Esta traducción de Cómo ser grosero e influir en los demás llega al país en un momento en el que el humor parece el vago recuerdo de una época de oro cercana al olvido. Tal vez alguna ciencia humanística pueda explorar semejante fenómeno, que se manifiesta en la pérdida de la picardía, así como del discurso cuya temática radica en el malentendido de un supuesto contrato social en todos sus incisos. Es que ni lo chabacano ni el chiste del fondo del aula secundaria alcanzan y la televisión, como el papel, se ha secado. Pero –siempre existe un pero– el stand up argentino está con vida. Y no tiene que ver con el género, sino con cierta salida marginal del discurso desde la hegemonía política, social, cultural, incluso literaria (mal que les pese). Es más, ningún escritor puede sostener la tensión discursiva que blanden en la oralidad Fernanda Metilli, Joe López, Gregorio Rossello, Frank Traynor, Juan Barraza y –por qué no– Cacho Garay, que supo descomponer el cadáver del Martín Fierro entre silencios cómplices. En fin, ya alcanza con el contexto; vayamos al libro en cuestión porque Borges ya lo hizo en todas sus entrevistas. Y ya que estamos en fecha memorable, Borges afirmó en radio durante la Guerra de Malvinas: “Las deberían entregar a Bolivia, que no tiene salida al mar…”.
Esto es una novela. Ni autobiográfica ni de iniciación, se trata de la novela del discurso de un sujeto enunciado por lo inacabado de la introspección en acto. Como Joyce en su Ulises, como Jonathan Swift, Aristófanes, Rabelais, incluso Céline: subrayaron lo hipócrita en el otro, que le permite asesinar sin culpa, disfrutar de su cruz de hierro como si el metal fuera jabón de tocador. Lenny Bruce fue víctima de una persecución despiadada por parte de cierta moralina desplazada sobre el rol policial, fueron ellos los que lo cazaron como una mosca en la sopa universal de la paranoia vigente. Jueces, censores y parte, el lado turbio de una muerte anunciada. La cuestión es que Lenny puso el cuerpo en toda circunstancia. Como marinero en la Segunda Guerra, como marinero mercante, como presentador de desnudistas, como un loco señalando la falta de horizonte en el descubrimiento de un continente repleto de moralistas.
Bruce fue el lado B del sueño americano. Judío pobre de la década del 30 en las afueras de New York (arruinando el idealismo de Erase una vez en América de Sergio Leone, justamente), timador de alto nivel y carterista en toda fe (estafó disfrazado de cura católico en nombre de un leprosario en Guyana), llegó a la fama sobre un taburete de gracia e indignación. Todos eran judíos por nacer en NYC, italianos, negros, chicanos, mientras los goys eran esos del interior profundo, los más racistas, la lacra que pidió sangre para unificar lo imposible. Pese a esto, Lenny confiesa el amor hacia su esposa desnudista; con ella pudo dormir con una mujer por primera vez, enloquecía con su sensualidad, tan hermosa. Hasta que sobrevino un accidente de tránsito, el destino del metal doblado y la vida en riesgo. Y allí, en esa desnudez de la sangre, un cambio de rumbo.
¿En qué momento la morfina entró en las venas de Lenny? ¿Cómo la droga socavó su instancia discursiva hasta matarlo? Eso no aparece explícito, pero las huellas van detrás de los médicos que testificaron para salvarlo del escarnio judicial. Qué importa, en fin, murió a los 41 años. ¿Y si la morfina venía de su paso por la marina? Pensemos en Fassbinder, y su último film, La ansiedad de Veronika Voss, donde la adicción encarnaba el dolor de la guerra como un gusano sutil. Oler la pólvora quemada no es gratis. Aquí existen los procesos judiciales en copia taquigráfica, cómo los jueces, fiscales y policías quedaban expuestos en su propia moralina represora. Y para peor, de qué manera fueron sacados del circo de su propia masturbación vengativa, a puro argumento.
De eso se trata; Lenny enfrentó a todo el cinismo contemporáneo con más cinismo. Y cuando estuvo contra la pared judicial, tuvo el apoyo en una solicitada firmada, entre otros, por Bob Dylan (hoy premio Nobel) y William Styron, del que recomiendo la lectura de Esta casa en llamas. Gracias a él la referencia es atinente. Ahora bien, ¿por qué leer esta novela como un páramo entre la niebla de la mediocridad? Porque sigue vigente. Porque el autor es un novelista in vitro, reclamando el oído a su declamación poética. Los cultores del stand up le deben a él su vigencia lateral, la renuncia a un credo, a la palabra esclava. Y para colmo de males para este siglo incierto, se publicó por capítulos en Playboy a instancias libertarias (intencionadas) de Hugh Hefner, pornógrafo erudito benefactor, por definirlo brevemente.
En esta grieta argentina de escasa profundidad, sin autocrítica, excedida en héroes de la estafa, falta el humor para detener la épica de la propaganda. Faltan, entre otros muchos, chistes sobre desaparecidos, sobre la vulgaridad castrense y la complicidad militante, sobre el silencio social. Faltan chistes sobre divorcios de homosexuales. Y nos falta la risa.