Cada principio de mes, cuando el INDEC da a conocer la variación oficial del Indice de Precios al Consumidor para la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, surge la misma discusión. Cuando paran las risas, los círculos técnicos o los políticos opositores “exigen” la normalización y recomposición institucional del organismo. Y desde el oficialismo se “defiende” la medición, indicando que, ahora, contempla sólo los consumos de los asalariados de más bajos ingresos. O que se captan precios en zonas o de bocas de expendio con “ofertas”. O que hay “sustitución” de los productos más caros por similares más baratos, etc.
A la vez, quienes medimos inflación privadamente informamos tasas de variación del índice que duplican o triplican la tasa del INDEC, y, sistemáticamente, también, los organismos provinciales de estadística, que aún mantienen cierta independencia, publican variaciones de precios en sus respectivas áreas muy superiores a las del IPC local, a pesar de que, antes de 2007, dichas variaciones eran muy similares.
Esta habitual puesta en escena, sin embargo, elude la cuestión central y de fondo. Hoy la Argentina carece de una política fiscal y monetaria que ayude a bajar la inflación presente y coordine las expectativas en torno a la inflación futura. Esto último resulta central. Más allá de las “mediciones verdaderas”, lo cierto es que las encuestas de expectativas de inflación, que se realizan periódicamente, indican que la tasa de inflación anual esperada por la población prácticamente triplica a la informada por el ente oficial. Y esto resulta central, porque si quienes compran, venden, negocian salarios o brindan servicios en la Argentina “esperan” una inflación rondando el 30% anual, cada vez que puedan, tratarán de volcar esas expectativas de inflación a los precios o salarios que negocian. Y si esto se generaliza, la “profecía autocumplida”, salvo para productos estacionales o regulados por el Estado, se termina verificando.
Expansión. Algunos datos para respaldar el hecho de que la expansión del gasto público y de la oferta monetaria no están contribuyendo a una baja de la tasa de inflación en la Argentina: el PBI real viene creciendo a una tasa anual del 7%, aproximadamente. El gasto público se expande a un promedio del 40% anual y la oferta monetaria venía aumentando por encima del 20% anual, aunque en los últimos meses moderó algo su evolución. De manera que, más allá de los monopolios, los mercados cartelizados, los empresarios perversos o los productores egoístas, en una economía con semejante evolución de su gasto público y con una política monetaria “acomodaticia”, resulta difícil esperar una tasa de inflación baja. Dicho sea de paso, los “perversos” también existían en la Argentina en 2003 y la tasa de inflación era del 3% anual. Existían en 2004 y la inflación fue del 6% anual, y existían en 2005 y la inflación fue del 12% anual. En otras palabras, la inflación argentina se fue duplicando año tras año, camino hacia el pleno uso del capital y del trabajo, ociosos durante la crisis y dado el intento del Gobierno de incentivar una tasa de crecimiento superior a la potencial, considerando la inversión y la productividad de nuestra economía.
El rol del Estado. Entiéndase bien, no es que no hay que combatir a los monopolios o a los “vivillos”. Ese es un deber del Estado en defensa de la competencia y de los consumidores, aunque la inflación fuera cero. Pero más allá de ese combate genuino, es necesario que el gasto se modere.
Un dato “alentador”, sin embargo, es que, de la mano de cierta desaceleración del crecimiento y con el cambio en la política monetaria y cambiaria de los últimos meses –único “ancla” antiinflacionario que tenemos–, la tasa de inflación no se sigue acelerando y está “estacionada” en torno al 25-28% anual.
Aunque todavía con muchos precios retrasados, en especial en varios servicios públicos. Dicho de otra manera, la economía se está enfriando por la caída del poder de compra de los salarios y jubilaciones y por la crisis global, y esto está frenando la tasa de inflación presente aunque no, insisto, las expectativas de inflación futuras.
En síntesis, está bien que desde la oposición se reclame un INDEC independiente y profesional. Pero el problema básico es que se carece de una genuina política antiinflacionaria. Sin ella, no se puede “normalizar” el INDEC, porque el Gobierno nunca va a admitir que nos estuvo mintiendo durante casi dos años. Ni tampoco va a reconocer un ajuste superior en los bonos de deuda ajustables que poseemos, entre otros, los futuros jubilados.
La única forma de “blanquear” la tasa de inflación es bajarla hasta que se parezca a la inflación del INDEC. Es decir, cuando la verdad de la economía se asemeje a la mentira del INDEC y, entonces, no haga falta seguir mintiendo.