CULTURA
retratos sin rostro III

Whitman, el mito

Considerado uno de los mayores poetas estadounidenses, Walt Whitman fue también uno de los más activos en cuestiones del corazón. El enamoramiento que se engendró entre él y un soldado desvalido, Elijah Douglass Fox, fue la ocasión para inscribir el que acaso sea uno de los mejores poemarios de guerra de todos los tiempos: “Redobles de tambor”, una elegía a la belleza en la barbarie. Andrés Barba rescata esta historia.

Entre guerras. Walt Whitman y Redobles de tambor, que nace al calor de imágenes de cuerpos mutilados.
| Cedoc Perfil

Es necesario imaginar el viaje como si se tratara de una angustiosa inmersión; en 1861 los Whitman reciben en su domicilio de Nueva York una notificación oficial en la que se les informa que George Whitman está herido en uno de los hospitales de campaña que se encuentran cerca de Washington. Con un padre enfermo y una madre anciana en la familia no les queda más remedio que enviar a su único hijo varón sano: al por entonces joven Walt Whitman, quien hasta ese momento había demostrado pocas cualidades aparte de un talento especial para ser despedido de todo tipo de trabajos y una “cierta gracia” (en palabras de su padre) para la poesía.
Es necesario imaginar ese viaje a Washington como si se tratara de una auténtica inmersión: Walt Whitman recorre todos los hospitales militares hasta que por fin encuentra a su hermano George, casi recuperado ya. A la salida del hospital, y ante la conmocionante visión “de la belleza de todos aquellos jóvenes entregados a la agonía y a la muerte”, el joven Walt contempló también otra imagen que no olvidaría jamás y que recordaría años después, en sus Redobles de tambor: una inmensa pirámide de miembros y restos humanos amontonados bajo un árbol a la salida del hospital.
Las experiencias que vivió durante aquellas semanas provocaron que Whitman comenzara a sentirse hipnóticamente atraído por aquellos soldados, adolescentes muchos de ellos, que agonizaban en completa soledad. El primer peregrinaje vital de Whitman comienza ahí, en ese punto exacto: durante sus viajes a todos los hospitales de campaña, donde se sentaba junto a las camas de los moribundos y los heridos. El mismo podría haber pasado –con su capote raído y sus botas militares, con su larga barba, aún no canosa– por un vagabundo más. Whitman no sólo cree reconocer el mundo por primera vez, sino que se enamora también por primera vez de un joven al que asiste durante meses, hasta su marcha el 5 de agosto de 1863 del hospital de campaña de Washington.
No existe ninguna imagen de Elijah Douglass Fox, ni más retrato que las vagas descripciones que hace Whitman a sus amigos “bohemios” de Nueva York. La relación se describe en las cartas a sus amigos, donde describe a Elijah con una especie de enamoramiento platónico: “Le costaba respirar y se ahogaba con el calor así que lo abanicaba. De vez en cuando pedía de beber, había días en los que se pasaba horas amodorrado. A veces cuando llegaba yo se despertaba y yo me inclinaba para besarlo. Cuando me sentaba en la cama y me inclinaba sobre él, estiraba la mano y me palpaba el pelo y la barba con sumo cuidado”. Las fiebres altísimas y el estado de Elijah eran tan graves que en ocasiones hasta se olvidaba de la identidad de aquel benéfico personaje.
Whitman se lo describe por primera vez a su madre con más piedad que enamoramiento: “Estaba bronceado, tenía una gran mata de pelo y buena cara. Nunca se quejaba pero se te partía el alma al verlo allí tendido con aquella mirada en los ojos. Tenía unos ojos grandes y claros, llamó poderosísimamente mi atención”. Pero el amor se confirma en las cartas que le envía al propio Elijah cuando se recupera y regresa junto a su mujer: “No recuerdo haber pasado una noche en Nueva York o en Brooklyn en la que haya ido al teatro o a la ópera y que en mitad de la obra o de los cantos no haya pensado en ti de repente. (…) Veía tu cara materializada en mis pensamientos, la misma cara que he visto tantas veces en el pabellón G, y toda la diversión y la bebida se desvanecían en el acto y me daba cuenta de lo feliz que sería si pudiera escapar de aquel jolgorio y aquella multitud y estar contigo. No pretendo menospreciar a mis queridos amigos pero, Douglass, te diré la verdad: a ti te siento mucho más cercano en el corazón. Nunca he tenido nada con ellos que se parezca ni por asomo a lo que nosotros tenemos”.
Whitman comienza a escribir en esa época Redobles de tambor, tal vez uno de los mejores poemarios de guerra jamás escritos en lengua inglesa, y la memoria –vaga, enamorada y platónica– se mezcla en esos años con el conocimiento del jovencísimo Peter Doyle, quien habría de convertirse en el inseparable compañero del autor de Hojas de hierba. Los nuevos amores, es cosa sabida, son implacables con los viejos. Hasta entonces las cartas a Elijah se habían sucedido unas tras otras a un ritmo vertiginoso, pero de pronto comienzan a espaciarse cada vez más. El poeta escribe su poemario y las cartas se interrumpen al fin, sin motivo aparente. Los rasgos del soldado Elijah Douglass Fox se van haciendo cada vez más vagos e indeterminados, hasta que desaparecen por completo de la mente de Whitman y, con ellos, del mundo de las
imágenes.