No es tan sencillo explicar de qué forma una película en la que no aparecemos, en la que no somos nombrados, en la que no se nos oye decir nada en ningún momento, puede llegar a funcionar, pese a todo, como nuestra biografía. No aparecemos, en efecto, aunque en cierta forma sí aparecemos, porque sabemos que éramos uno de esos sesenta mil que se ven en la pantalla festejando fervorosos, a pleno. Y es cierto que no se nos oye, en el sentido estricto del término, pero sabemos que en ese vasto rugido unánime (ese que dice, por ejemplo, gol) consta también nuestra voz, consta también nuestro grito. Estamos, por lo tanto, de hecho, ahí (Sigmund Freud no viene a cuento, Ramos Mejía tampoco, a Adorno lo dejamos para después: no es momento de dirimir la relación entre el individuo y la masa).
Boca Juniors 3D es una narración de 108 minutos que se nos vuelve fatalmente autobiográfica: es imposible verla sin consignar un yo estuve ahí (detrás del arco del gol de Benetti, en la tribuna del Riachuelo cuando volvió Maradona, en una cabina de radio cuando Navarro Montoya le atajó el penal a Luifa Artime) o sin evocar dónde estaba uno y qué hacía cuando todo esto pasaba (en la casa de mi infancia cuando Gatti le atajó el penal a Vanderley, de vacaciones en Córdoba el día que debutó Maradona, cuidando de mi hijo de seis meses cuando Palermo metió esos dos goles en Tokio). Por obra y gracia de la historia, que para eso existe, aun aquello que sucedió antes de que nosotros naciéramos (el penal de Roma a Delem, la boina de Severino Varela) se integra a nuestra memoria como parte del pasado más propio.
La historia patria funciona igual, no es tampoco una cosa tan rara. Y está forjada, por igual, bajo el criterio de componerla con puros héroes y hazañas. Los grandes hitos y los grandes hombres de la historia de Boca transcurren en la película de Rodrigo Vila hasta llegar a ser lo que son: cosas que nosotros mismos vivimos, personas a las que sentimos (así sea unilateralmente) muy cercanas. Los goles, los campeonatos o la dicha de eliminar al rival eterno (de un modo delicioso, envidiable, intransferible: en la cancha, dignamente, jugando los partidos hasta el final) se enhebran de euforia en euforia.
Desde el pasado reciente, acuden a dejar testimonio Palermo, Guillermo, Schiavi, Abbondanzieri; desde un poco más lejos, el Beto Márcico o Miguel Brindisi; desde un pasado algo remoto, acuden Rattín, Rojitas, Marzolini; Tevez habla desde el futuro (en Juventus todavía, pero queriendo volver). Entre las cosas que pueden llegar a revelar, tal vez la más sorprendente sea que, habiendo sido jugadores de Boca, mencionen su necesidad de figurarse en la tribuna (Palermo), o su orgullo por haber estado en la tribuna (Márcico, Tevez), o su visión de la tribuna desde la cancha (la versión del Mono Perotti de la avalancha que desencadenó su gol a Ferro en 1981). La idea de que todo pasa, incluso ellos, y lo que perdura es la hinchada, es decir, nosotros, emerge como una verdad manifiesta, sin atisbo de demagogia.
La ilación narrativa de Boca Juniors 3D la lleva un personaje de ficción, mezcla singular de historiador, archivista, memorioso y alucinado. Vive el pasado como si fuera el presente: menos recuerda que revive. Su delirio, por lo tanto, es también su lógica; no hay secuencia cronológica en este documental, porque su tiempo es el de los mitos, tramado para que ciertas cosas vuelvan una y otra vez a ocurrir, concebido para que ciertas cosas ocurran de manera incesante. Es por eso que Palermo concurre al lugar de los hechos a dar cuenta por enésima vez de su gol a River en cámara lenta (cámara lenta en su momento original, como si hubiese nacido ya listo para el replay), es por eso que no existe ni siquiera un solo instante en el que Riquelme no le esté metiendo el caño a Yepes.
Hay lágrimas a medio contener en la película: las de Maradona en su partido de despedida; las de Juan Román Riquelme, cuando se inauguró su estatua en el club. Hay segmentos dramáticos también: cuando Carlos Tévez habla de la muerte de su mejor amigo, cuando el Chapa Suñé habla de su intento de suicidio (y se refiere a ese tirarse desde un séptimo piso como “el porrazo que me di”). No obstante, por una particular alteración de las proporciones y de las jerarquías, uno llora (yo lloré) en otras partes de la película: con los penales de Gatti y de Córdoba, de Navarro Montoya y de Abbondanzieri; con la copa en manos de Suñé o de Riquelme; con un gesto del Toto Lorenzo o un abrazo de Carlos Bianchi; con un gol de Matías Donnet en Japón.
Para ser sensato, mesurado o razonable, tengo todo el resto del tiempo, tengo todas mis otras cosas.
*Escritor, hincha de Boca.