Ford Madox Ford, en su libro de crónicas Amistades literarias, hace un perfil de Henry James: entre las cuestiones que escribe, está la obsesión por nunca hablar de libros, sino “de las personalidades de quienes los escribían”. Gertrude Stein tenía una predisposición similar, sólo que ella, como cuenta Hemingway en París era una fiesta, jamás habló bien de ningún escritor, “a no ser que hubiera escrito a favor de ella o hecho algo en beneficio de su carrera”. Pero éstos claramente no son tics o mañas de escritor, sino costumbres o conductas que no tienen que ver con su escritura, es decir no influyen ni configuran un método ni un estilo. Que Henry James, en su papel de crítico, nunca ocultara su admiración por Robert L. Stevenson, porque era heredero de una familia que se dedicó a la construcción de faros en Escocia y detestara, por otra parte, a Charles Dickens por la crudeza de sus relatos de la pobreza estadounidense hablan más de su esnobismo. En cambio, lo que se convirtió en un sello, en un tic que luego reflejaría su escritura, fue el hecho de que dictara sus novelas, lo que para Ford se tradujo en que “durante esos últimos años escribió mucho más para el oído del amanuense que para los ojos de su eventual lector”. Esto, a su vez, trajo como consecuencia: “Sus últimas páginas son relativamente fáciles de entender”. Desde este punto de vista, Henry James estaba trabajando con el verosímil del realismo, es decir el dictado agregó detalle sobre detalle para lograr el efecto de no dudar de lo que estaba contando.
Hace unos meses, Brainpicking.org hizo un simpático estudio con los hábitos de algunos escritores: la hora en que se despertaban para trabajar, productividad (en ficción y no ficción), en fin: a grandes rasgos, estaban los que se despertaban bien de mañana, como Oliver Sacks, Kurt Vonnegut, Flanery O’Connor y Goethe, y aquellos que preferían hacerlo más tarde, como Francis Scott Fitzgerald y Charles Bukowski. Los casos raros eran los de Balzac, que se levantaba a la una de la mañana, y Haruki Murakami y Sylvia Plath, que lo hacían a las cuatro. Pero la hora de arrancar es una cosa y con qué se acompaña la aventura es otra. Graham Greene, cuando estaba escribiendo El agente secreto por la mañana y El poder y la gloria por la tarde, tomaba benzedrina; Balzac y Benito Pérez Galdós no podían empezar sin el imprescindible café, mientras que Marguerite Duras y William Faulkner se hacían acompañar por el whisky y Hemingway (quizá el escritor más lleno de tics), por un amuleto que guardaba en su bolsillo derecho. El escritor alemán Thomas Mann hacía algo que, por lo convencional, sonaba muy raro: infaltablemente, cada noche reunía a su familia para leerle lo que había escrito durante el día.
Además de este estudio y de los tics, está el tiempo que le dedica cada escritor a su trabajo. Dostoievski y Balzac se encerraban a escribir; en cambio, T.S. Eliot decía que “cuando me he pasado de las tres horas, nunca he producido cosas satisfactorias”. Kafka iba incluso más allá: “Mi ritmo de vida está organizado exclusivamente con vistas a escribir, y si experimenta cambios, lo hace para adaptarse lo mejor posible al escritor”. El poeta chileno Enrique Lihn entendía muy bien lo que planteaba Kafka; cuando estaba escribiendo su Diario de muerte, se amarró un lápiz a su dedo, como un modo de obligarse a terminar, ya que luchaba contra un cáncer que lo llevaría a la muerte. Roberto Bolaño, que admiraba a Lihn y que también murió prematuramente, tenía una rutina algo sufrida que se cuenta en el documental El último maldito y que, a decir verdad, cuesta creer: “En mi casa no hay la más mínima comodidad. No tengo televisión y no tengo radio, sólo tengo un computador y un walkman, pues cuando escribo escucho música. Yo no uso la calefacción, paso los inviernos a pelo; hay inviernos en los que estoy escribiendo y se me hielan las manos”. De todos modos, se daba tiempo para divertirse; de hecho, le gustaba jugar a los wargames, juegos de tableros, en los que podía pasar más horas que las que dedicaba a la escritura. Aquí podría encontrarse el reflejo de una escritura lúdica y que, como temática, retrató en El Tercer Reich.
En este punto, vale la pena preguntarse si las costumbres, los rituales, la dedicación en horas pueden configurarse en métodos de escritura; en otras palabras, si pueden constituir un estilo.
Los tics pueden convertirse en rituales antes de comenzar a escribir, así lo plantea Francesco Piccolo en su libro Escribir es un tic, donde cuenta desde métodos hasta rituales de escritura: pero aquí Piccolo confunde método con costumbre. Por ejemplo, dice que Marcel Proust volvía muy tarde a su casa, se ponía el pijama y un grueso jersey y, sentado en la cama, apoyado sobre una pila de jerseys, escribía hasta las siete de la mañana o más. Afirmar que al escribir incómodo era consciente de la rigurosidad de la escritura es algo arriesgado, así que este ritual sin duda era eso nada más.
Pero hay otros casos donde el ritual va más allá, es hábito, e incluso un modo de entender la escritura. Gabriel García Márquez decía que de Hemingway había aprendido “que el trabajo de todos los días debe interrumpirse cuando ya sabes cómo reanudarlo al día siguiente”. Sin embargo, Hemingway aprendió a su vez esa lección en el cuarto que tenía Stein en París y no era tan así como lo contaba García Márquez: “En ese cuarto aprendí a no pensar en lo que tenía a medio escribir, desde el momento en que me interrumpía hasta que volvía a empezar al día siguiente”.
Hemingway esperaba que su subconsciente hiciera parte de ese trabajo. Algo similar relata Mario Levrero en el libro de entrevistas que recopiló Elvio Gandolfo, Un silencio menos: “El texto es, al parecer, algo preexistente, que se va revelando con la acción de escribir; primero en la conciencia, cuya intervención es efectiva aunque no siempre feliz”. Witold Gombrowicz también escribía sin un plan: “Cuando escribo, todos los elementos son más o menos iguales. Pero luego uno de ellos comienza a cobrar fuerza; cuanto más fuerte se hace, tiene todas las probabilidades de llegar a ser aún más fuerte”. Esto se traduce en que si un elemento llama la atención, se reitera, aumenta y estalla en significantes. De ahí que Gombrowicz admitiera que su mecanismo consistía “en evitar todo mecanismo”.
Si para Bolaño los wargames podían alimentar un estilo, en el caso del escritor inglés J.G. Ballard los informes legales y las revistas y libros médicos eran imprescindibles. Para su novela Crash, que fue llevada al cine por David Cronenberg, Ballard, que estudió un par de años Medicina, se alimentó de Crash injuries, un texto, como él mismo explicó en una entrevista, “sobre lesiones causadas por los accidentes de auto” y que, junto al Informe Warren (sobre el asesinato de John F. Kennedy), consideraba como sus “biblias”. Crash injuries detallaba desde lesiones faciales hasta amputaciones. Para él, un accidente de auto “no debería suscitar ninguna fascinación por lo macabro; tampoco lo opuesto (quien se interesa en estos temas es obviamente un perverso)”. Ballard estuvo suscripto a una revista de neuropsiquiatría en los 60 y luego un amigo lo abastecía de material pediátrico vinculado al desarrollo y a la neurología de la infancia. Pese a la temática de sus libros y a sus intereses (un adolescente que entraba a una escuela con un fusil de asalto provisto por su madre, la cultura punk, asesinos seriales), como escribió Martin Amis en Visitando a Mrs. Nabokov, fue “un claro exponente de la Ley de Flaubert: ordenado y normal en la vida, indómito y original en el arte”.
Las obsesiones constituyen otro método que puede alimentar una escritura o estilo. Uno de esos ejemplos es José Mármol, el autor de la primera novela argentina, Amalia. César Aira, en una ponencia en el Primer Encuentro de Literaturas Americanas organizado en Rosario, describió esta obsesión precisando que, si bien Amalia fue la primera novela argentina, Mármol no fue el primer novelista. La protagonista es Amalia Sáenz de Olavarrieta, y existió en el Buenos Aires de la época. Pero según Aira, la elección del nombre no fue casual, ya que Mármol habría tenido un amor juvenil con la hija del general Guido, Amalia Guido, “y concurrentemente con estas tres Amalias, contando la del libro, se casó con una uruguaya de nombre Amalia Vidal. Años después, tras enviudar y ya viviendo de regreso del exilio en Buenos Aires, volvió a casarse, otra vez con una Amalia, Amalia Rubio”. Según un biógrafo, “Mármol estaba obsesionado con el nombre a causa de una primerísima Amalia, anterior a todas las demás, una Amalia que habría marcado toda su vida erótica”. En todo caso, Aira admite que la elección del nombre pudo haber sido producto del azar.
Esta obsesión puede ser también no azarosa, sino planificada, como cuenta Paul Bowles cuando dice que en 1949 Truman Capote le contó todas las obras que quería escribir y que, de hecho, escribió en los siguientes veinte años. Otra manifestación de esta obsesión son los mapas que algunos escritores han hecho para escribir sus novelas, prediseños podría decirse. Lo hizo Bolaño con Los detectives salvajes y también Fitzgerald con El último magnate, su novela póstuma; en algunas ediciones, de hecho, aparece al final el mapa que las resume. Fogwill, por el contrario, trabajaba en el caos, con cocaína durante algunas etapas y casi todos los días, como cuenta Sergio Bizzio en Fogwill, una memoria coral: “Escribía aunque hubiera gente. Y al mismo tiempo que escribía, participaba de la conversación”. Escribir con gente y participar de las conversaciones también era algo que hacía Dickens. Sin embargo, cuando Fogwill escribía poesía, tal como cuenta Silvio Mattoni en el mismo libro, cambiaba de método: “Con los poemas armaba una estructura o armaba temas”.
Susan Sontag, en Contra la interpretación y otros ensayos, explica los tics de un escritor como Michel Leiris, primero poeta surrealista, luego antropólogo y finalmente narrador. En este caso, su biografía explicaría muchas de sus obsesiones, que después plasmaría en La edad del hombre: cuando estaba por cumplir los treinta años, sufrió una crisis mental que le provocó una impotencia sexual y un miedo a las mujeres. Sontag escribe que ese libro es un “catálogo de sus limitaciones”: allí está su prematura calvicie, su impotencia pero también la tendencia a rascarse la región anal cuando escribía. Para Sontag, La edad del hombre es un ejemplo de “la venerable preocupación por la sinceridad característica de las letras francesas”, al lado de los Ensayos, de Montaigne, y las Confesiones, de Rousseau: “En nombre de la sinceridad, sea en forma autobiográfica o de ficción (como en Constant, en Laclos o en Proust), los escritores franceses se han explorado fríamente las manías eróticas”. Aquí la biografía de un autor se funde claramente no sólo con un estilo, sino también con una tradición.
Si Isabel Allende fuera escritora seria y no una marca, podría contarse que siempre comienza un proyecto nuevo en enero luego de liberarse de sus múltiples compromisos sociales: de sus amigos Meryl Streep y Jeremy Irons, con quienes acostumbra a hablar incansablemente de literatura en su casa de San Rafael, California. Escribir para hacer un producto que se venda en todas partes del mundo debe ser mucho más difícil que escribir con pretensiones de construir una obra. Necesita de otro método, de markteing: algo muy similar a diseñar una cajita que, por su envoltorio o colores, atraiga a grandes y a semianalfabetos