La anécdota es más o menos conocida: el pequeño sabía que su tía pintaba pero no podía ver el interior de su espacio. Esa puerta, a veces entornada, otras veces cerrada completamente, fue un estímulo latente, una curiosidad que devino, muchos años después, en una vocación práctica. En 1986, ya con una obra pictórica reconocible, Eduardo Stupía anotaba en el prólogo al libro Entrevistas a narradores norteamericanos de hoy (Grupo Editor Latinoamericano) que un autor era un “esteticista de la no referencialidad”. Esa curiosidad, ese modo de ver y concebir los artificios artísticos –lo que él llama impregnancia óptica– se mantiene en los ensayos que conforman el volumen. “¡Dios me libre!”, dice frente a la decisión de no construir relatos épicos en relación con su quehacer, gesto vanaglorioso que suele repetirse en artistas contemporáneos.
—Vivimos una etapa donde prima el “curacionismo”. ¿Cómo la interpreta y de qué manera se inmiscuye en el modo de concebir su libro?
—El curador surge porque aparentemente en algún campo el artista quizás no pueda resolver situaciones que pueda resolver otro. Lo que antes hacía el galerista o un director de museo ahora lo hace un curador. No tomo partido porque es antipático, en la medida que yo puedo actuar eventualmente como curador, me guste o no el rótulo. No me parece que universalmente uno debe estar en contra de un fenómeno que surja, más vale hay que analizarlo cuando sucede. Me parece que hay curadurías catastróficas pero también hay sanas, fértiles, dinámicas y proactivas. Cuando yo empecé no había curadores: había galeristas, directores periodistas y teóricos, y entre todos te devolvían una imagen. El primero que en mi generación se comportó como un curador fue Jorge Glusberg, un tipo que se puso en un punto equidistante de muchos fenómenos y operaba en el centro geográfico de esa fenoménica y le daba cierto sentido. En el libro no hago una reflexión sobre el curador, pero uno pude pensar que escribir sobre un artista es ejercer una curaduría, es decir, establecer una ponderación cuidadosa y ofrecerle no solo al lector, sino también al artista mismo, un orden de lectura, un ingreso al campo semántico.
—En una de las siluetas cita una referencia de Saer: “Uno es escritor todo el tiempo”. ¿Usted se siente todo el día pintor?
—Creo que la práctica es un pensamiento. Puedo estar pensando en términos muy generales sobre la pintura y los lenguajes, pero la praxis define. A la vez, yo he tenido que pensar de otra manera, volver maleable el pensamiento, salir de mi manera de concebir la pintura para poder pensar la obra de otros. Cada vez que escribís no es un manifiesto, es una manera de leer, no de enunciar. La certeza es experimental, no es de manifiesto. Si yo escribiera sobre pintura, enunciaría una preceptiva –modesta o no–, pero cuando escribís sobre un pintor tenés que tener cuidado de no ser demasiado taxativo ni pontificador.
Sus intervenciones ensayísticas, escritas entre 1986 y el presente, no solo incluyen pintores sino también representantes de otras disciplinas, como Eduardo Gil, Héctor Libertella o Rafael Filippelli. Entre sus colegas, la selección toma en consideración artistas referentes, como Yuyo Noé o Liliana Porter, cogeneracionales como Felipe Pino o Jorge Macchi, o algunos más jóvenes como Julia Andreasevich o Juan Dolhare.
—¿Qué lectura hace de su formación y la que tienen hoy los artistas?
—Empecé en la escuela de Bellas Artes en el 69. Estábamos marcados por una cierta academia –universal y local– y por cierta tradición pictórica, y eventualmente escultórica. La línea pedagógica de la escuela era arcaica, conservadora, y a veces muy mediocre, de profesores recalcitrantes, pintores a la antigua y con unas limitaciones espantosas, salvo algunas excepciones. Era una paradoja, porque la estructura era buena –la sede Cárcova, la Belgrano, la Pueyrredón–, pero las cátedras eran dadas por gente que se estaba negando a las vanguardias. Nos hicimos solos. Hoy la idea de aprendizaje está diluida: no se aprende arte, se practica. Hay formatos de práctica, residencias o clínicas, y es un entrenamiento o laboratorio. Es práctica y acción, entonces la idea la idea de temporalidad que implica el aprendizaje no está en el centro de la escena.
—¿Es más relevante el posicionamiento?
—Siempre hubo mitos de artistas, modos de construir una imagen imaginaria del artista en las épocas, y cada artista está adentro y afuera de esa construcción. Uno puede establecer una crítica y al mismo tiempo, sin darse cuenta, actuar según ese modelo. Uno no puede estar ni afuera ni adentro del todo. También creo que hay una autoficción muy fuerte en el sentido de construir primero un artista que la obra, o bien el artista se construye y la obra se construye eventualmente, con postergación. Estamos en un momento en el que ser artistas es uno de los fenómenos más proteicos y eclécticos, porque hay muchas maneras de serlo. En algún momento ser artista era estar inscripto en una disciplina, ahora disciplina es ser artista. De algún modo influye que la política del arte es una especie de mundo paralelo: hoy, en un momento catastrófico, el arte tiene una arquitectura que se ve afectada, pero que sobrevive con una consolidación intocable, con un discurso festivo, que cree en lo posible, en las ferias, las residencias, en Art Basel Cities, algo que parece un mundo al alcance, similar al sueño capitalista: con esfuerzo y en el lugar correcto y el personaje correcto, podés acceder. Es un mundo ideal. No digo que los artistas sean psicóticos y no vivan el mundo real. Lo raro es que todos convivimos en los dos mundos, yo no estoy afuera de la ilusión, pero me llama la atención que se cree que si vas a una feria sos un artista internacional. Tengo que tener un entusiasmo crítico.
Stupía no militó concretamente pero considera que el mismo trauma político de los 70 generó una necesidad de agruparse en cierta clandestinidad cultural. “Había mayores cruces, la circulación de bienes simbólicos no estaba circunscripta a territorios bien definidos”. En esas conexiones se nutrió, tempranamente, del círculo poético. Menciona a Luis Tedesco, Guillermo Saavedra, Daniel Samoilovich, Mirta Rosemberg, como parte de su formación, influencias tanto en la obra pictórica como en su definición como lector. En Líneas como culebras rescata el trabajo compartido con Héctor Libertella, la dirección de arte en la revista Diario de poesía, tras la muerte de Juan Pablo Renzi en 1992, y el vínculo tardío pero férreo que tuvo con Ricardo Piglia, con quien mantuvo diálogos y reflexiones muy valiosas poco antes de su fallecimiento. Como dato anecdótico, revela que fue librero en el epicentro de esa bohemia, en la calle Corrientes, a principio de los 70. “En ese momento –recuerda–, Marcia Schvartz, con quien éramos casi hermanos, me consigue un trabajo en la librería de saldos Discépolo, de la cadena Fausto. Buenos Aires era muy rara en esa época, caían muy tarde Marcelo Fox, Miguel Angel Bustos, Carlos Correas, el periodista Roberto Lucas, que también fue librero. Fausto contrataba escritores como libreros, como Luis Gusmán. Poca gente lo debe saber pero Arturo Carrera también lo fue, aunque duró muy poco. Prefiero no develar el motivo (risas).
—En relación con la poesía y la importancia de las unidades minúsculas: ¿qué implicó pensar su producción pictórica desde lo gramatical y no desde lo narrativo?
—En los 70, para todos los de Bellas Artes el surrealismo fue muy importante, más que el impresionismo abstracto. El surrealismo era muy literario, dibujaba microscópicamente mucha iconografía. En los 80 estudié pintura china y la fijación iconográfica se empezó a disolver y apareció la idea de lenguaje puro sin necesidad de fijar una representación. Ahí empezó a imbricarse cierta conciencia gramatical que por ahí estaba presente en lecturas, con cierta conciencia semántica pura del mundo gráfico, que lo fui entendiendo mucho después. Fue un cruce de nociones: el hecho de que la trama podía ser la idea de texto y textura, la trama óptica-visual y la trama escritural. Ahora lo miro retroactivamente y lo vínculo con la idea de escritura asémica. Lo narrativo siempre es un eufemismo fértil en la práctica. Si lo pensás como eufemismo podés trabajar en una narración no estrictamente representativa y referencial, trabajás la narración como un orden de ciertos signos que avanzan y en ese avance se generan situaciones, esas situaciones generan escenarios que no son verbalizables. En un lienzo se puede ver perfectamente. El espectador que ve un cuadro mío ahora tiende a nombrar. Lo nominativo está muy presente, nombrar es ver. En mi caso, por alguna razón, trabajo una zona ambigua entre lo que se ve, o que parece que estás viendo, y lo que no se puede decir, que es aquello que está por configurarse. Esa zona inestable es la poesía escritural, el fenómeno visual y el lenguaje.
—Algunos historiadores hablan del detalle como una pequeña parte de una figura, de un conjunto o de un objeto, pero también como un rastro de acción. ¿Cómo lo entiende usted, tanto en sus pinturas como en sus textos?
—El detalle sería la decisión de circunscribir. Me interesa que el cuadro genera un movimiento parecido al que yo ejecuté cuando lo hice, acercarse y alejarse. No es algo físico, es intelectual. Cuando vos te acercás y te alejás, tu pensamiento establece un foco y un fuera de foco necesario, ni estás fuera de foco ni decidís estar fuera de foco, es una oscilación. Es un involucramiento que tiene fenómenos de distancias: me acerco para ver el detalle pero tengo una conciencia de lo lejano, viceversa cuando planteo el cuadro y me alejo pensando en las partes. Siempre está la convivencia de los estadios. En los textos, técnicos y descriptivos, no podés perder la noción de totalidad aunque te acerques mucho a la obra de un pintor. Tenés que entrar y salir de la microscopía para no perder la gran escena.