CULTURA
Apuntes en viaje

Vacuna

El día que me di la vacuna dormí doce horas seguidas. No diría que es un efecto de la AstraZeneca. Creo que fue un poco por el alivio.

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Vacuna. | marta toledo

La última vez que me había vacunado fue hace unos años, contra la fiebre amarilla. Tenía un viaje al Mato Grosso que, al final, se suspendió, y la vacuna era un requisito para viajar. Fue en una dependencia del gobierno, en El Bajo. El vacunatorio era un contenedor marítimo reciclado. Había una fila larga, faltaba poco para las vacaciones de julio, y la mayoría de los que estaban ahí tenían pinta de tener pasajes a las playas brasileñas para cortar un poco el invierno.

Me había dado todas las vacunas del plan nacional, supongo que entre mi nacimiento y los dieciseis años. La única que recordaba, cómo olvidarla si todavía tengo la marca en el brazo, es la BCG que, en mi infancia, se aplicaba a los seis años. La picazón, el endurecimiento, el pequeño hongo que empezaba a brotar (está prendiendo la vacuna, decíamos) y luego la explosión purulenta que se cerraría dejando una leve depresión en la piel y unas arruguitas en los bordes.

Aquella mañana en El Bajo hacía frío y, como dije, la cola era larga. Después de esperar más de una hora ya faltaba poco para que me tocara a mí. Pero antes había una pareja con una hija de unos cuatro o cinco años. La nena no quería vacunarse, empezó a gritar y a forcejear con los padres desde que la metieron al vacunatorio y siguió cada vez que la enfermera intentaba acercarse con la jeringa. En un momento se zafó de los brazos del padre, tal vez mordiéndolo, y salió corriendo. Padres y enfermera detrás de la pequeña hasta que la atraparon. No sé cuánto duró pero finalmente la nena fue vacunada contra su voluntad.

Cuando era chica, tenía escenas así en el dentista. Una vez trató de sacarme un diente que apenas pendía de un hilo y le arañé el brazo. Mi madre me arrancó del sillón, muerta de vergüenza, y volví a mi casa con el diente colgando.

Esperaba ansiosamente la vacuna del Covid-19 desde que existió la posibilidad de una vacuna. Me acuerdo de las fotos que las primeras personas vacunadas subían a las redes sociales: las veía con emoción y envidia. Me alivió la noticia de mi padre y mi madre vacunados, la de mi hermana y mis amigas docentes, la de mi hermano y amigos mayores que yo. Pero en el fondo decía: ¿y yo? ¿y yo cuándo?

Hace unos días me vacuné. Cuando le dije a la enfermera que nunca había tenido fiebre, nunca en la vida, se alarmó: pero ¿vas al médico? ¿Te hacés estudios? ¿Y todo bien? Luego de vacunarnos nos hicieron esperar diez minutos en una sala. Éramos unas ocho personas, sentadas con distanciamiento. A nadie le pasó nada extraordinario así que nos dieron la orden de retirarnos. Seguimos a una voluntaria que nos condujo a la salida: se entraba por un lado y se salía por otro. Íbamos atrás de la chica erguidos y con los pechos inflados. Yo por lo menos iba emocionada.

Nunca hablamos tanto de vacunas como en este último año. Y seguiremos hablando bastante tiempo todavía. Los ya vacunados que nos dan consejos a los iniciados: qué te puede pasar, en qué momento hay que tomar el Paracetamol, qué hay que hacer después de la aplicación, cuántos días te puede doler el brazo; qué efecto tiene la Sputnik, la Sinopharm o la AstraZeneca. Nadie quiere quedarse sin dar testimonio. Tema de conversación que desplaza al clima.

El día que me di la vacuna dormí doce horas seguidas. No diría que es un efecto de la AstraZeneca. Creo que fue un poco por el alivio. Pero también por el hartazgo y la tristeza de la vida en pandemia. Dormir para que pase más rápido todo.