CULTURA
palabras finales VII

Todo lo que necesitas es un buen analgésico

Referente indiscutible de la contracultura y alma viva del sentimiento beatnik –antes de “El almuerzo desnudo” nadie como él desentrañó con precisión los efectos de la droga sobre el cuerpo–, la última publicación de William Seward Burroughs (1914-1997) fue una exploración onírica de su fabulosa psique tamizada por su pasión animal por los gatos. En este artículo, Osvaldo Baigorria acude a la revisitación sensitiva de un legado extraordinario.

Junkie. Cuando dejó de fumar luego de un triple bypass, Burroughs dejó de escribir novelas.
| Cedoc

Un día después de escribir la última palabra de su vida, William Seward Burroughs (1914-1997) sufrió un ataque al corazón y éste dejó de latir para siempre dos días más tarde en el hospital de Lawrence, Kansas. La palabrita en cuestión, escrita con todas las letras mayúsculas en la última página de su diario personal, fue “love”. Una broma o una decepción para muchos fans ingenuos del mito del escritor maldito, pansexual, politoxicómano, disidente paranoico, amante de las armas de fuego y lo bastante loco como para matar a su mujer involuntariamente mientras jugaban borrachos a Guillermo Tell con un revólver calibre .38 y un vaso en la cabeza de ella. Al parecer, él quería demostrarle que tenía una excelente puntería. “Nada es verdad, todo está permitido”, palabras finales atribuidas a Hassan-i Sabbah, líder de la secta medieval Los Asesinos, que el autor consignó, también con mayúsculas, en la introducción de su novela Ciudades de la noche roja, hubiese sido un mejor cierre para el mito.

William Burroughs había sobrevivido a una cirugía de triple bypass en 1991, tras lo cual dejó de fumar (tabaco) y también de escribir novelas. Lo último que publicó, en 1995, fue Mi educación, un libro de sueños, selección de peripecias oníricas y reiteradas reflexiones sobre las drogas que había acumulado a lo largo de décadas y que también puede calificar como “novela” dentro de la obra de Burroughs. En una entrevista al New York Times de noviembre de 1996 dijo que ya no escribía por una simple razón: “No quiero repetirme. Creo que me quedé sin nada que decir”. Estaba convencido de que su talento o inspiración se había ido para siempre. Sin embargo, admitió que mantenía un diario íntimo con entradas regulares. Y esto es lo que se publicó en forma póstuma y fragmentaria en The New Yorker y luego como libro bajo el título Last Words, gracias o por culpa del trabajo de su editor James Graverholz, un oriundo de Kansas que fue asistente de Burroughs hasta el fin y que aparentemente dejó el diario tal cual fue escrito, sin revisar, por su autor.

Adicción, pensamiento conspirativo, ocultismo, apocalipsis, los virus del control social y la manipulación de la humanidad a través del lenguaje, las burocracias y el terror de Estado reaparecen en este final como temas predilectos de un escritor que inició su carrera definitivamente después de la muerte de su mujer Joan Vollmer y sobre todo por incitación de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, ambos ya fallecidos, el último pocos meses antes. En tiempos predigitales hacía con tijeras su famoso cut-up, su corte y confección de textos escritos en hojas de papel con las que armaba collages textuales por azar y resonancia. Aunque la mayoría de las veces no había tanto azar ni experimentación, sino una narrativa orientada a exponer sus pesadillas.  

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El simulacro, la confusión deliberada entre obra y vida, fueron las herramientas con las que él mismo construyó su leyenda. Sabía que la dominación siempre se ejerce sobre sujetos débiles, manipulables: “Todos los gobiernos se construyen sobre mentiras”. Y entraba en escena como un performer para demostrarlo: en una conferencia dijo que era posible producir acontecimientos materiales por control mental, ofreciendo el ejemplo de que él mismo había causado un accidente de aviación a través de su fuerza de voluntad. Alguien de la audiencia le preguntó “¿lo dice en serio?”. Y Burroughs respondió con su habitual frialdad: “Totalmente”.

En este último cuaderno personal, entre el ’96 y el ’97, reaparecen también esos incontables gatos que Burroughs amaba con fervor y sin duda mucho más que a la especie humana. En el diario se registran rutinas cotidianas, las horas en las que el autor se acostaba y levantaba (casi siempre las mismas), sus desayunos y meriendas, la marihuana que fumaba cada noche, la pistola que tenía a mano cerca de su almohada, cómo alimentaba a sus gatos y sus continuas prácticas de tiro al blanco, tamizadas con reflexiones bastante erráticas, pero entre las que aparece el amor como un dispositivo de supervivencia, una droga necesaria para no sufrir dolor: “¿Sabés quién es un verdadero amigo? Alguien que cuidará a tus gatos cuando te mueras”.

En la última página, fechada el 30 de julio de 1997, anotó: “¿Qué es una experiencia si no es compartida? Se necesita a otra persona para dar forma a una (y aquí la postal con lindos gatitos se desliza lentamente hacia el tacho de basura, debe haberse resbalado lentamente) experiencia… No hay Santo Grial, no hay Satori, no hay solución final. Sólo conflicto. Lo único que puede resolver el conflicto es el amor, como el que yo he sentido por Fletch y Ruski, Spooner y Calico. Amor puro. Lo que siento por mis gatos de ayer y de hoy. ¿Amor? ¿Qué es eso? El analgésico más natural. Que existe”.

El ataque al corazón sobrevino poco después, como un chiste cardíaco o un cut-up final al cerebro del autor, porque si éste hubiera seguido vivo un día más, seguramente hubiesen quedado otras palabras finales. Quizá la palabra “nada”. Quizá la palabra “todo”. Pero de esa jugada quedó “amor”. Después de “existe”, y con mayúsculas.