El 31 de enero de 1999 llegué a la Estación Central de Viena. Recuerdo bien la fecha porque es el cumpleaños de mi padre; jamás podré olvidar las dificultades que debí sortear para comunicarme por teléfono con él. La travesía había comenzado el 20 de diciembre, cuando dejé Buenos Aires y aterricé en Madrid al día siguiente. Se trataba de mi primer viaje a Europa, de manera que estaba en verdad entusiasmado. Por entonces estudiaba y trabajaba, y había entregado el año entero al ahorro para extender así mi permanencia lo máximo posible. Si bien tenía boleto de regreso (primeros días de marzo), no tenía tan claro si volvería a Argentina, al menos en el corto plazo. Había renunciado a los dos trabajos que me permitieron reunir dinero (de 7 a 13 como preceptor en una escuela secundaria y de 14 a 19 como encargado de una cafetería; por las noches asistía a la universidad) y la carrera que cursaba (Ciencias de la Comunicación en la UBA) no lograba seducirme del todo.
Aquel 1998 fue magnético. Por entonces no había internet, o mejor expresado no se utilizaba como ahora. Para buscar información sobre un lugar X había que recurrir a bibliotecas y librerías. De modo que hacía malabares para fotocopiar documentos y tomar notas para mi itinerario.
Había configurado el tetris para permanecer en Viena por cuatro días. Horas antes de mi arribo comencé a sentirme algo débil, fatigado, me costaba incorporar el aire frío que ofrecía la terminal de Praga, desde donde partí rumbo a la capital de Austria. Cuando descendí del vagón (medianoche) estaba en malas condiciones. Busqué un taxi y me estiré hasta el hostal que había reservado desde Barcelona. Antes de tumbarme en la cama consumí las últimas porciones de energía para llamar a mi padre y saludarlo (un solo teléfono semipúblico atiborrado de jóvenes a la espera del discado). Aquella noche dormí y mucho. Desperté a la mañana siguiente con fiebre, tos y bronquitis. Pasé el día en la habitación. Me nutrí con barras de cereal que traía conmigo y recargué mi botellón con agua del dispenser comunitario. Al día siguiente, igual. Conecté con un turco, uno de los cinco sujetos con quienes compartía habitación. No recuerdo si lo pedí, o simplemente se ofreció, lo cierto es que me trajo de la farmacia un arsenal mayúsculo para combatir el malestar. Pero no resultó. Solo la noche que partí rumbo a París conseguí recuperar el aliento. No conocí un solo rincón de la ciudad, no tomé ninguna fotografía. Lo que sí atesoro es mi libreta de apuntes, que reproduzco tal cual:
Viena. Atento con los palacios (¿me interesan realmente?). El Palacio de Schönbrunn tiene unos jardines muy bonitos, un laberinto. Fue residencia de verano de Sissí Emperatriz. Puedo ir en metro (8 kmts del centro) / Biblioteca Nacional. Espléndida, de estilo barroco, siglo XVIII (documentos bla bla de la Casa de Habsburgo, al toque del Palacio Hofburg, que también debería visitar) / La Ringstrasse reemplazó a una antigua muralla que protegía la ciudad, por eso es circular. Más de 5 kilómetros. OJO: Tomar tranvía ahí. Pasa por la Ópera, el Bellas Artes, etcétera / Palacio Belvedere. ¡Obras de Klimt!!! (El beso, de hecho). Son dos edificios, de estilo barroco. Se puede ir a pie desde el centro / Parque Stadtpark (maravilloso). Acá está el monumento dorado dedicado a Strauss. Se inauguró en 1862 FAAAA. Esculturas bellísimas / Si estoy hinchado las bolas de las iglesias, dejarlo de lado (Catedral de San Esteban… ahí se casó Mozart y fue su funeral). Lo bueno que cierra tarde: a las 20 (chequear horario de invierno) / Averiguar si está abierto el Wiener Prater, un parque de atracciones inaugurado en 1895 (el más antiguo del mundo), conserva atracciones de esa época / La ópera. Hacer visita guiada o fijarme si quedan lugares no tomados por los abonos e ir alguna función de LO QUE SEA / La casa Hundertwasser (Imperdible). Hecha por el nieto de Joseph Maria de Stowasser. Fachada de formas irregulares, árboles que salen de las habitaciones, ondulaciones, colores. Cerca del Prater.