CULTURA
Henry David Thoreau

Una lectura del porvenir

En medio de la crisis del Antropoceno que atraviesa el mundo entero, pocos pensadores asistemáticos como Henry David Thoreau han dado las claves para imaginar modos de coexistencia con las especies y entre nosotros mismos. Dueño de una obra universal, hoy es rescatado continuamente en numerosas reediciones, traducciones y artículos sobre su legado.

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Henry David Thoreau. | P.T.

Los vientos soplan como siempre. El mar convive con la tierra. Pero la naturaleza hace tiempo ha perdido su equilibrio. Los bosques y selvas sucumben, de a poco; los desiertos avanzan; muchas especies se extinguen; los mares, las aguas, la atmósfera, se contaminan; las temperaturas son cada vez más extremas. No se trata de sensacionalismo informativo. O de fake news, como el negacionismo climático pregona. Es la descripción de trastornos comprobables por pruebas suministradas por la comunidad científica.

Quizá por eso, un autor del siglo XIX, que propuso una relación armoniosa con el entorno natural, nos parece un contemporáneo.

Es el caso de Henry David Thoreau (1817-1862), el filósofo que vivió en un bosque cerca del lago Walden como gesto contracultural y búsqueda de otra forma de vida. Muchas de esas experiencias las transmite en Walden, la vida en los bosques, de 1854.

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 Hoy por hoy, se publican numerosas ediciones de sus obras, o se escriben inagotables artículos sobre su legado. Editorial Godot, por ejemplo, en 2022, publicó Primavera y Verano, y también la novela, de 2009, de Peter Rock, Mi abandono, cuyos personajes encarnan lo irrealizable de los ideales del solitario del bosque. Antes, en 2014, Nulú Bonsai editó una versión bilingüe de Thoreau llamada Caminar/Walking. En 2013, Barba de Abejas, que ya había editado una versión bilingüe de poemas de Thoreau, hizo una edición del diario del autor: Diario de Walden. Notas en la laguna 1845-1847), o en España, en 2021, una edición de Walden en euskera, por la editorial vasca Katakrak.

Esta presencia de Thoreau en el mercado editorial quizá obedece a que enfrentó un problema que es el nuestro: la destrucción gradual del ambiente, y el humano urbano disociado de la naturaleza.

Así como Shakespeare parece hablarle a su época  y nuestro presente, cuando indaga en las oscuridades del poder y de las pasiones humanas, Thoreau funge como constante llamado a una memoria ambiental. Nos recuerda lo que tendemos a olvidar: a pesar de tanto sofisticado portento tecnológico, desde internet de las cosas, la creación digital de escenarios o la inteligencia artificial, nuestra vida en la Tierra, como la de los otros mamíferos o los insectos, no sería sin las fuerzas y procesos naturales. Sin la luz, el aire, la fotosíntesis. Las reacciones químicas. Las plantas. Los minerales. La soberbia humana tiende a olvidar que su vida depende de algo mayor. 

Lo mayor de la naturaleza fue la gran inquietud de Thoreau, quien nació en Concord,  Massachusetts. Estudió en Harvad. Leyó a autores de la antigüedad clásica y de la modernidad rebosante de humanismo. Pero también supo de la India, de la Bhagavad-gita, o los Upanisad; y también mostró interés y respeto por los indios; le gustaba buscar y coleccionar sus puntas de flechas.

Aprendió el oficio de fabricar lápices de su padre. Amó las letras, la poesía. La reflexión; la exploración, como su excursión al Monte Ktaadn que relata en su libro Los bosques de Maine. Fue docente en un colegio público de Concord. Pero renunció a la enseñanza por oponerse a la aplicación de castigos corporales. Frecuentó a Nathaniel Hawthorne, el autor de La letra escarlata, admirado por Melville; y fue íntimo amigo de Raphal Waldo Emerson, el filósofo y poeta, y gran trascendentalista norteamericano, autor de Hombres representativos. El trascendentalismo fue un movimiento que se embebía del romanticismo inglés, de la metafísica alemana, e incluso del hinduismo y su mística del yo fundido con una divinidad misteriosa, lejana, que todo lo abarca.

Thoreau es hoy arquetipo del pensador celebrado por la deep ecology y por diversas doctrinas y prácticas ambientalistas. Pero también es el inconformista de la desobediencia civil. En 1848, permaneció una noche en la cárcel. Fue encarcelado por negarse a pagar un aumento de impuestos para financiar la guerra de Estados Unidos con México, conflicto por el que el país de los aztecas fue despojado de ingente territorio. Un familiar pagó su fianza. Y luego escribió el ensayo Sobre la desobediencia civil, obra que, por ejemplo, la editorial Terramar incluye en su colección Utopía Libertaria. Arremetida contra el Estado visto solo como fuente de males a la manera del Hiperión de Hölderlin, el gran lírico romántico alemán. Thoreau también defendía la autonomía individual frente a cualquier fuerza homogeneizadora. Protesta reivindicada después por los anarquistas, y convertida en modelo de protesta civil no violenta, como en Gandhi o Martin Luther King. El inconformismo de Thoreau también implicaba su repudio de la esclavitud, que era aún el sistema nervioso de la economía de los estados del sur.

Pero en Thoreau, siempre embebido de su romaticismo utópico, la defensa de la dignidad y la libertad individual no es ajena a la preocupación por la vida digna también de los animales, o de la salud de los árboles o de los ríos.

El experimento. En la historia hay experimentos mentales, como, en física, una hipotética máquina del movimiento perpetuo o, en filosofía, la célebre paradoja de Zenón que propone, desde un estricto razonamiento, que Aquiles nunca alcanzaría a una tortuga en una carrera. 

Y Thoreau, de su parte, acometió su experimento del bosque.

Entre los árboles y el lago Walden experimentó consigo mismo, para demostrarse y demostrar a los otros, que la sociedad no está obligada “por naturaleza” a vivir estrangulada por imperativos consumistas. Esta “necesidad” solo procede de los condicionamientos e intereses de la economía capitalista moderna. Thoreau pretendió demostrar que el humano puede recuperar el trato solitario con la naturaleza, para desprenderse, como una cáscara vacía, de banalidades y falsas necesidades.  Y para encontrar un camino óptimo hacia su realización.

Pero su práctica no debe ser idealizada. Thoreau nunca perdió el contacto con la civilización. No vivía en una soledad real, acudía a poblaciones próximas para proveerse de víveres que no podía sustituir por la caza y la pesca. Además, su intento de existencia contracultural duró solo un par de años, hasta regresar plenamente a la “vida civilizada”. Entonces, se convirtió en conferencista; difundía sus experiencias en el bosque y, como buen amigo, se encargó de la familia de Emerson cuando este viajó a Europa.  

Su filosofía trastabilla cuando se pretende extrapolarla a una práctica colectiva. Además, Thoreau no percibió toda la complejidad real del Estado, que no son solo sus peligros y sombras, sino también su rol legítimo para, por ejemplo, gestionar leyes laborales e impedir el completo abuso de unos sobre otros. Nunca debe olvidarse que Thoreau es, al final de cuentas, un pensador utópico romántico del siglo XIX. Su veta utópica germina desde su personal humanismo, que concibe al ser humano como ser espiritual y no mero esclavo de la acumulación de dinero y poder y entrampado en las redes de una vida superficial y sin anhelo de trascendencia. Y, por su romanticismo, su filosofía irradia panteísmo: la naturaleza es fuente de espiritualidad, realidad viva y divina, guía para la elevación del espíritu; y aquí está también la influencia de su amigo Emerson, que veía a Dios, el “espíritu del mundo”, en “la energía de la naturaleza” y en “las fuerzas cósmicas”.

No debe entonces olvidarse que Thoreau poco aporta para encarar, en nuestro tiempo, la compleja relación Estado-individuo. Pero sí su gran valor está en hacernos conscientes de nuestra desquiciada agresión, e indiferencia, hacia  la naturaleza. Por lo que los resultados de su experimento en el bosque pertenecen, fundamentalmente, a una poética de reconciliación romántica con el  entorno.

En los dos años de su “experimento”, Thoreau se construyó una cabaña. Entre los troncos y senderos cubiertos de hojas, dentro del “gran libro de la naturaleza”, como decía Diderot, se sumergió en profundas reflexiones sobre la existencia humana. Y cultivó una “alegría pensante” cerca de la compañía no humana de pájaros, peces, tormentas, y las copas de los árboles, mecidas por el viento.

Onfray y el “salvaje Thoreau”. Como parte de la actualidad de Thoreau se destaca también la cuestión del significado de su legado. Esa inquietud la despeja, a su manera, Michel Onfray, el filósofo francés, libre pensador polémico, por su Tratado de ateología, por ejemplo; siempre hábil para atraer los focos hacia su obra, que aporta filones de un pensar distinto, orientados hacia un materialismo hedonista; un eudemonismo social y su búsqueda de la felicidad, y una lectura transversal de una contrahistoria de la filosofía. En 2019, en nuestro medio, Godot publicó su ensayo titulado Thoreau, el salvaje.

Onfray suscribe que Thoreau es un ejemplo poco frecuente de coincidencia entre el pensamiento y la acción. Vivió como pensó. Lo que también le permite a Onfray fustigar a los intelectuales que representan lo contrario. El principio del filósofo que encarna en su propia vida lo que predica es un imperativo de la filosofía antigua representada, a rajatablas, por ejemplo, por Sócrates o los cínicos. En la modernidad, el romanticismo anheló la sabiduría como unión entre el vivir y pensar pero, en la práctica, se legitimó la separación entre el discurso y la vida real de los pensadores. Foucault advirtió también esta escisión. Por eso su insistencia, en la fase crespuscular de su pensar, del “cuidado de sí” a partir del modelo  socrático-estoico, en el que los principios ético-filosóficos deben imprimirse en la propia vida.

Bajo el alero de Thoreau, Onfray también ruge contra la intelectualidad posestructuralista francesa y sus “abstracciones de quintaesencia posmoderna”, sus retóricas crípticas, que buscaban transmitir alguna revelación mayúscula y granjearse, así, obedientes adoradores.

Onfray también destaca el vínculo de Thoreau con Emerson. En Hombres representativos, Emerson busca al hombre representativo como quien expresa su época, y también como quien “habita las más altas esferas del pensamiento”, y vive en conexión con el “alma del mundo”, o incluso el “alma universal”.

La condición de gran hombre, del hombre representativo que Emerson buscaba, Onfray señala que se encarna también en el propio Thoreau. Por eso, “se puede afirmar al fin que, en este sentido, ha habido otro gran hombre, pero tan grande que fue modesto y discreto, feroz y mal peinado, fuera de la norma e inasignable… indomable como un lobo y quisquilloso como una mula: Thoreau”.

Contra el lujo y la corrupción.Thoreau abraza la tesis roussoniana de que la civilización trae la corrupción y la degradación. “La mayoría de los lujos y muchas de las llamadas comodidades de la vida no solo no son indispensables sino que son obstáculos efectivos a la elevación de la humanidad”, afirma en Primavera (editorial Godot).

Thoreau también se agrega a una larga tradición que identifica la sabiduría con la sencillez. De ahí su admiración por los filósofos chinos, hindúes, persas, griegos, que vivían en “la pobreza exterior y la riqueza interior”. Pero la pobreza que el pensador del bosque estima no es la emanada de la miseria y la degradación social, sino la “pobreza voluntaria”, elegida. Y esa elección la reclama no solo para sí sino para los que pretenden ser filósofos. Porque ser filósofos no es únicamente crear una escuela o presumir de sutilezas intrincadas sino amar la sabiduría que se expresa en “una vida de simpleza, independencia, magnimidad y confianza”. El filósofo suele regodearse en “un éxito de cortesanos”. Y la sabiduría no es ser más astuto o “sutil en lo intelectual”. Su camino debería ser otro.

Aprendizajes en Walden.En Walden y toda la obra de Thoreau, las formas de la naturaleza son modelos de elevación ética, de engrandecimiento espiritual. La sencillez es preferible a la complejidad cuando esta es innecesaria y vacía. Y esta virtud, como otras, siempre es deducida por Thoreau de algún ejemplo de la naturaleza. 

 El desarrollo del ser humano puede ser comprendido, también, desde su afinidad con el mundo natural: “Existe una analogía perfecta entre la vida del humano y la del vegetal, tanto en cuerpo como en mente”. Porque “primero me ocupo de mi crecimiento intelectual y moral (y físico, por supuesto…), y luego me ocupo de dar fruto...”, como la planta al florecer.

 Y el elogio de la vida salvaje que ensayó Thoreau siempre se ancla en el amor por el crecimiento espiritual en soledad. Señal, quizá, de que el pensador poco entendía que el humano real necesita del prójimo, no solo como proveedor de lo que se carece, sino también como fuente de calor humano. Thoreau convierte el medio natural en teatro de su individualidad solitaria. Para él, la soledad nunca es fuente de temor o de un humo tóxico que deba ser despejado. Por el contrario, afirma: “Me río yo cuando se me habla del peligro de empobrecerme en la soledad”.

En soledad, así, disfruta de las caminatas, del paseo entre bosques, montañas y lagos. Un caminar que intensifica el vivir. De hecho, Thoreau, implementó una pedagogía alternativa, en 1838, en la Concord Academy, una escuela de gramática, que creó junto con su hermano. En este otro experimento, las exposiciones académicas tradicionales incluían caminatas al aire libre, en reminiscencia de los peripatéticos del mundo antiguo; y su caminar junto con su maestro Aristóteles, mientras departían sobre elevadas cuestiones filosóficas.

Pero Thoreau, en su vida “salvaje”, caminaba sin discípulos. La figura del paseante solitario es la de Rousseau; la de Nietzsche al bordear los lagos de Suiza en la altura montañosa en la que lo visitaba su pensamiento más profundo, el del eterno retorno; o la del caminante ante la niebla en el célebre cuadro de Caspar David  Friedrich. Así, el pensador de Walden asegura: “La tranquilidad, la soledad, el salvajismo de la naturaleza” son “un tónico para mi pensamiento. Esto es lo que busco cuando me paseo. Como si encontrara siempre en esos lugares un gran amigo invisible, majestuoso, inmortal, infinitamente bienhechor, como si marchara con él”. En ese “amigo invisible” se sospecha algo divino. El caminar, entonces, como una forma romántica del despertar.  

Contemplar o dominar. En Thoreau, la naturaleza es compañía y engrandecimiento espiritual, “tónico” para el pensar y sentir en una recuperada profundidad. Lo contrario de la actidud del sujeto moderno dominador, transformador y, muchas veces, destructor del medioambiente. El tonificante paseo en la naturaleza no es inofensivo deambular, sino un modelo distinto de la relación entre sujeto y entorno en este mundo tecnoglobal.

Thoreau protege la actitud de contemplación e interacción con el ambiente. Una forma de salida del humano de su encierro antropocéntrico. En el antropocentrismo el humano se da demasiada importancia; imita demasiado el abrir alas del pavo real. Por eso, su necesidad de estar en un centro y, desde ahí, dominar los fenómenos, los animales o, como en el montañismo, convertir las montañas en cima a conquistar por el puro orgullo de ser el primero en llegar para sentirse realizado; o los viajeros que reducen los lugares a escenarios para autoexhibirse, sin dedicar un instante al ser con el paisaje.

La dimensión del ambiente en el pensador de Concord es la antípoda de la naturaleza solo como fuente de recursos, desafío de cumbres a escalar y conquistar, o motivo de postales y selfies.

En su experimento, Thoreau buscó regresar a una sensibilidad perdida: la de ser desde la contemplación y escucha del bosque. Lo contrario de la actitud posesiva del ambiente y de las condiciones del Antropoceno que se discuten hoy; la posibilidad de una nueva era geológica determinada por el avance, paso a paso, hacia el quebranto climático y una nueva extinción de las especies, como consecuencia de la acción humana.

El fenómeno editorial de Thoreau, su atractivo sin desgaste, tal vez se explique, entonces, y como en parte ya sugerimos,  porque valora lo que, en lo más profundo, aun los seres urbanos sabemos: a pesar de todo, nunca dejamos de ser por la vida mayor de la naturaleza. Eso desde lo que Thoreau pensó: el aire que producen los árboles, el viento que desparrama nuevas semillas, y la luz del sol, ese generoso fuego en las alturas.

Tatusam lia commoluptus ut ad quisque mos eum qui bearu.