CULTURA

Tilingas, burguesas, desclasadas

Beatriz Guido, Silvina Bullrich y Marta Lynch vendieron cientos de miles de ejemplares y marcaron la Argentina de los 60 y los 70. Hoy están olvidadas más por razones ideológicas que literarias.

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Quien hoy quiera leer a Silvina Bullrich, Beatriz Guido o Marta Lynch deberá recurrir mayormente a las librerías de viejo. De los casi cien títulos que publicaron entre las tres, apenas conseguirá en las librerías comerciales la última novela de Lynch, Informe bajo llave, de 1983, reeditada en 2019 por Eduvim en la colección “Narradoras argentinas”, que dirigen María Teresa Andruetto, Carolina Rossi y Juana Luján. Luis Chitarroni, como director de la colección “Nuevas narrativas” de Sudamericana, había publicado una reedición de La señora Ordoñez, también de Lynch, novela que vio la luz por primera vez en 1968 y que, a diferencia de Informe bajo llave, su libro menos leído, fue un éxito de ventas.

Con algo más de suerte, el deseoso lector, si persevera, encontrará algún ejemplar de Teléfono ocupado, la comedia que Silvina Bullrich escribió en 1956 y Mardulce reeditó en 2011, con tan buena recepción que hoy está agotada. Y tal vez, por ahí, dando vueltas por los kioscos de revistas, reciclados después de la crisis de la lectura en papel y la cuarentena eterna, puede dar con Fin de fiesta (1958), de Beatriz Guido, en la edición de “Clásicos de la biblioteca argentina”, 24 títulos seleccionados por Ricardo Piglia que vieron la luz en 2001 y podían comprarse con el diario Clarín.

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En vano pedirá el lector en una y otra librería las demás novelas, que vendieron miles y miles de ejemplares, marcaron a generaciones e inauguraron, por un lado, un tipo de escritura femenina comprometida políticamente en el sentido sartreano, y, por otro lado, ficciones intimistas, pero no por eso privadas ya de una aguda mirada sociológica, ya de un humor irónico. Bullrich, Guido y Lynch ocuparon el centro de la escena literaria argentina durante décadas de profundos cambios políticos y culturales, como fueron los ‘60 y los ‘70. En los años ‘80 comenzó a acechar la falta de reconocimiento, los prejuicios se acrecentaron y el olvido de las tres escritoras más leídas aparecía como un horizonte no muy lejano.

Nunca más todo eso. El retorno de la democracia signó un nuevo comienzo en todos los aspectos de la vida del país –no solamente en el político–, en el que hubo mucho de tabla rasa en relación con el pasado reciente sobre el que hubo un consenso, más allá de las diferencias ideológicas y estéticas: nunca más. En esos años murieron las tres y queda la impresión de que, con su vida, se llevaron una obra para la cual ya no habría lectores. Algo se rompió en la transmisión de sus libros, que se había alimentado ciertamente gracias a sus apariciones tanto en programas de televisión como en semanarios. Eran escritoras mediáticas. Este dato no es menor si queremos preguntarnos por la consistencia de su olvido.

Se produjo una discontinuidad en los hábitos de los lectores, ya anunciada. Un ejemplo de esto es el “Juicio a los libros más vendidos” que se llevó a cabo en 1986 en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. La defensora de los best-sellers era Silvina Bullrich; la fiscal, Josefina Delgado, y el juez, Isidoro Blaisten. El público colmaba la sala y clamaba contra los acusados, y el juez trataba de impartir justicia a la vez que pedía silencio. El veredicto es recordado de manera difusa: unos sostienen que los best-sellers fueron absueltos; otros, que siguen sentados en el banquillo de los acusados. Eran épocas de enardecidos debates, impensables en nuestros días de cancelación y susceptibilidad intelectual.

Tan pronto como en 1991, la narradora Elsa Osorio publicó la primera biografía de Beatriz Guido; a partir de 2001, la periodista Cristina Mucci escribió las biografías de las tres autoras, a las que apodó “el trío más mentado”, según la expresión de Bernardo Neustadt, tomada del tango “Tres amigos” de Aníbal Troilo. Esta vuelta sobre sus vidas les garantizó una cierta pervivencia, porque encontraron un público que las conocía y las había leído.

En 1991, David William Foster dio a la imprenta un estudio acerca de Informe bajo llave donde ofrece una interpretación metafórico-alegórica de la novela de Lynch. Partiendo de este análisis, y por sugerencia de Ricardo Piglia, Corinne Pubill investigó de manera abundante esta novela. El estudio preliminar de la reedición de Eduvim lleva su firma. En 2011, Emecé editó El paraíso perdido, donde Claudio Zeiger, periodista y escritor, regresa sobre escritores –Manuel Mujica Lainez, Oscar Hermes Villordo, Silvina Bullrich, Beatriz Guido, Marta Lynch, entre otros– que en los ‘50 y los ‘60 formaron parte de un canon móvil, sancionado por el público lector y por instituciones literarias como la Sociedad Argentina de Escritores. Miryam Pirsch, por su parte, publicó en 2013 un estudio de la obra de Beatriz Guido entendida como “una narrativa del desplazamiento”. Una tesis doctoral, presentada por María Cristina González López en 2002 ante un jurado de la Universidad Complutense de Madrid, se centra en la visión sociopolítica de las novelas de Silvina Bullrich. Entretanto, aquí y allá, se publican artículos escritos a propósito de algún aniversario. Este año, sin ir más lejos, se celebran los cien años del nacimiento de Beatriz Guido.

Mujeres independientes. Sus libros fueron éxitos de venta y seguramente contribuyeron al crecimiento de editoriales como Losada, Emecé y Sudamericana. Tenemos que pensar en cifras actualmente difíciles de alcanzar, cuando se publicaban tiradas de entre 6.000 y 8.000 ejemplares que se agotaban en un par de meses y se volvían a editar. Beatriz Guido potenciaba las ventas con las versiones cinematográficas de sus novelas y cuentos que hacía Leopoldo Torre Nilsson, su marido, en lo que fue una de las sociedades artísticas más importantes del siglo XX en Argentina. Silvina Bullrich, por su parte, como feminista que era, nutrida en la lectura de Simone de Beauvoir, de quien tradujo varios libros, tuvo muy pronto la lucidez de saber que quería ser absolutamente independiente como mujer y vivir de su escritura. Así, desde el primer momento, adoptó la decisión de escribir de manera profesional, con total libertad, suscribiendo un estrecho pacto con su lectorado, con el que mantenía una peculiar relación. En cuanto a Marta Lynch, la escritura era en cierto sentido un subrogado de la política: en sus novelas volcó la viva atracción que le provocaba el poder y el análisis de sus efectos en la sociedad, de forma más bien paródica en La señora Ordóñez, y siniestra en Informe bajo llave, ambos relatos con fuertes elementos autobiográficos.

Las tres escritoras cultivaron, cada una en su estilo, una imagen de sí a través de los medios de comunicación. Tenían mucha presencia tanto en los programas de televisión como en las revistas de actualidad. Eran personalidades mediáticas, que sabían explotar en su propio beneficio sus rasgos más salientes, al punto de tornarse familiares para el público. Pero esto no significa que fueran complacientes, sino todo lo contrario. Se destacaban por ser controvertidas, y por adoptar un lugar de enunciación que en ocasiones podía resultar provocador y desconcertante. El rasgo común era la absoluta independencia de sus dichos, lo cual las convertía en figuras difíciles de acomodar. Se reconocían a sí mismas como burguesas, en una época en la cual este término de clase remitía a una pertenencia menos difusa de lo que actualmente se entiende por “clase media”. Mujeres independientes y burguesas que ejercían de manera profesional la escritura y vivían de ella.

Esto no significa que fueran complacientes, sino todo lo contrario. Se destacaban por ser controvertidas.

Arturo Jauretche hizo destilar el resentimiento propio de su prosa, y acaso también su misoginia, cuando en los ’60 tildó a Beatriz Guido y a Silvina Bullrich de “mediopelo” y “tilinga”, respectivamente: desclasadas, en suma. Aquello que pretendía señalar Jauretche era una inadecuación entre el verdadero origen social de ambas con su pretensión aspiracional, pero lo hizo con un prejuicio tan grande que la neurosis de clase que se puso de manifiesto en su crítica era la propia. En un artículo donde analiza Escándalos y soledades, novela de Guido publicada en 1970, y que con toda honestidad no reivindica, Beatriz Sarlo refrenda estos términos cuando sostiene que el “antiperonismo liberal y burgués” de la autora es una ideología “que no entiende bien a su hijo, el frondizismo, y que no puede liberarse de las tilinguerías de clase por las que Arturo Jauretche incorporó definitivamente a Beatriz Guido al mediopelo”.

Tanto desde el peronismo como desde la izquierda se anatematizó a estas escritoras por su pertenencia de clase. Aparentemente, la burguesía no debe escribir ni leer novelas. El escándalo es mayor si se trata de mujeres y si con su trabajo obtienen dinero. La ecuación “calidad de una obra” igual “cifras bajas de ventas”, que empezó a popularizarse en la misma época, plantea tantas incógnitas que resulta fallida, o no se la hace funcionar en todos los casos. Un ejemplo de la selectividad que se aplica en el momento dåe descalificar un libro por el mero hecho de haber vendido muchos ejemplares es Nadar de noche, la novela de Juan Forn, que en su cuarta reimpresión, en octubre de 1993, declaró una tirada de 11.000 ejemplares. Otro caso es el de la reedición de la obra narrativa completa de Manuel Puig, en ocasión del 80º aniversario de su nacimiento, en diciembre de 2012, con una tirada de 10.000 ejemplares por título. Nadie hasta la fecha sostuvo que Forn y Puig fueran escritores de best-sellers. Sin embargo, por caso, Martín Kohan, ganador del Premio Herralde de novela, que otorga Anagrama, editorial que concentra las mayores ventas de libros en habla hispana, coloca a Silvina Bullrich, sin más, del lado de la literatura “best-sellerista”, sinónimo de “libros de porquería”, y subestima la capacidad de los lectores que optan por obras fáciles cuando llegan cansados del trabajo o mientras veranean en la Bristol.

Tanto desde el peronismo como desde la izquierda se anatematizó a estas escritoras por su pertenencia de clase.

¿Cuáles son, en concreto, las críticas de orden estrictamente literario que se les dirigen a estas escritoras? No es tarea fácil encontrarlas. Si existen, están ocultas debajo de capas espesas de prejuicios que hay que desbrozar. A fines de los ‘60, años de esplendor de las tres, la revista Los Libros practica y difunde lo más reciente del telquelismo y del estructuralismo francés, así como también del giro lingüístico, que tiñó de sospecha la confianza en la capacidad representativa del lenguaje, habilitando una serie de debates acerca de la ficción, la historia y la verosimilitud. Desde el momento en que se liberó al lenguaje de la pesada carga de representar, se le atribuyó una capacidad subversiva como condición absoluta y como única finalidad de toda obra literaria. El lenguaje se convirtió en el objeto por excelencia de la valoración literaria.

Lenguaje vs. realismo.Fue en este flanco donde la prosa de Bullrich, Lynch y Guido, que adscribían a un tipo de escritura más bien realista, recibió un golpe mortal. Mientras se diseñaban nuevos ídolos de la literatura argentina en las personas de Rodolfo Walsh y Manuel Puig, las tres escritoras comenzaban a ser reducidas a meras reproductoras de ideología de clase, dado que su narrativa, por no hacer estallar el lenguaje, por carecer de ethos en el sentido barthesiano, no problematizaba la relación con la realidad ni con la Historia con mayúscula inicial. Según agrega Sarlo en su artículo, como Guido quiere contarnos la Historia, su escritura es didáctica y, a pesar de que “la novela se lee rápidamente y bien”, y la autora sabe escribir, no se trata de una obra de calidad, sino todo lo contrario, porque tiene “oficio, la antítesis de lo subversivo”.

En lo que hace a Silvina Bullrich, es Germán García quien intenta algo aproåximado a una reflexión literaria, sin abandonar el sesgo ideológico que, más bien en su caso, se exacerba. En el número 11 de Los Libros (septiembre de 1970), García convierte a Bullrich en su clase social, y dice que sus opiniones son el resultado de la pérdida de su capacidad de pensar. García recurre a una cita de autoridad, transcribiendo palabras de Gaston Bachelard, y no considera necesario argumentar. Bullrich aparece de esta manera representando metonímicamente, como la parte por el todo, lo que para el imaginario de García es “la derecha”, aquella facción social que tiene el manejo del lenguaje, que lo domina, y que, por lo tanto, puede hacerle decir lo que quiere, porque la derecha es la clase literariamente más educada.

Respecto de Marta Lynch, las razones manifiestas de su olvido no son en absoluto literarias.

Respecto de Marta Lynch, las razones manifiestas de su olvido no son en absoluto literarias. De hecho, junto con Guido y otros escritores (Eduardo Gudiño Kieffer y Tomás Eloy Martínez, entre otros), es consultada para el número de enero-febrero de 1970 de Los Libros en una encuesta sobre la literatura argentina. Es decir que, hasta esa fecha, su palabra todavía era considerada valiosa. En su respuesta, Lynch no defrauda a los lectores de la revista: se encuentra en su momento de gran admiración por la Revolución Cubana y en su fase peronista, celebra que al fin se haya aventado “la falsa idea” según la cual “la clase oligárquica era la poseedora de la clave misteriosa que conectaba con la cultura, con el arte, con la belleza”. Pocos años más tarde, después de haberse acercado a Montoneros, apoyará a la junta militar del Proceso de Reorganización Nacional; particularmente, a Eduardo Massera. No se sabe bien qué tipo de relación mantuvieron: los hechos reales se confunden con los narrados en Informe bajo llave. Lo que es seguro es que Lynch, como otros escritores, formó parte del entorno de Massera, que decía tener un proyecto cultural. Quienes lo ayudaron a llevar adelante el diario Convicción pertenecían a una rama del trotskismo. Marta Lynch, por cierto, no estaba sola. La condena que recayó sobre ella fue injustamente severa. Prueba de esto es Vigencia, revista de la Universidad de Belgrano, que en los años de la dictadura, bajo la idea de sumar opiniones y puntos de vista, no solo omitió toda denuncia acerca de los abusos y los crímenes de Estado, sino que promocionaba, de la manera más discreta posible, al gobierno. César Aira y Rodolfo Fogwill era asiduos colaboradores de Vigencia. El encomio de Massera que publicó Lynch en 1978 no parece haber escandalizado a los colegas que figuraban con ella en la revista.

Piglia, Asís, Marta Lynch. Reducir a Marta Lynch a cómplice de la dictadura es vil. Leer Informe bajo llave como una confesión de sus presuntos amores con Massera y no como una de las primeras novelas de denuncia de la dictadura y las desapariciones, negándole el lugar que merece dentro de este conjunto, con Respiración artificial de Ricardo Piglia y Flores robadas en los jardines de Quilmes de Jorge Asís, es injusto y carece de razones literarias. Es ignorar, también, dos de las emociones humanas más complejas: la fascinación y el miedo por el poder. Sin contar que en su novela La penúltima versión de la Colorada Villanueva, publicada en septiembre de 1978, ya habla de las desapariciones y de los exilios forzados. Uno de sus propios hijos, Enrique Lynch, debió exiliarse.

Por evidente que resulte constatar que el rechazo que despertaban y siguen suscitando estas escritoras se origina básicamente en los prejuicios de intelectuales y escritores que reniegan de su propia pertenencia y aspiraciones burguesas, no se puede afirmar que se trate de algo programático, ni mucho menos de una conspiración. La actividad humana es errática y no podríamos decir que los comportamientos sociales respondan masivamente a una sola causa. De ahí que otro de los motivos por considerar en el corte producido en la transmisión de la obra de estas escritoras sea la crisis editorial. Iniciada en los años ‘80, se traslada en los ‘90 bajo la forma de la monopolización de la industria editorial en unos pocos grupos españoles. Las editoriales argentinas, para entonces tradicionales, son fagocitadas o siguen publicando con el escaso aliento que les queda. Las editoriales independientes que empiezan a emerger con el nuevo siglo apuestan con toda justicia por los autores jóvenes, o bien logran ofrecer a escritores extranjeros, subsidiadas por programas de traducción y publicación.

El flujo de la transmisión se garantizaría si la crítica especializada y la investigación académica devolviera a las tres escritoras a la escena literaria, como ocurrió con Silvina Ocampo, y más recientemente, con Sara Gallardo. De ser consagradas por el canon crítico, abrigaríamos al menos la esperanza de encontrarlas en ediciones críticas en las librerías. Sin embargo, estamos ante uno de los casos de divorcio entre crítica y público lector más flagrantes de la historia literaria en Argentina. Si se escribieran historias de la lectura en vez de historias de la literatura, el canon sería con toda probabilidad sustancialmente diferente. Silvina Bullrich, Beatriz Guido y Marta Lynch encontrarían entonces el lugar que les corresponde.

Este artículo se publicó originalmente en la revista Seúl https://seul.ar/tilingas-burguesas-desclasadas/