En su biografía de Freud, Ernest Jones escribe que una lectura favorita del fundador del psicoanálisis en su adolescencia había sido Ludwig Börne. Freud citaba de memoria su ensayo El arte de convertirse en un escritor original (1823): “Aquí va la receta práctica prometida. Tome unas hojas de papel y durante tres días sucesivos anote, sin falsificación ni hipocresía, cualquier cosa que le pase por la cabeza. Escriba lo que piensa de usted mismo, de sus mujeres, de la guerra de Turquía, de Goethe… o del juicio final, de quienes tienen autoridad sobre usted, y al cabo de esos tres días se asombrará de los pensamientos novedosos y sorprendentes de los que ha sido capaz”. No es difícil concluir, con Jones, que esta sátira jugó un papel en la confianza depositada por Freud en la asociación libre como herramienta del psicoanálisis.
¿Quién fue Ludwig Börne? Escritor y periodista, filósofo no académico, ejerció la crítica política y la sátira de costumbres. Había nacido en 1786 como Loeb Baruch en Frankfurt, de padre banquero como los Rothschild, otra familia de la próspera burguesía judía de la ciudad. Estudió Medicina y Ciencias Políticas en Heidelberg y en Berlín. A los treinta y cuatro años se convirtió al protestantismo en su rama luterana y adoptó el nombre con que firmaría su obra. Sus ideas libertarias lo hicieron asociar con el movimiento Joven Alemania. En 1830, ilusionado con el cambio político en Francia, se instaló en París y se hizo cronista del cambio de dinastía que ahogó una insurrección popular. Se estima que sus Cartas de París marcan una fecha en la historia del periodismo alemán. En París iba a morir en 1837, a la edad de cincuenta años. Una pregunta para la que no tengo respuesta: ¿su relato Der Esskunstler (El artista de la comida) habrá sido leído por Kafka, autor de El artista del hambre?
La asociación libre de Freud iba a tener un fruto discutible en la “escritura automática” de los surrealistas. Mucho de lo que dejaron como literatura, por lo menos en Francia, ya ha ingresado al museo de curiosidades de la vanguardia; las obras rescatables son precisamente aquellas donde automatismo y conciencia negocian los resultados del flujo verbal. Pero el concepto sigue pareciéndome interesante porque, más allá del dogmatismo de Breton y sus secuaces, todo escritor sabe que las palabras lo llevan adonde quieren, adonde él no sabe que va, y que escribir no es ilustrar un plan preconcebido sino aceptar una aventura manteniendo los ojos bien abiertos. Según Roberto Calasso, un maestro de la prosa francesa más trabajada como Chateaubriand, en su Vida de Rancé, “termina entregándose a una asociación libre, aun salvaje, un hurgar perverso en su memoria que despierta sombras entre las ruinas del tiempo… Su prosa yuxtapone hechos, citas, recuerdos, sin coherencia alguna, como piedras sólo ensambladas por el musgo”.
Un aspecto interesante de la cuestión es el concepto de “escritor original” en la sátira de Börne. Ya está aceptado que la “originalidad” es una cualidad literaria dudosa, y que antes que la novedad a ultranza conviene pensarla como un regreso a los orígenes, cualesquiera sean los que un autor se elija. Donde Freud reaparece, inevitable, es en el proceso recetado por Börne para adquirir esa originalidad. La escritura que recomienda, y que más tarde se llamaría automática o asociación libre, es un abrir las compuertas, levantar los diques de la conciencia. Y en la lectura posterior, al cabo de tres días, el escritor convertido en lector de sí mismo ha de sentirse apabullado por la palabra que ha liberado y le dice mucho, si no todo, lo que había relegado de sí mismo.
La condición de “escritor original”, por lo tanto, estaría al alcance de todo individuo que acepte el juego y haya escrito sin el filtro impuesto por la exposición pública. El psicoanalista apreciará ese exponerse sin defensas, el lector ajeno a la disciplina freudiana sacará como inevitable conclusión que hay individuos más interesantes que otros. “Liberarse de una ilusión falsa nos hace más sabios que alcanzar una verdad” (Börne).
Una digresión personal. En alguna ocasión me permití jactarme, disculpable coquetería, de ser “el único judío argentino de clase media que no se psicoanaliza”. Una amiga analista me corrigió: hago mi análisis a través de la ficción que escribo. Y agregó: aunque jugás a las escondidas con vos mismo. Le aclaré que había leído a Freud como literatura, como un contemporáneo de Schnitzler y de Zweig, y como tal sigue inspirándome respeto. (¡Qué coraje haber escrito Moisés y el monoteísmo en los años en que se preparaba el genocidio!). Pero al mismo tiempo siempre sentí que la disciplina que formó aborda lo irracional de una manera demasiado racional, lo neutraliza con la autoridad de la ciencia. Dostoievski y San Agustín, en cambio, me permiten asomarme a la oscuridad y la angustia de una experiencia que halló palabras para transmitirlas con intensidad sin pretender explicarlas.
Y ya que empezamos con Börne, terminemos con él. Lo descubro citado por otra voz, sin duda mayor, de la poesía en lengua alemana, la de Heinrich Heine en su Viaje al Harz: “Nada es permanente salvo el cambio, nada es constante salvo la muerte. Todo latido del corazón inflige una herida, y la vida sería un perpetuo desangrarse si no fuera por la poesía, que preserva para nosotros esa Edad de Oro que la naturaleza nos niega”.