prefigurar, de un modo imprecisable pero cierto, los dibujos de Eduardo”, sin que ninguna parte testimonie el sentido de la otra porque “a ninguno de los dos se nos ocurriría nunca pensar que los dibujos deberían ilustrar -en el sentido convencional, didáctico, de la palabra- los textos, ni tampoco que los textos podrían llegar a ser comentarios o explicaciones de estos u otros dibujos”.
Estas prosas son un tratado sobre las vidas del poema, sus usos y su supervivencia, su posición oral y escrita, su impronta indomesticable. Una secuencia lírica que se hermana con los dibujos y que leemos de otro modo en la addenda final que presenta el libro. Y es un relato de andanzas y aventuras, una arqueología y una paideia, pero también una picaresca. Porque el poema es todo eso, pero es también alguien que puede decir, parado frente a un espejo: “Trajecito de palabras más o menos compuestas, cara de póquer, cuerpo de fantasma, un tahúr bajo la manga”. Allí reconocemos al poema y la marca de agua del poeta que, sabemos, es Saavedra, y allí también leemos los dibujos de Stupía. La imaginación estética de la amistad.