CULTURA

Una carta

Hoy alguien me mandó una foto de un libro mío, dedicado, que le habían prestado. No sé nada de la persona a la que se lo dediqué ni tampoco la recuerdo.

Una carta
Una carta | Marta Toledo

Querido amigo, estuvimos distanciados los últimos años, sin noticias. La última señal que te di (aunque el silencio también habrá sido una señal absoluta) fue un like en un posteo de Facebook. La última noticia que tuve fue la de tu muerte.

La distancia no era una ruptura si- no un paréntesis, un tiempo suspendido entre los dos. Había pasado antes: un año o dos sin vernos ni hablarnos, sin ninguna razón. Luego, un buen día, retomábamos la conversación allí donde había quedado la última vez. Es lo que hacen los amigos. Pensé que no sería tan diferente la próxima vez, aunque en esta ocasión la distancia tuviera sus razones. Pero un día, en el futuro, íbamos a sentarnos y hablar de aquello.

Entonces la muerte. Primero el whatsapp de una amiga mía que te conoció y lo leyó en las redes. Acto seguido yo escribiendo tu nombre en el buscador y cliqueando en la pestaña noticias. Tu nombre y tu foto en las portadas de los diarios locales. Ninguno decía que eras poeta.

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El otro día, en una de las cajas de la mudanza que no termina nunca, encontré un DVD con películas que me regalaste alguna vez, hará diez años o más. Puse el disco en el aparato, eran cinco películas, esas raras que te gustaban a vos y a mí me aburrían a los dos minutos. No vi ninguna tampoco esta vez. Pero ese disco plateado aterrizó de golpe en el planeta presente, vino a recordarme que estás muerto porque yo a veces me olvido.

Nunca borré tu nombre de la agenda del teléfono. Tampoco lo busqué en el whatsapp, debe haber mensajes de audio, podría apretar levemente con la yema del dedo y escuchar tu voz de nuevo. Pero yo todavía me acuerdo de tu voz. Una voz suave braceando entre el humo de los cigarrillos cualquiera de esas noches en que nos quedábamos leyendo hasta la madrugada.

Hoy alguien me mandó una foto de un libro mío, dedicado, que le habían prestado. No sé nada de la persona a la que se lo dediqué ni tampoco la recuerdo, pero tal vez porque hoy estuve todo el día pensando en vos, me acordé de los libros que te dediqué. La dedicatoria era siempre la misma y a medida que se sucedían los libros yo agregaba entre paréntesis: otra vez, como un guiño a la dedicatoria anterior. A veces ponía sólo tu nombre de pila y el mío y a veces ponía nuestros nombres completos, una burla de esos escritores que seríamos para la posteridad.

¿Dónde estará tu biblioteca ahora? ¿Estarán los libros que te dediqué en esa biblioteca?

En alguna de las cajas donde tengo todavía embalada la mía están los libros que publicaste y también La piel de caballo, de Zelarayán. Me lo prestaste una vez sabiendo que, a diferencia de las películas que me recomendabas, esta novela sí iba a gustarme. No solo me gustó: es uno de mis libros preferidos. Era la primera edición de Adriana Hidalgo, la cubierta es una foto muy de cerca del cuero de un caballo. Yo ya me había mudado a Buenos Aires y andaba un poco como el provinciano de Zelarayán, medio perdida y renuente a renunciar a la lengua, lo único que me seguía haciendo sentir en el pago. En la primera página el libro tenía el sello de la biblioteca de una escuela de pueblo. Lo habías robado y entonces me pareció justo robártelo yo a vos. Es el único libro que robé alguna vez. Y en otra de las cajas tiene que estar también una copia de tu poema más largo y más hermoso, unas treinta carillas si mal no recuerdo. Quisiera escarbar las cajas hasta encontrar el poema. Leerlo en voz alta, ahora.